Reseñas de libros/No ficción
Günter Grass: Pelando la cebolla (Alfaguara, 2007)
Por Rogelio López Blanco, lunes, 3 de septiembre de 2007
Las memorias del afamado Nobel alemán han levantado una gran polémica al confesar en ellas que a los 17 años, en los estertores del III Reich, formó parte de las Waffen-SS, las tropas de élite que constituían la espina dorsal nacionalsocialista de las fuerzas armadas alemanas, que formaban las unidades de mayor capacidad de combate, decisivas para sostener la moral defensiva. Esta peripecia juvenil carecería de importancia de no ser por su ocultamiento durante tantos años, hasta la misma publicación del libro el pasado año en Alemania (2006), y centralmente porque Grass se ha venido erigiendo desde hace décadas como una de las principales referencias morales de la izquierda alemana y europea, encarnándose, entre otras manifestaciones de su ideología, en látigo fustigador que desveló las complicidades con el nazismo de los oligarcas y políticos de la derecha alemana.
En esa misma perspectiva de volver la mirada atrás, la publicación del
libro de Grass ha coincidido felizmente en España con la traducción del volumen
de recuerdos de un alemán ejemplar, Joachim Fest, titulado Yo no. El
rechazo del nazismo como actitud moral (Taurus,
2007), obra ya comentada en esta revista digital. El contraste no puede ser
mayor entre la adolescencia de uno, Grass, y otro, Fest, en cuanto a la forma en
que, tan jóvenes, encararon la realidad que suponía el régimen nazi y su
despliegue invasor por toda Eurropa. Es cierto que en el caso del segundo la
familia y la educación católica levantaron una barrera formidable que impidió
penetrar las miasmas nacionalsocialistas. Pero cuando ya estuvo sólo, ante la
realidad de la guerra por la recluta obligatoria, contrariamente a Grass, que se
presentó como voluntario en 1944 para la guerra submarina (sus héroes eran las
tripulaciones), Fest se mantuvo en su empeño de negarse a aceptar el régimen y
las implicaciones que conllevaba. Es más, pese a los testimonios y noticias,
mientras Joachim pronto tuvo la certeza de las matanzas de judíos, Grass, según
confiesa, prefirió obviar el asunto.
Así se refleja en el episodio que
Grass relata sobre aquel joven “chico rubio y de ojos azules, de perfil de pura
raza”, el modelo de ario perfecto que ayudaba a todos en el campamento, que era
el primero en colaborar y en prestar el mejor servicio, pero que no aceptaba
llevar armas porque, decía cuantas veces se vio obligado, “Nosotros no hacemos
eso”, con el agravante de que “nunca había invocado la Biblia, ni a Jehová o
algún otro poder omnipotente” (pp. 94-96). Ante la desaparición final del joven
del “Nosotrosnohacemoseso”, Grass confiesa el recuerdo de que “me veo, sino
alegre, al menos aliviado desde que el chico había desaparecido” (p. 97).
Tampoco quiso preguntarse el porqué de la desaparición durante unos meses en un
campo de concentración de su profesor de latín, Stachnik (p. 45), o el caso de
su compañero de estudios, Wolfgang Heinrich, que había “Desparecido sin dejar
rastro”, sin que Grass hubiera “pronunciado las palabras `por qué´” (p. 23).
Como supo décadas más tarde el Nobel, el padre de Heinrich había sido detenido
por su disidencia, consecuencia de lo cual la madre se suicidó y él y su hermana
tuvieron que refugiarse en el campo con unos familiares. Reconoce Grass: “me
conformé con no saber nada o con saber cosas falsas” (p. 25), justo lo contrario
que Joachim Fest.
En este libro Günter Grass descarga su
conciencia ante sí mismo, ante su público y ante la sociedad entera, incluidos
sus detractores y todos aquellos ofendidos por él, con o sin razón, ventajista o
hipócritamente. Difícilmente, pues, esta rendición de cuentas puede ser
interpretada como un acto de oportunismo para vender más
ejemplares
Grass asistió como “espectador curioso” en
Danzig, su tierra natal, a la quema de las sinagogas en 1937 y luego se
incorporó a la Jungvolk, “una organización que preparaba para las Juventudes
Hitlerianas” (p. 27). Hay un capítulo fundamental, a mi juicio valiente en
cuanto al reconocimiento de culpa, “Lo que se encapsuló” (pp. 36-70), aunque el
título sea tan explícito de la evasión como sincero en la exposición y asunción
de la responsabilidad personal. De una forma muy original, Grass disculpa las
veleidades nazis del joven que fue, lo que inicialmente parecería una forma
sutil de evadir la responsabilidad. No obstante, no se perdona a sí mismo, sin
duda porque prefirió ocultar lo protagonizado casi inconscientemente por aquel
niño.
En este sentido, cabe detenerse a considerar que tanto como de
cobarde tuvo la actitud de esconder durante tantísimo tiempo ese pasado por una
genuina vergüenza (olvidándose de la que corresponde por denunciar de otros lo
que ocultaba de sí mismo), lo tiene de valeroso, por mucho que la edad y la
posición ayuden, ahora sí, el reconocimiento paladino de la culpa, con todo el
abrumador peso de la carga que da una sinceridad a prueba de disculpas y
pretextos, con una cruda severidad ante la que no hay apelación posible. Un
descreído muy cristiano, o con mucha conciencia. Aquí es cuando uno no deja de
pensar en lo más obvio, que somos humanos.
En definitiva, en este libro
Günter Grass descarga su conciencia ante sí mismo, ante su público y ante la
sociedad entera, incluidos sus detractores y todos aquellos ofendidos por él,
con o sin razón, ventajista o hipócritamente. Difícilmente, pues, esta rendición
de cuentas puede ser interpretada como un acto de oportunismo para vender más
ejemplares.
Las memorias de Grass también permiten
vislumbrar las enormes penurias que supuso la posguerra, el paisaje de fondo
repleto de ruinas y cenizas, la gran herida dejada por la venganza sobre la
población civil alemana al final de la guerra, en especial dirigida hacia las
mujeres, los efectos del cambio de fronteras acompañados de los consiguientes
desplazamientos de población...
En este volumen, que
recorre los años que van de su infancia a 1959, cuando se publica El tambor
de hojalata que le consagró como un escritor de nombradía, hay muchísimo más
y excelentemente bien contado por un exquisito escritor que es un experto en
destripar la existencia y moldear la prosa rebuscando en las formas para dar
vida a las personas y sus trayectorias, como hizo en sus prácticas como escultor
y dibujante, cuando, al poco de acabar la guerra, revelándose contra un futuro
menesteroso de trabajador en las minas, quiso encauzar su vocación como artista
por el camino de la primera disciplina, lo que le llevó primero a la práctica de
la cantería y más tarde a las escuelas de bellas artes, para poco a poco irse
decantando, promediados los cincuenta, por la escritura, primero ya precozmente
desde la poesía y más tarde a través de la prosa.
Antes de ese colofón
que le catapultó, cuyo inicio tuvo lugar en París hacia 1956-57, acumuló mucha
experiencia vital, viajes, relaciones personales, amorosas, matrimonio, hijos
gemelos, aficiones, amigos, exposiciones como escultor y dibujante, primeras
tentativas literarias revalidadas ante el Grupo 47... Todo un bagaje que tenía
que verter junto a aquel otro constituido por la pesada y angustiosa sombra de
“la masa de sedimentos del pasado alemán” (p. 435) que constituye la argamasa de
su novela cenital y quizá la veta principal del conjunto de su obra.
Las
memorias de Grass también permiten vislumbrar las enormes penurias que supuso la
posguerra, el paisaje de fondo repleto de ruinas y cenizas, la gran herida
dejada por la venganza sobre la población civil alemana al final de la guerra,
en especial dirigida hacia las mujeres, los efectos del cambio de fronteras
acompañados de los consiguientes desplazamientos de población, los balbuceos de
la recuperación económica, el inmediato rebrote de la vida cultural y el rápido
olvido general de la conflagración bélica y las matanzas (nadie hablará de
Auschwitz y su significado hasta mucho después). En resumen, una gran obra, de
deslumbrante escritura, viva, palpitante, polémica, dolorosa, pesimista (es
Grass; es un alemán de su época) y descorazonadora, como la vida misma. Por eso
resulta tan soberanamente estúpido emplear la memoria histórica, un concepto de
por sí carente de fundamento, como arma arrojadiza.