Siguiendo
el rastro de la reina madre (Álvaro
Pombo entre los escritores de la nueva narrativa
española)
Por
Javier Goñi
(...)
Pero
demos un salto a Londres. Parémonos en mitad de la calle, dejemos que nuestros
pies los perciba, como una sombra, ese treintañero bien cumplidos los años; ahí
abajo, tras el tragaluz, en ese sótano del Urquijo, un banco mercantil español
asentado en la City, oficia de telefonista, de 9:00 a 13:00 horas, una hora para
comer, y de 14:00 a 18:00 horas (una extraordinaria, convenientemente
retribuida). Por su eficacia y dedicación bilingüe —contesta al teléfono con el
mismo entusiasmo en inglés y en español— ha logrado de sus jefes que le dejen
utilizar una máquina eléctrica, y así consigue escribir, en horas de oficina,
sus poemas y sus cuentos. Tiene casi cuarenta años, un par de libros de poemas
—su poesía sirve para entender su prosa, ha señalado José Antonio Marina, que
cuando se ocupa de Álvaro Pombo, de quién si no estamos hablando desde la
primera línea de este texto aunque hasta ahora no le hayamos nombrado, sabe lo
que dice, Marina, digo—, tiene casi los cuarenta, un par de libros de poemas y
una colección de cuentos, Relatos sobre
la falta de sustancia; me permitirán que lo diga ya: uno de los títulos más
hermosos que yo recuerde.
Álvaro
Pombo había escrito un libro de poemas; al igual que Mari Trini cantaba por
entonces aquello de «quién a sus quince años no dejó su cuerpo abrazar», quién
en un momento determinado no escribió un primer libro de poemas. El de Pombo se
llamaba Protocolos, apareció en 1973
en Biblioteca Nueva, con una «Respuesta inicial» de Luis Felipe Vivanco y
dedicado a James O’Shea. Al Pombo debutante el prólogo de Vivanco le parecía
crucial; un prólogo de Vivanco lo debió considerar una suerte de «ábrete
Sésamo», aunque lo cierto es que Vivanco, por entonces, ya estaba un tanto
olvidado, cosa que a Pombo le parecía muy injusta. Él lo valoraba mucho como
poeta. Por cierto, tuvo mala suerte hasta para morir: falleció el 21 de
noviembre de 1975, en fin. Pero insisto en lo de Vivanco: Pombo desde Londres le
envió el libro, esos protocolos numerados, con una nota: «Nosotros somos —le
escribía el telefonista del Urquijo— esa generación timorata, cuajada de usías,
autoridades y respetos, que nació en el año 39. Una generación deferente y
vacuna que pasará a la historia por sus buenos modales. Yo soy, como mi
generación, falso y cortés. Decirlo no puede ya empeorarme y me
alivia».
Vivanco
le correspondió con un hermoso texto poético, a modo de «Respuesta inicial»;
tengo subrayado con lápiz desde que leí, hace ya veinticinco años, el libro,
este versículo de Vivanco: «¿Qué me dices de pies que se te enredan y esa
necesidad de estar entre paréntesis y almacenar los votos inactivos que resulta
que son los que más nos alivian?».
Tiene
su miga la interrogación: ¿acaso no tiene que ver lo de «pies que se te enredan»
con esa cualidad de «culo inquieto» que le adorna? (lo de «culo inquieto» no sé
si ponerlo en cursiva, entre comillas o excusarme sin más por la expresión). ¿Lo
de «esa necesidad de estar entre paréntesis» acaso hace hincapié en su
independencia y manera de estar en la narrativa española actual, sin por eso
haber renunciado a tener muchos amigos, que no discípulos y correligionarios? Y,
por último, volviendo al versículo de Vivanco, ¿cómo no relacionar quizás el
resto del interrogante, «almacenar los votos inactivos que resulta que son los
que más nos alivian», con su última aventura cívica presentándose en 2008 como
senador por Madrid por el partido de Rosa Díez y también, por qué no, con esos
siete años en los que ha ido, como ciudadano vehemente que es, al Proyecto
Hombre para estar, dos días a la semana, de 11:00 a 14:00, con jóvenes
drogadictos? Dice Pombo que tiene fe en la acción directa y por eso fue a hacer
ejercicios de escritura, a modo de rehabilitación, con heroinómanos. Y dice
también que a lo mejor no sirvió de mucho, aunque por cosas así se considera
ahora mejor persona que antes. Vale. Sea.
Pero
no nos apartemos. Me quedo con «esa necesidad de estar entre paréntesis».
Palabra de Vivanco. Para su primer libro de cuentos, escritos en Londres, Relatos de la falta de sustancia, le
había sacado también a Aranguren —Pombo siempre ha sido un filósofo a lo claro y
a su manera— un prólogo. El inexperto Pombo pensaba que en la España de entonces
—mitad de los años setenta— salir con un prólogo de Aranguren tenía su plus. Un
prólogo, por cierto, muy significativo, pues desde el inicio se decía de aquel
que era un libro «diferente», y no solo, o también, porque aparecía en esas
historias la homosexualidad de una forma explícita. Pero este tema no es mi tema
y sí el de la recepción de su obra por esos años, y es lo que
intento acotar.
Pombo,
aquel telefonista del sótano del Urquijo, suponía, como con Vivanco, que lo de
Aranguren le iba a abrir las puertas de por lo menos Las Ventas. Pero de eso
nada, y Aranguren le insinuó que acaso Benet, don Juan Benet, el señor
ingeniero, le podía echar una mano. Y Benet le pasó los cuentos a Rosa Regás. De
Rosa Regás no recordaré que quiso —o bromeó con— retirar la estatua de don
Marcelino de la Biblioteca Nacional siendo directora, pero sí quiero enfatizar
que en esos años tenía una muy hermosa editorial, La Gaya Ciencia, donde, por
imperativo del señor ingeniero y por la indudable calidad de los mismos,
aparecieron en 1977 los tan citados Relatos sobre…, con el prólogo de
Aranguren, claro, y en un hoy muy buscado catálogo donde había cosas del propio
Benet, de Iturralde, de Javier del Amo, de Marías, Azúa, Molina Foix,
etcétera.
Era
una colección preciosa, lo ha recordado el propio Pombo (en sus palabras: «un
bellísimo volumen azul y plata», y cuyo primer ejemplar, añado yo, se lo llevó
la propia Rosa Regás a Londres y la entrega tuvo lugar en un pub de Lancaster
Gate), una colección preciosa, sí, pero con algo de ese exquisito ideal
literario de lo minoritario a lo Benet. De su libro se editaron mil doscientos
ejemplares y se vendieron unos seiscientos, la mitad. Pero no pasó
desapercibido. Todavía era telefonista del Urquijo cuando Antonio, el hijo mayor
de Alberto Oliart (aquel ministro de Defensa de UCD que fue un gran amigo de
escritores y autor él mismo de unas buenas memorias literarias, y quien, además,
le había enchufado —«¡de telefonista!», suele enfatizar Pombo, para mantener su
conocida honestidad a salvo— en el banco), cuando Antonio, decía, el hijo mayor
de Oliart, le trajo un recorte de Diario
16 con una reseña —perspicaz y generosa como era ella— de Carmen Martín
Gaite. Con el título de «Una aguja en un pajar», comentaba entusiasmada los Relatos sobre la falta de sustancia, que
en el erial que era entonces el panorama narrativo español —1977, libertad sin
ira, libertad, el sarampión
político, las primeras elecciones, qué año aquel—, ese libro era una
perla, un estímulo: «No se trata de una sorpresa de escritor, sino de un
escritor hecho y derecho, y —lo que es más raro todavía— diferente de
cualquiera, absolutamente original». Ven: diferente, original. Igual que
Aranguren.
Pombo
hizo la maleta y con el recorte de Martín Gaite bajo el brazo se vino a Madrid.
En aquel libro que le hizo volver hay dos relatos de igual título, «Regreso», y
de parecido planteamiento, aunque de intención diferente. En uno de ellos,
escribe Pombo: «Vuelve a España. Hay que escribir en sitios fijos. Hay que ser
de un sitio para escribir en serio». Para Pombo, en ese momento de su vida,
cuando percibe que puede llegar a ser el escritor que será, que es, ese sitio es
España, necesitaba ver su propia tierra, sus recuerdos del mar de su infancia,
ese mar cántabro, bronco, oscuro, de un gris/azul, el oleaje, los acantilados,
las playas desiertas, la lluvia… Ese era su paisaje y, además, necesitaba su
lenguaje, el idioma español. Estas son —sin entrecomillarlas— palabras de
Pombo.
Acabo
de citar a Carmen Martín Gaite y la importancia que tuvo aquel recorte de prensa
que le pasó el joven Oliart. Y no es gratuito —en este seguimiento que estoy
haciendo— dar nombres, pues la geografía sentimental de Álvaro Pombo está llena
de ellos. He citado ya unos pocos. Quisiera agregar otros. El del periodista
Víctor Márquez Reviriego, por ejemplo, quien saludó su llegada con alborozo en
Diario 16 y en la revista Triunfo. No he encontrado estos
recortes, pero para mí el recuerdo de Márquez Reviriego (un viejo maestro del
periodismo cultural y un excelente cronista parlamentario, un tanto olvidado
hoy, pues todo se olvida demasiado pronto, y algunas veces injustamente) es un
recuerdo especial, pues es oral: en una sobremesa literaria le oí por primera
vez hablar —y bien, claro— de Pombo.
Estamos
en los muy primeros años ochenta y la carrera literaria, su recepción crítica,
su desembarco en el Madrid de entonces, sufren un considerable acelerón. No
quisiera tampoco, antes de seguir con este acelerón —está a punto de aparecer
Jorge Herralde, la editorial Anagrama—, olvidarme de otro nombre, el del
escritor y crítico Juan Antonio Masoliver Ródenas, quien prologa en 1977 el
libro de poemas Variaciones,
publicado por Lumen y que en ese otoño —el del regreso— obtiene el Premio El
Bardo. Para Masoliver, Pombo, con Variaciones, llega «a la más arriesgada
e indiscutible madurez. Lo que sorprende ahora es la implacable seguridad de su
aventura poética». Y así una ristra más de elogios.
Acababa
la década de los setenta —la dejamos antes de entrar en la siguiente, la
esencial—, Pombo publica su primera novela, El parecido, también en La Gaya Ciencia,
la exquisita editorial de Rosa Regás, pero tengo la impresión de que no con el
éxito esperado. Pombo, aunque bien recibido por la crítica, corría el riesgo de
quedarse en escritor para unos pocos, de reconocimiento y de culto, y eso, no,
que a él entonces y ahora —siempre— no le gusta que le etiqueten así, le hace
poca gracia eso de ser minoritario, eso para el señor don Juan Benet, no para
él. En eso estaba, de todos modos, corriendo ese riesgo en ese momento. Aún
publicó en 1980, asimismo en La Gaya Ciencia, una nueva entrega poética, de raro
e indudablemente hermoso título, de complicada retentiva, eso también: Hacia una constitución poética del año en
curso. Una bonita edición de mil ejemplares numerados (el mío es el ejemplar
número 166 y contiene una dedicatoria a pluma: «…este libro que es, en realidad,
lo mejor que he llegado a escribir en poesía»), una bonita edición ilustrada por
Juan Navarro Baldeweg. Por cierto, en este libro hay un verso que así, entre
paréntesis, encuentro muy pombiano, muy de su cabeza de pensar: «Ilegible es el
sol desvinculador del mundo».
Pero
volvamos a poner los pies en la tierra. La Gaya Ciencia, su editorial hasta
entonces, quiebra, y Pombo se encuentra sin lugar donde publicar, porque
escribir, escribe, sigue escribiendo, a su ritmo. Y es entonces cuando Víctor
Márquez Reviriego de nuevo saca una nota señalando que Pombo tiene varias
novelas en el cajón. Una de ellas era El
héroe de las mansardas de Mansard: ahora ya todos nos hemos acostumbrado al
título, pero no me dirán que no tuvo mérito el primer editor que se encontró
encima de su mesa el título en cuestión. A Pombo le pasan muchas cosas, y con
los títulos también. Los mismos Relatos
sobre la falta de sustancia, a los que ya hemos aludido unas líneas más
arriba, muy bellamente editados por Rosa Regás, sufrieron como libro un cierto
calvario editorial a lo largo de todo 1976, y es que, según Pombo, el concepto
de «falta de sustancia», tenía «como un regusto, en negativo, a cocido
madrileño».
El
manuscrito rodaba de editorial en editorial sin éxito, incluso Gimferrer dijo
—al parecer— que no, o que no era el momento, o que no le convencía, a ese
editor o a ese otro también. Así que, desesperado, encerró a su héroe no en las
mansardas sino en las mazmorras de su mesa de trabajo. E igual que se había ido
a Salamanca a ver a Torrente Ballester, a pedirle consejo, y el bueno de don
Gonzalo le dijo que paciencia, que él —entonces, principios de los ochenta—
iniciaba su fama literaria gracias al éxito televisivo de Los gozos y las sombras…, pues igual
recurrió a Esther Tusquets, a la que conocía de Lumen.
Y,
mientras, había enviado a Jorge Herralde —los nombres van brotando como
esperanzadores tallos verdes— otra novela, El hijo adoptivo. Y aquí comienza una de
sus muchas leyendas urbanas, que si no son ciertas…, pues eso: según cuenta
Pombo, es Herralde quien va diciendo —lo ha escrito— que Pombo le había dicho a
Esther Tusquets que de tan desesperado que estaba —para eso, podemos enfatizar,
no había abandonado su ventajoso puesto de telefonista en el Urquijo, de mayo
del 74 a octubre del 77, un trienio completo, que estas cosas las valora Pombo,
aun proviniendo de buena familia cántabra—, que de tan desesperado que estaba
pensaba suicidarse. Esto, Pombo lo ha desmentido totalmente: desesperado, y
mucho, eso es verdad, pero de ahí a suicidarse…
Lo
que sí es cierto, reconoce, es que habló con Herralde y le anunció este que iba
a convocar por primera vez un Premio de Novela; le dijo quiénes estaban en el
jurado, le garantizó, no que iba a ganar, claro está —que estas cosas, dicen, no
se pueden garantizar así como así—, pero sí que iban a leer su manuscrito con
interés. Pombo colgó el teléfono y le hizo llegar El hijo adoptivo, porque ya se había
olvidado de Las mansardas…; le habían
convencido de que valía poco y, además, según Herralde (no tengo el testimonio
de Pombo), envió al Premio otra novela breve, que fue descartada de inmediato.
Con El hijo adoptivo, en cambio, hubo
división de opiniones entre los miembros del jurado: a tres les gustaba mucho
—Herralde, Juan Cueto y Esther Tusquets— y a los otros dos —Salvador Clotas y
Luis Goytisolo— no les convencía demasiado lo de los fantasmas, que si no había
tradición española… Herralde recordó que había leído un texto de Márquez
Reviriego en Diario 16 donde se
citaba una tercera novela, la ya muy manoseada editorialmente El héroe de las mansardas de Mansard. Y
aquí sí hubo unanimidad. El 17 de noviembre de 1983 —es una fecha a señalar en
el calendario de la actual novela española, y también en el santoral pombiano;
en los tacos de oficina es Santa Isabel de Hungría—, ese día se le concedió el I
Premio Herralde de novela, quedando finalista —como sabrán y pueden imaginarse,
pues el universo Pombo es felizmente así— El hijo adoptivo. Compartió
reconocimiento con dos novelas de las por entonces jóvenes promesas Paloma
Díaz-Mas y Enrique Vila-Matas, que se publicaron, y con una de Walter Garib, del
que lo desconozco todo. Este Walter Garib, en aquella fecha fundacional, es
tristemente como el rostro no identificado en una foto de época y asaeteado como
un desdichado sansebastián por una x de desconocido.
El
héroe de las mansardas…
es un libro importante, no solo por sus valores literarios, sino porque además
de reiniciar su extraordinaria carrera literaria ascendente fue el número uno de
la colección Narrativas hispánicas, que tanto ha impulsado, con sus varios
centenares de títulos, a la novela española actual, o con más precisión en
lengua española, dado que hoy el catálogo hispánico de Herralde es una excelente
mancha con dos orillas y un mismo idioma, el común de Latinoamérica y
España.
Con
este premio, con la incorporación de sus libros en el catálogo de Anagrama, con
el temprano reconocimiento crítico que obtuvieron todos ellos por parte de lo
más granado de la crítica (desde Rafael Conte, Luis Suñén, Santos Sanz
Villanueva, Leopoldo Azancot, los ya citados Martín Gaite y Masoliver, el propio
Fernando Savater en El País, lector
de entusiasmos y buen juicio…, en fin, hasta uno mismo, el firmante de esta
crónica evocadora —doy por hecho que el manto de lo de «lo más granado de la
crítica» ya no cubra el final de este inciso—), con este reconocimiento crítico
y lector, bien puede decirse que Pombo entró en su década prodigiosa, que fue
también la de muchos jóvenes narradores, a algunos de los cuales me he referido
al comienzo de este texto. Por la diferencia de edad, entre otras razones, a
Pombo se le empezó —ya entonces— a poner cara de reina madre de la narrativa
española actual, y hasta hoy. En 1985, de la mano de Herralde en la Feria de
Fráncfort, comenzó el rosario de traducciones y su buen estar en el
extranjero.
Pero
antes de seguir por esta senda más o menos gloriosa por la que ha caminado con
buen pie y elegante porte, quisiera dar un pequeño salto hacia atrás, unos pocos
años tan solo, y volver a la etapa de su asentamiento en Madrid y a su relación
—el señor ingeniero ya ha sido citado convenientemente— con el grupo de
escritores que pululaban en torno a esa estrella nada fugaz que era Juan Benet,
señor de pantanos que anegaban pueblos como el de Julio Llamazares —así se hace
Región, con mayúscula mítica— y que abría sus salones del chalet de la calle
Pisuerga a un grupo de escogidos, su cuadrilla.
Uno
de los amigos fieles, escritor y periodista ya fallecido, Eduardo Chamorro,
escribió en 2001 un libro interesante sobre este círculo benetiano —en un
instante me refiero, por seguir el afán entomológico de Chamorro, a lo
benetiano, o mejor: a lo benetín o a lo benetón—. El título es Juan Benet y el aliento del espíritu sobre
las aguas, un libro muy personal, su testimonio, su verdad, su recuerdo, y
donde el retrato que hace Chamorro de Pombo no es siempre muy
cortés.
No
obstante, lo cito porque hay en ese libro anécdotas significativas de cuál fue
—según Chamorro, preciso; Pombo tendrá su versión, si es que esto a estas
alturas le interesa algo— su papel en esta corte de la calle Pisuerga de
benetines y benetones. Y es que para Chamorro no había benetianos, sino
benetines, que eran —aclaraba— todos ellos, y algunos, a lo más, benetones. Un
gran benetón era Martínez Sarrión, y desde luego Javier Pradera. Y Ferlosio…
Ferlosio, para Chamorro, era «el recopón de benetón». No sé qué fue Pombo para
Chamorro, pero sí le recuerda —y me gusta el fotomatón que le hace— llegando al
reino de Camelot de los benetines y benetones:
Solía
vestir de terno, buen abrigo de cuello aterciopelado —debidamente raído—, y
paraguas. Lucía gafas de montura dorada y aros pequeños, y una cuidada calva de
poeta urbano, con una orla blanca de pelo limpio y seco. Detestaba hablar
sentado, así que se ponía en pie para hacerlo, con ademanes nerviosos, como si
aprovechara el movimiento para darle un aire a las ideas que se disponía a poner
de manifiesto, y se erguía muy tenso hasta arquear hacia delante el cuerpo para
levantar el índice en el aire muy admonitoriamente, como si hubiera investigado
a fondo toda la iconografía de los maestros retratados por Charles Dickens. Era
un tipo muy entretenido con el que resultaba fácil encariñarse. (pág.
46)
La
cita ha sido larga, pero ha servido para encontrar —al fin— el cariño por
alguien, Pombo, que no parecía seguir las reglas no escritas, pero que estaban
en el aire de tan ilustre cofradía del Pisuerga. Sus cofrades no solían valorar
—de creer a Chamorro— el que los críticos los trataran bien o mal, como hacía
—al parecer— Pombo; el que los editores forcejearan por sus libros —Herralde y
Rafael Borrás, de Planeta, con los de Pombo, según Chamorro—; ni tampoco el que
sus opiniones compitieran con las de los demás, como le sucedía a Pombo —según
Chamorro—. En fin, según este, y termino con Chamorro, Pombo no acabó de cuajar
en la corte del Pisuerga porque, primero, «Pombo tenía un concepto del orden
meticulosamente santanderino —tan alejado de nosotros como las liturgias de El
Pardo—»; segundo: «una idea cuidadosamente reaccionaria de las clases —ingrata
para quienes vivíamos contemplando las musarañas de semejantes
responsabilidades—»; y tercero: «una noción del prestigio literario de la que
esperaba la derivación de un predicamento que nunca le fue concedido porque no
era en Pisuerga donde se concedían ese tipo de galardones ni se practicaba su
séquito». Amén, y en fin.
Aunque
el contenido del libro de Pombo Alrededores, el único que yo sepa que
recoge algunas de sus colaboraciones periodísticas, entre ellas unos espléndidos
retratos literarios de escritores con los que mantuvo contacto, será objeto de
mi atención más adelante, no quisiera cerrar este capítulo sobre benetines y
benetones sin aludir al texto que a Benet le dedicó Pombo en Diario 16 en 1987, donde confiesa de
entrada que «Benet y yo hemos alquitarado el “usted”: esa es nuestra más
indiscutible contribución conjunta a la historia de la literatura española».
Reproduzco el diálogo allí insertado:
—¿Cómo está usted, señor
Pombo?
—Muy
bien, ¿y usted, don Juan? Le veo a usted estupendo, en el aura instantánea de
esta estación metafísica.
—No
me extraña. Estoy escribiendo una novela admirable, sin un solo punto y aparte,
toda ella enteramente costumbrista, ¿qué le parece a usted, señor
Pombo?
—Me
parece espléndido, don Juan. Ya era hora de que reconociese usted cuantísimo le
debe a don José María de Pereda, mi ilustre paisano.
—¿Se
cree usted muy gracioso, señor Pombo?
—Pues
sí, don Juan, no siempre. Pero, a veces, bastante. La gracia que yo tengo, ni
usted ni yo podemos remediarla.
—Es
usted un señorito impertinente y osado, señor Pombo.