En las puertas del Tanatorio de Sancho Dávila de Barcelona nos reunimos algunos de los que hemos tenido la suerte de compartir amistad con
Daniel Riu Maraval. Y no hay manera de ponerse serio. Tristes sí, pero serios no. Lo mismo que el maestro Daniel. Es imposible recordarlo despojado de su sonrisa a la vez irónica y apasionada. Cada escena, cada anécdota viene acompañada de su sonrisa correspondiente. Ni siquiera cuando se plantaba con ritual solemnidad frente al plato de manitas de cerdo para celebrar que había superado alguna de sus frecuentes recaídas. Solemne pero risueño. Porque esta es otra cosa, Daniel tropezaba una y mil veces con la misma “pierna”, a condición de que estuviera bien cocinada y de esto él entendía un rato.
“Nunca una poesía se ha parecido tan poco a su padre el poeta”, le dije una vez: él era torrencial, ella serena, él un niño, ella una sabia ancestral; él era un gozador, ella un pozo de sabiduría.
Su locuacidad torrencial, su voz grave, envolvente, la multiplicidad de vivencias, el sentido del humor para dar la vuelta a la frase en el momento más inesperado, su
honda sabiduría y, sobre todo, el halo de tierna amistad que se desprendía de su verbo, lo consagraban siempre como el punto de referencia de cualquier reunión. Solo he conocido alguien que, en su presencia, lo mantuviera callado durante más de diez minutos: su gran amigo
Luis Bettonica, gastrónomo, humanista y sabio.
Daniel Riu podía escribir un libro sobre cómo no se debería de freír un huevo o dedicar una tarde a hablar de cómo se cocinan unos garbanzos “de verdad”.
Felipe Aranguren lo reconocía: “es imposible estar triste mientras su recuerdo permanezca tan cercano. Me ocurre igual que con la muerte de
José María Valverde, estas personas nunca transmiten dolor”
Rogelio López Blanco y
Araceli Palma-Gris estaban afectados, pero con cada imagen, con cada anécdota de Daniel renovaban una sonrisa viva. Porque Daniel era la metáfora de la vida.
Daniel Riu Maraval (1936-2011)
Durante un momento, me retiro un poco, quiero hablar con él, o mejor, que sea él el que me hable. Así que abro al azar su libro
Y perdemos los nombres de la piedra (Ediciones Carena, 2005) y entonces comienza su monólogo
“¿Oyes?
alguien solloza y canta
su olvido
consumimos las sendas
desciende el astro derrotado
y un amante contempla
la inocencia del agua
dime
¿por qué oscilan los yunques?
¿por qué los hombres lamen el frío
y las penumbras?
¿por qué ahondan
los mármoles y el grito
en los ojos brillantes?
os recuerdo
os recuerdo sin labio
os recuerdo despacio
como un río dormido que se llena de muerte ¿qué fue de los jardines?
han grabado en los troncos
la liturgia del odio
la mariposa invoca
y abortan las corolas
en una ceremonia
de turbiedades blancas
¿no veis en las paredes
residuos de cinturas?
las soledades sangran no quiero ser herida ni nostalgia Daniel Riu Maraval: Y perderemos los nombres de las piedras (Ediciones Carena, 2005)
El asunto suena a broma, me parece que me está contando, detrás del hombro, con tremenda sabiduría, exactamente lo que estoy viviendo y sintiendo en esos instantes. Cosa normal en él si no fuera porque la poesía está publicada hace seis años. Por un momento la mente se me enmaraña. Entonces es cuando comienza a sangrar la soledad, mi soledad y la de los numerosos amigos y familiares que se reúnen, tristes, pero nunca serios, porque él advierte que no quiere vernos heridos ni nostálgicos.
A continuación entramos a participar en la “ceremonia de turbiedades blancas”. La palabra sacerdotal se despliega, pero Daniel preside otra reunión de vinos blancos, sueños anacreónticos, y versos cabales. Su imagen sale a hombros, por la puerta grande de la vida. Así que no tenemos más remedio que quedar para otro día y rendirle el mejor homenaje: unos versos mojados con vino blanco y retranca, como el primer poeta de nuestra lengua: el bueno de
Berceo.
Querido Daniel, me siento feliz de contar con tu afecto, con tu palabra viva. Te prometo que no contribuiré a perder los nombres de la piedra.