O, como dijo Jorge Luis Borges de los cuentos de Cortázar, “los personajes
de la fábula son deliberadamente triviales”. Todo parece efectivamente banal. A
esos personajes, añade Borges, “los rige una rutina de casuales amores y de
casuales discordias. Se mueven entre cosas triviales: marcas de cigarrillo,
vidrieras, mostradores, whisky, farmacias, aeropuertos y andenes. Se resignan a
los periódicos y a la radio”: a lo más común, pues; a lo predecible, sí. “La
topografía corresponde a Buenos Aires o a París y podemos creer al principio que
se trata de meras crónicas”. ¿Es así? “Poco a poco”, precisa Borges, “sentimos
que no es así. Muy sutilmente el narrador nos ha atraído a su terrible mundo, en
que la dicha es imposible”. ¿La dicha es imposible? ¿Por qué? Porque somos
monstruosos, extraños o raros, aunque no lo sepamos; o porque la fatalidad de lo
que nos espera malogra lo que deseábamos, todo aquello a lo que aspirábamos.
¿Instalados en un clima de opresión y pesadilla?
Pero lo que no dice
Borges es que en Cortázar hay humor, mucho humor verbal, lingüístico; hay un
sarcasmo malherido --en ocasiones explícito-- o una leve ironía –siempre
presente-- que quita severidad al relato de la tragedia ordinaria. Lo subrayó
Saúl Yurkievich: “en Cortázar se da, basamentada en su propia personalidad,
fuera y dentro del texto, una constante lúdico-humorística”. Juego y humor,
efectivamente. “Con una gratuidad que es la antesala gozosa del lado de allá,
posible pasaje al allende, propende al derroche del juego verboso, a la palabra
excéntrica, a la consternación de la lengua surgente, a la libérrima facundia”,
añade Yurkievich. Pero no es un bla-bla-bla exhibicionista u ostentoso. Es una
interpelación sin fin: guiños o recursos metanarrativos que tienen su papel
literario y su función burlesca. La suya no es mera guasa: en lo cómico está el
origen de la realidad. O, mejor, con lo risible y con lo burlesco, los humanos
frenan el miedo y la fatalidad: justamente eso que destapan también sus relatos.
Echemos un vistazo a
Papeles inesperados, el
nuevo libro de Julio
Cortázar.
Reímos o
sonreímos con sus ocurrencias, pero cuando se enfría el ademán, cuando se
congela el rictus, nos damos cuenta de lo que se avecina, de lo monstruoso, de
lo fantástico
Permítaseme reproducir un texto insólito: un párrafo en el
que se condensan las virtudes del humorista paradójico, ese tono burlesco que es
tan revelador. ¿Es un cuento, un ensayo, una ocurrencia? Se titula “En un
vaso de agua fría o preferentemente tibia”. Dice así: “Es triste, pero jamás
comprenderé las aspirinas efervescentes, los alcaselser y las vitaminas C. Jamás
comprenderé nada efervescente porque una medicina efervescente no se puede tomar
mientras efervesce puesto que parte de la pastilla se te pega al paladar y qué
cosquillas, por lo demás totalmente desprovistas de propiedades terapéuticas. Si
en cambio se la toma una vez que ha efervescido ya no se ve para qué sirve que
sea efervescente. He leído mucho los prospectos que acompañan a esos productos,
sin encontrar una explicación satisfactoria; sin duda la hay, pero para enfermos
más inteligentes”.
Y ya que hablamos de agua, de agua fría o
preferentemente tibia, permítaseme reproducir un párrafo, el inicial, de otro
relato líquido. Se titula “Peripecias del agua”. Data de 1981 y dice así: “Basta
conocerla un poco para comprender que el agua está cansada de ser un líquido. La
prueba es que apenas se le presenta la oportunidad se convierte en hielo o en
vapor, pero tampoco eso la satisface; el vapor se pierde en absurdas
divagaciones y el hielo es torpe y tosco, se planta donde puede y en general
sólo sirve para dar vivacidad a los pingüinos y a los gin and tonic. Por eso el
agua elige delicadamente la nieve, que la alienta en su más secreta esperanza,
la de fijar para sí misma las formas de todo lo que no es agua, las casas, los
prados, las montañas, los árboles”. Y sigue…
Cuando salimos de estos
textos evidentemente cortazarianos, sabemos que estamos en un universo extraño y
reconocible, justamente un lugar verbal y cotidiano en el que ocurren cosas
ordinarias y raras a un tiempo. Echamos un vistazo a lo cotidiano --a una
pastilla efervescente y al estado sólido, líquido o gaseoso del agua—y sabemos
con Cortázar que irrumpe lo insólito, lo inaudito, siempre con ese lado grotesco
y algo terrible de lo cómico. Reímos o sonreímos con sus ocurrencias, pero
cuando se enfría el ademán, cuando se congela el rictus, nos damos cuenta de lo
que se avecina, de lo monstruoso, de lo fantástico. O de la nada, pues según
leemos en otra página de este libro “la vida en el fondo es eso, piensa la
señora Fulvia, se llega hasta un borde y entonces nada, claro que lo más posible
es eso, que no pase nada”.
Las cubiertas de los libros no son
irrelevantes. Nos informan del volumen, pero sobre todo nos dictan las
instrucciones de lectura, las reglas a seguir para comprender adecuadamente la
obra
Inédito. De eso informa una pegatina ovalada que ha
sido adherida a la cubierta de un nuevo libro de Julio Cortázar: el que lleva
por título Papeles inesperados. Esa leyenda se refiere a la obra.
Estamos, en efecto, ante un volumen que jamás antes vio la luz. Parece un
énfasis innecesario, pues todo en el libro pregona esa condición. ¿Son inéditos
los textos que lo componen? En realidad, como veremos conforme vayamos leyendo,
muchas de las piezas que aquí se reúnen no son exactamente inéditas. Algunas
aparecieron en revistas, pero nunca en libro; otras son variaciones de relatos
ya publicados; otras son capítulos descartados; y otras piezas son textos
efectivamente inéditos. Etcétera, etcétera. Y no me tiren de la lengua…
Felizmente, el accesorio postizo y redundante, ese aditamento que dice
Inédito, puede arrancarse de la cubierta sin mayores consecuencias. Pero
reparemos en algo más. Según leemos en la página de créditos, el diseño de esa
cubierta –obra de Raquel Cané y Pablo Rey— confirma la novedad editorial. Del
extremo superior, del cielo en definitiva, parecen caer unos papeles
mecanografiados, blancos, grises y amarillentos: unos papeles inesperados,
ciertamente. ¿Y a quién le caen? En primer lugar, a la efigie que parece
recibirlos, a esa persona que reposa cómodamente en lo que es un asiento de
piedra. Es Julio Cortázar, ajeno a la edad y al tiempo, sin que los años
lastimen su aspecto juvenil, su cabellera. Es bien conocido: el escritor padecía
una rara enfermedad que le hacía sortear la decrepitud física, como si por él no
pasaran los años. Es muy literaria esa rareza, pero el suyo no era el mal de
Dorian Grey ni tampoco el pacto de Fausto. Vemos a Cortázar instalado en una
edad media: la fotografía de Antonio Gálvez que figura en la cubierta es
parisina y data de 1971. Es decir, para esas fechas, el retratado ha alcanzado
la máxima excelencia, se ha acercado a la Cuba aún joven y revolucionaria, se
aproxima a los sesenta años.
Pero no se nota, no se aprecia. Ahí lo
vemos. Se sabe posando: serio, algo ceñudo, afectando relajación, mirando
imprecisamente a un cielo blanco del que caen, en efecto, esos papeles
inesperados. Ahora bien, para ser inesperados, el rostro del autor no parece
inmutarse: es como si los mirara con resignación o algo de desinterés. Nada
revela tensión: las manos, de dedos larguísimos, permanecen cruzadas, sin hacer
ademán de prenderlos, de tomarlos. Los papeles están ahí, en la parte superior
de la cubierta…, pero ahora reparamos en algo que no sabíamos ni averiguaremos:
ignoramos si caen o vuelan. Si caen, Cortázar los recibe flemáticamente; si
vuelan, el escritor argentino ve cómo se alejan, sin importarle demasiado, sin
intentar atraparlos.
Muchos son los
maestros de Cortázar, pero allá en el fondo, remotamente, aún se distingue la
lección inagotable de Edgar Allan Poe, cuya obra en prosa traduce en los años
cincuenta del siglo XX
Las cubiertas de los libros no son irrelevantes. Nos informan del
volumen, pero sobre todo nos dictan las instrucciones de lectura, las reglas a
seguir para comprender adecuadamente la obra. Los diseñadores se esfuerzan para
captar el interés de los lectores: un sinfín de libros compiten en un mercado
repleto. Poner una fotografía del autor es algo que sólo se pueden permitir
aquellos escritores que han alcanzado la celebridad. Antes de que tal cosa
ocurra no es razonable insertar la imagen de un creador en la cubierta. De
hacerlo revelaría un narcisismo algo torpe. Cuando la fama ya consiente esta
operación, el reclamo está justificado: la efigie atrae al eventual
destinatario, al seguidor.
Ahora, cuando se cumplen veinticinco años de
su fallecimiento, una fotografía de Julio Cortázar es un cebo bien pensado e
inevitable. Pero la imagen no es completa: sólo es un detalle de algo que no se
muestra. En efecto, la fotografía está amputada. No distinguimos la
localización: Cortázar está sentado en un banco de piedra del Pont Neuf, según
precisan los editores en la página de créditos. Pero no vemos la parte superior:
el Sena y los barcos que lo surcan como fondo del retrato. Han suprimido el río
y sus buques porque son decorado. O, mejor, los han eliminado porque impiden el
juego fotográfico de Cortázar con los papeles. ¿Es una manipulación?
Ciertamente, este retoque supone una alteración del original, una operación que
de haberla contemplado Cortázar no le habría entusiasmado. Él mismo lo advierte
en una página de Papeles inesperados.
“No me atraen demasiado las
fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del
contraste de heterogeneidades, del artificio en último término”, dice, para
añadir más adelante: “todo fotógrafo convencional confía en que sus instantáneas
reflejarán lo más fielmente posible la escena escogida, su luz y sus personajes
y su fondo”. Su fondo. En el retrato de Cortázar que sirve de cubierta, el fondo
ha desaparecido, justamente. Con la amputación, los diseñadores pretenden
provocar el sentimiento de lo insólito. Gálvez hizo una fotografía
deliberadamente convencional con el auxilio de quien posaba, de Cortázar. Lo
insólito tendría que aparecer al ser revelada. Y lo hay, vaya si lo hay: “lo
insólito como el gato que salta a un escenario en plena representación”. Es
probable que los diseñadores de esta cubierta no hayan querido mirar bien y, por
eso, hayan querido lanzar el gato al escenario. Para perturbarnos
artificiosamente.
Pero en Papeles inesperados,
en donde hay páginas verdaderamente maestras, hay una constatación: Cortázar
murió y lo que dejó en un arcón, fuera de los libros, no es mejor que lo
que él decidió editar
Cortázar era el maestro de la perturbación, de la
corrección.
Papeles inesperados es una obra miscelánea que abarca varias
décadas, un repertorio de textos heterogéneos, muy semejante por otra parte a lo
que el propio Cortázar denominó “libro almanaque”, mezcla o suma de lecturas,
cartografía varia de intereses y lugares. Quizá podríamos tomarlo como una
síntesis de todos sus registros o como la quintaesencia de su arte verbal y
narrativo (incluso poético). Pero hay algo que perturba al lector que tanto
quiere al mejor Cortázar: la impresión del
déjà-vu. Las varias prosas que
aquí se reúnen son de varia factura: de cuentos a prólogos, de declaraciones a
entrevistas. Hay textos políticos, circunstanciales, discutibles y perecederos,
y hay creación pura.
O, como admite finalmente el propio Cortázar en
Managua hacia 1983: “el compromiso del escritor es esencialmente el de la
literatura, y que ésta sólo incide de veras en un proceso liberador cuando a su
vez funciona como revolución literaria, entendiendo por esto cosas tales como la
experimentación, invención, destrucción de ídolos, actos
zen de la
escritura que sacudan al lector lo den vuelta como un guante”. ¿Hay en este
volumen textos así? Por supuesto hay páginas eximias que no reproduciré, como
hay relatos que alteran lo previsible. Como los viejos cuentos del narrador
argentino, también aquí son recortes de lo real, hechos incompletos, troceados,
fragmentos de cosas aparentemente ordinarias: lo cierto es que son sucesos que
secuestran al lector, haciéndole ver lo que a simple vista no apreciamos. Sin
elementos superfluos, ornamentales.
¿Maestros? Muchos son los maestros
de Cortázar, pero allá en el fondo, remotamente, aún se distingue la lección
inagotable de Edgar Allan Poe, cuya obra en prosa traduce en los años cincuenta
del siglo XX. Aquí, en
Papeles inesperados, encontramos la sombra del Poe
sombrío y burlesco, el que se empeña en ensayos que parecen cuentos, y el que
cuenta como si fuera una crónica. En el norteamericano y en el argentino se da
el cruce de géneros, una proeza que adelanta lo que tanto se practicará bajo el
posmodernismo. Pero en
Papeles inesperados, en donde hay páginas
verdaderamente maestras, hay una constatación: Cortázar murió y lo que dejó en
un arcón, fuera de los libros,
no es mejor que lo que él decidió editar.
Leyendo estos textos exhumados, añoramos los relatos de
Todos los fuegos el
fuego, de
Las armas secretas, de
Bestiario.
Qué le
vamos a hacer. En
Papeles inesperados hay unas páginas dedicadas al
viandante. Se titulan “
Monólogo del peatón”. Están fechadas en 1984 y son
una defensa del caminante. “¿Me reconciliaré alguna vez con los autos?”, se
pregunta. “Tal vez, pero para ello tendrían que ser muy diferentes de lo que
son, y cuando hablo de autos hablo sobre todo de sus dueños y conductores”. Al
decir lo anterior, Cortázar recuerda un viejo cuento suyo, “
La autopista del
sur”. Autos parados, un embotellamiento, una crisis. Yo no he olvidado ese
relato,
periódicamente
lo releo o lo evoco. Si pienso en aquel cuento magistral
--aparecido en
Todos los fuegos el fuego-- el “Monólogo del peatón”, una
prosa circunstancial rescatada ahora, no me enciende ni me colma. Qué le vamos a
hacer.
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