Licenciado en Literatura Inglesa, el priodista Mark Bowden (1951), ya se ha
mencionado, saltó a la fama con su trabajo
Black Hawk derribado,
llevado al
cine por el conocido director Ridley Scott en la película
del mismo título en España y con el de
La caída del Halcón Negro en
América Latina. Obtuvo dos Oscar (Sonido y Montaje) en 2001. Paro ya antes
Bowden había publicado un notable reportaje sobre un famoso narcotraficante
colombiano en
Matar a Pablo Escobar, ambas publicadas por RBA Libros,
cuya directora editorial, Anik Lapointe, merece un elogio especial por su
acierto en la selección de la serie Contemporáneos (véanse algunos ejemplos:
Torneo de
Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia
Central, de Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac;
La Guerra
Fría, de John Lewis;
Vida
imperial en la Ciudad Esmeralda, de Rajiv
Chandrasekaran;
Los 70 a
destajo: Ajoblanco y
libertad, de José Ribas...)
La
documentación de
Huéspedes del Ayatola tiene una extraordinaria
importancia, se basa fundamentalmente en conversaciones con los protagonistas
inmediatos de los acontecimientos (secuestrados, captores, militares de la
fuerza Delta), así como con las autoridades políticas y religiosas implicadas en
Estados Unidos e Irán. No faltan las indagaciones en los Archivos Nacionales ni
del Carter Center de Atlanta. También hay un buen puñado de obra
autobiográficas, recuerdos y memorias, así como el fondo documental reunido por
el periodista Tim Wells, que entrevistó a los rehenes poco después de su
liberación, para confeccionar un libro sobre la cuestión titulado
444 Days.
The Hostages Remeber (1983).
Lo capital de
Huéspedes del
Ayatola es que demuestra que el asalto a la cancillería norteamericana y el
secuestro de más de sesenta de sus miembros por estudiantes fundamentalistas
durante más de un año, no fue un mero episodio en la larga historia de los
conflictos de Estados Unidos con grupos o países que en ocasiones han venido
desafiando su poder o hegemonía. Jugó un papel crucial en la evolución política
interna de las dos naciones implicadas, constituyó un modelo a seguir para los
sectores más extremistas del mundo islámico, tanto chií como suní, y marcó una
pauta de creciente y conflictiva relación entre ambos estados. Nada de esto es
baladí, los tres asuntos, junto con la amenidad y el ritmo trepidante que
imprime Bowden al reportaje, hacen de su lectura un auténtico goce por la
capacidad para recrear ambiente y vicisitudes de los secuestrados y sus captores
además de las notables revelaciones y conclusiones que alcanzan rango histórico
por su trascendencia.
No obstante, pese a que desembocó en un capítulo
crucial en la historia de las relaciones entre el mundo islámico y Occidente, el
plan de la toma de la embajada fue una idea concebida por estudiantes islámicos
que, aun siendo files partidarios del imán Jomeini, lo pusieron en práctica a
sus espaldas. De hecho, el consejero espiritual de los jóvenes, el misterioso
clérigo Mousavi Joeniha, situado a la izquierda de los mulás conservadores, les
recomendó no consultar al jerarca chií para crear una situación de hechos
consumados que favoreciese la radicalización de la situación política y empujase
al imán a favorecer a los sectores fundamentalistas.
Para los estudiantes quedaba patente
el proyecto norteamericano de retornar a la situación anterior. El objetivo que
se planteaban era el de invadir pacíficamente la legación, aun cuando hubiera
muertos propios, y aprovechar la ocupación y su eco internacional para denunciar
mundialmente las intenciones de los Estados Unidos, reivindicar la extradición
del sha para ser juzgado por la represión y el expolio de los recursos del país
y demostrar la capacidad para resistir la injerencia
extranjera
Hay que recordar que en esa etapa
de la revolución iraní existía un cierto equilibrio de poderes, en medio de la
pugna de fondo que dirimiría hacia dónde se encauzaría el futuro político del
país, en el que el gobierno presidido por el Bazargan estaba integrado en buena
parte por laicos moderados. Realmente los estudiantes estaban convencidos de que
desde la embajada se estaban moviendo los hilos para restituir la situación
anterior a la caída del sha y que los ministros eran cómplices de los Estados
Unidos. Esta idea se vio reforzada en el momento que, debido a cuestiones
estrictamente humanitarias, el presidente Carter, tras consultar a sus
consejeros, que desoyeron las bienintencionadas advertencias del ministro de
Exteriores iraní, el moderado Yazdi, admitió la entrada del sha en el país para
el tratamiento de un cáncer. La gota que colmó el vaso fue la filtración de la
conferencia secreta en Argel entre miembros seglares del Gobierno iraní y
Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca.
Para los estudiantes quedaba patente el proyecto norteamericano de
retornar a la situación anterior. La revolución les había enseñado que esperar
acontecimientos era contraproducente, habían visto los frutos de una acción
decidida y directa. El objetivo que se planteaban era el de invadir
pacíficamente la legación, aun cuando hubiera muertos propios, y aprovechar la
ocupación y su eco internacional para denunciar mundialmente las intenciones de
los Estados Unidos, reivindicar la extradición del sha para ser juzgado por la
represión y el expolio de los recursos del país y demostrar la capacidad para
resistir la injerencia extranjera. La toma pretendía frenar de raíz la supuesta
trama norteamericana. Al tiempo, se pretendía colocar al Gobierno provisional de
Bazargan, obligado por la legalidad internacional a resolver el conflicto y
desalojar a los estudiantes, en una situación insostenible: los ocupantes eran
“un grupo de jóvenes considerados píos y pacíficos aliados de Jomeini”, con lo
cual Bazargan se arriesgaría a perder el respaldo del imán para intervenir. Para
mayor complicación, una enorme multitud de fieles rodeaba la embajada en apoyo
de los estudiantes. Estos se habían preocupado además de no tener que
enfrentarse con la Guardia Revolucionaria y la policía. También organizaron la
operación con detalle para que ninguna facción estudiantil de la izquierda con
las que rivalizaban (Mujahedin-e Khalggh y Faedaeian-e Khalg) explotase la
oportunidad –como había ocurrido en el asalto de febrero--, de tal modo que
tuvieron el control del asalto y la ocupación en todo momento, asunto capital
para que la misma se llevara a cabo conforme a sus designios.
Todos los
estudiantes “estaban comprometidos con un Estado islámico formal y tenían
vínculos, algunos familiares, con la estructura de poder clerical que rodeaban a
Jomeini”, en definitiva, pugnaban por una nunca vista República Islámica, y se
enfrentaban con los nacionalistas moderados y también de izquierdas partidarios
de una democracia secular al estilo socialista (p. 26). Influenciados por el
sociólogo Ali Shariati (1933-1977), los estudiantes fundamentalistas veía en el
islam una vía hacia la utopía, diferente a la capitalista y comunista. No se
trataba de un punto de vista minoritario, pues no eran pocos en el mundo
musulmán los que se negaban a jugar el papel de comparsas en el desarrollo de la
Guerra Fría, particularmente en relación con Norteamérica. Bowden lo resume
acertadamente: “La captura de la embajada estadounidense dejó entrever algo
nuevo y desconcertante. Era la primera batalla en la guerra de Estados Unidos
contra el islam militante. Un conflicto que acabaría implicando a gran parte del
mundo. La revolución iraní no era sólo una lucha nacional por el poder; había
tocado un océano subterráneo de indignación islamista durante medio siglo” (p.
19)
Una fiebre revolucionaria campeaba
por medio mundo y en este contexto se desarrolla la revolución iraní contra el
sha Reza Pahlevi, el guardián de Estados Unidos en la zona por el poderío
militar, económico y la relevancia geoestratégica de su país, que permitía la
vigilancia de la zona sur de la URSS y el control del flujo de petróleo desde el
Golfo Pérsico
A esta altura cabe
establecer algunas consideraciones que no entran dentro del estricto radio de
acción del libro. El autor alude en numerosas ocasiones al idealismo, todo lo
fanático que se quiera, de los jóvenes ocupantes. Irán estaba inmerso en la
fiebre revolucionaria que había propiciado la huida del sha y los estudiantes
iban en vanguardia. Eran los setenta, la eclosión de todo el idealismo que había
florecido en el 68 continuaba en su apogeo. Las utopías más extremas habían
recobrado auge y radicalizaron las posiciones (incluso respecto a los intereses
de la URSS, como la “Primavera de Praga”, que fue aplastada en agosto de 1968).
La idea de que se podía construir un mundo mejor a través de la violencia
revolucionaria, dominaba los corazones y las mentes de muchos jóvenes. El
ejemplo del
Che Guevara lucía en toda su magnitud, romántica y redentora.
Así, el terrorismo izquierdista y nacionalista se extendía por Europa como una
mancha de petróleo (caro): IRA, RAF, Brigadas Rojas, ETA..., pero también en
Latinoamérica en forma de guerrillas como la que desalojó del poder a Anastasio
Somoza en Nicaragua (1979). También en Europa había caído el régimen autoritario
portugués con la “Revolución de los claveles” en abril de 1974 y en julio cayó
la dictadura griega. En paralelo, la Guerra Fría, aunque con una intensidad
menor, seguía su curso y la reacción anticomunista y autoritaria afectaba a
varios países (Uruguay –junio de 1973--, Chile –septiembre de 1973--, Argentina
–marzo de 1976--, etc.). Por su lado, Estados Unidos había perdido el suroeste
asiático, Laos, Camboya y Vietnam entre 1973 (retirada norteamericana) y 1975.
En resumen, una fiebre revolucionaria campeaba por medio mundo y es en
este contexto en el que se desarrolla la revolución iraní contra el sha Reza
Pahlevi, el guardián de Estados Unidos en la zona por el poderío militar,
económico y la relevancia geoestratégica de su país, que permitía la vigilancia
de la zona sur de la URSS, entre otros factores el de sus pruebas con misiles, y
el control del flujo de petróleo desde el Golfo Pérsico. De este modo, con el
derrocamiento del sha y la ocupación de la embajada estadounidense, se origina
en el imaginario de la izquierda occidental el mito de que el islamismo radical
es una doctrina o movimiento “progresista”, una simpatía que, unida lateralmente
en sus inicios a la causa palestina, todavía perdura en amplios sectores.
En conjunción con estos hechos, se encuentra la extinción de la vía
panarabista. La mayoría de los regímenes que tras la descolonización intentaron
la senda de la modernización de las sociedades árabes a través del nacionalismo,
la separación de la religión de le esfera política y el intervencionismo
estatal, siguiendo el modelo que impulsó Kemal Ataturk en Turquía, acabó
fracasando en buena parte de los países. Estos años de intentos varios
(principalmente el de Nasser en Egipto) habían dejado un gran poso de
frustración en amplios estratos de las poblaciones árabes y/o musulmanas que se
sentían utilizadas como peones en la lucha bipolar entre Estados Unidos y la
URSS, que veían sus recursos malbaratados y expoliados por oligarquías amparadas
por las grandes potencias, especialmente por los norteamericanos. No obstante,
para hacer más precisa la caracterización del fracaso de los regímenes
panarabistas y modernizadores laicos de los 60, lo que se había producido
realmente fue una frustración de las expectativas de rápida solución de los
problemas de subdesarrollo de estas sociedades. Aunque hay que reconocer que en
su momento se obtuvieron notables avances en muchos campos, insuficientes en
todo caso para las esperanzas depositadas en el cambio.
Como señala el autor, sobre todo
cuando lleva a cabo una interesantísima recapitulación final con los
perpetradores y analistas del secuestro, la consecución del objetivo tuvo unos
costes altísimos. Es decir, no fue ajena a la revolución iraní ni a la crisis
del secuestro la invasión de Afganistán por la URSS ni tampoco el ataque de
Sadam Hussein que llevaría a una encarnizada guerra de ocho años. Respecto a
Estados Unidos, las relaciones con Irán aún se resienten por aquel acto y todo
hace pensar que queda una cuenta pendiente
El
fundamentalismo se había originado en el primer tercio del siglo XX, aunque
hundía sus raíces ideológicas mucho más allá, tanto en Egipto (Hermanos
Musulmanes) como en Arabía Saudí (
wahabismo). En el caso de Irán
coincidía, asimismo, con el resentimiento por el golpe de 1953 contra el primer
ministro Mohammde Mossadeq, auspiciado por los Estados Unidos, que dio todo el
poder a Reza Pahlevi. Esta fue una herida que afrentaba al orgullo nacional
iraní. Por su lado, por curioso que parezca, el derrocamiento fue una suerte de
muerte por éxito. La primera crisis del petróleo (1973) originó una cuantiosa
riqueza para un estado petrolero como Irán, pero también un enorme desbarajuste
social que arruinó las zonas rurales y empujó al campesinado hacia la capital,
convirtiendo Teherán en una enorme metrópoli con una aglomeración demográfica
que carecía de servicios suficientes, por mucho que el sha se esforzara en
paliar tal avalancha. Lo importante de todo este proceso socio-económico a los
efectos que se abordan en el libro de Mark Bowden es que ahí se creó el caldo de
cultivo social de la futura revolución.
Bowden proporciona un retrato
poco preciso de Jomeini, actor decisivo en el proceso. Retirado en el centro
espiritual de Qom, rodeado de allegados y mulás, dejaba hacer y sólo actuaba
cuando advertía que sus discursos o acciones no le restarían popularidad. El
autor señala que, pese a su aspecto adusto, era una persona muy indecisa e
influenciable, aunque es posible que detrás de esta actitud que pudiera
manifestar ante algún testigo se escondiese una cautelosa reserva o astucia. El
imán constituía el emblema de una revolución que había unido contra el sha a
nacionalistas laicos conservadores y de izquierda, a islamistas moderados y
radicales, además de grupúsculos extremistas. alguno prosoviético. El curso de
la revolución no estaba definido, había fuertes resistencias étnicas en algunas
regiones (Kurdistán, Beluchistán, etc) y los laicos se oponían frontalmente a
los designios de los mulás fundamentalistas.
Por esta razón, el panorama
postrevolucionario experimentó un golpe decisivo con la toma de la embajada. De
entrada, supuso que en 48 horas dimitiese el Gobierno Bazargan. Posteriormente,
la prolongación del secuestro (hasta el 20 de enero de 1981), momento a partir
del cual los estudiantes perdieron el control político de la situación, sirvió
para seguir erosionando la capacidad y el poder de maniobra de la facción y
personalidades políticas moderadas en favor de los sectores islamistas más
radicales. La captura de la legación y el alargamiento del secuestro desató una
oleada de antiamericanismo que rompió a largo plazo cualquier conexión con los
valores occidentales, quebró cualquier lazo entre ambas culturas. Esta
satanización de los Estados Unidos fue dejando fuera de juego a los partidarios
de crear un Estado moderno al estilo occidental y despejó finalmente el camino a
la República Islámica, una teocracia autoritaria con rasgos totalitarios que muy
pocos de las figuras políticas dirigentes y grupos de vanguardia anhelaban
cuando derrocaron a Reza Pahlevi.
Como señala el autor, sobre todo
cuando lleva a cabo una interesantísima recapitulación final con los
perpetradores y analistas del secuestro de los diplomáticos, la consecución del
objetivo tuvo unos costes altísimos. Es decir, no fue ajena a la revolución
iraní y a la crisis del secuestro, que debilitó al país tanto económica como
internacionalmente, la invasión de Afganistán por la URSS ni especialmente el
ataque de Sadam Hussein que llevaría a una encarnizada guerra de ocho años.
Respecto a Estados Unidos, pese a la contención de Carter, que persiguió con
todas sus fuerzas una resolución pacífica de la crisis y que, tras repetidos
desplantes, se vio obligado a ordenar la operación de la fuerza Delta
–detalladamente descrita por Bowden-- (con el resultado de un clamoroso
fracaso), las relaciones con Irán aún se resienten por aquel acto y las
circunstancias actuales (desafío nuclear y conflicto entre israelíes y
palestinos) hacen pensar, con la visión que da este magnífico libro, que hay una
cuenta pendiente que Ahmadineyad (uno de aquellos jóvenes estudiantes radicales
que dice que no participó en el secuestro), con sus provocaciones antisemitas y
exterminadoras, parece que quiere saldar. En suma, el poco realismo con que se
actuó en aquella crisis, como admiten muchos de los antiguos captores, continúa
encarnado en la figura del presidente iraní. Sin duda, con armas nucleares de
por medio y la amenaza de su uso, se está jugando con más fuego del que se puede
suponer.
En definitiva, el libro de Mark Bowden, que trabaja actualmente
como corresponsal para
The Atlantic Monthly, es un extraordinario
reportaje que no sólo proporciona una visión afinada y magníficamente
documentada sobre un hecho decisivo del pasado reciente, cuyos efectos se
mantienen plenamente vigentes, sino que también dota al lector de elementos de
juicio y una rica perspectiva para poder analizar las peligrosas realidades del
presente.