Escrito con una prosa
cuidada, La
imaginación histórica analiza la historia y la
literatura. A
través del análisis de la obra de Eduardo Mendoza, Luis Landero, Arturo
Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas, el autor reflexiona sobre
el poder de la ficción y los efectos que estas invenciones producen en los
lectores. El resultado es un libro riguroso y entretenido, que enriquecerá la
imagen que tenemos de todos estos escritores haciéndonos comprender mejor los
vínculos entre historia y literatura.
Muchas
felicidades por el premio y por el libro que has escrito. Es un trabajo
realmente atractivo y sugerente. Pocos ensayos de este estilo y calidad pueden
disfrutarse en el panorama literario español.
Muchas
gracias por esas palabras tan amables. La verdad es que me alegra mucho este
premio. ¿Por narcisismo? Estoy en la crecida de la edad, he rebasado los
cincuenta, y estos reconocimientos –de tanto nivel— me confortan.
O
me desengañan: confirmo que a mis años ya no llegaré a más. Mientras uno es
joven todo está por confirmarse y por completarse: es decir, uno puede fantasear
con logros que tal vez vengan. Es la típica ceguera adolescente. La edad, sin
embargo, te pone en tu sitio. A esto llegas: ni más ni menos.
Bueno,
no está nada mal recibir un premio de esta categoría.
Desde
luego, desde luego. En el caso del Premio Manuel Alvar, la satisfacción es
grande: consigues algo que no te habías propuesto y además lo haces escribiendo
como tú quieres: para todos los públicos. No hay nada más difícil. A escribir
para todos los públicos, me refiero.
Llegados
a una cierta edad, lo que hay es lo que hay. Si resulta que la Fundación José
Manuel Lara y la Obra Social de IberCaja te premian, pues sientes orgullo y
mucho alivio. Ese galardón puede interpretarse positivamente: haz lo que debas,
hazlo bien y se te reconocerá. O sea: agradezco mucho a quienes me han premiado.
Pero a la vez les digo con algo de guasa: no saben con quién tratan.
Más
allá del reconocimiento que conlleva el galardón y más allá de la calidad del
trabajo, creo que es una muy buena noticia para los historiadores. Que un ensayo
histórico reciba un premio fuera del ámbito de su disciplina es, sin duda, una
gran noticia para la profesión.
“Que
un ensayo histórico reciba un premio fuera del ámbito de su disciplina”, dices.
Normalmente, los historiadores no escriben ensayos, sino monografías, esas
investigaciones sistemáticas que se levantan con gran acopio documental. El
género ensayístico no tiene buena prensa entre nuestros colegas. ¿Por qué?
Porque tiene algo de parcial, de tentativo, de provisional, de subjetivo: un
ensayo es aquello que alguien escribe cuando no tiene todos los datos, aquello
que escribe porque el tema le
apremia, porque le implica, le complica.
Si
un historiador escribe ensayo parece hacerlo por pereza o por falta de medios:
pudiendo realizar una obra monográfica basada en la consulta documental
exhaustiva --le dicen--, usted opta por dedicarse a un género menor. No es así,
no es así. El ensayo evita la jerga, esos lenguajes que sólo conocen los
profesionales, los colegas: tus pares intelectuales. Está bien que trates de
convencer a los profesionales. Pero no es menos importante persuadir a quienes
no tienen interés o saberes de experto. Esta cuestión es fundamental: los
historiadores han descuidado frecuentemente al público. Y, claro, el público ha
desertado para leer otras cosas no siempre mejores. La escritura tentativa,
provisional, esa aproximación que llamamos ensayo tiene idéntico valor: el
académico decide escribir para que le entiendan quienes no saben del tema o no
tienen motivación. Decide expresarse para intervenir socialmente, para comunicar
con claridad, orden y belleza (si es posible) lo que es una urgencia, un
problema cultural, algo que a todos concierne.
Quizá
el problema está en la fuerza que tiene en nuestra época la ficción. La gente se
forma una idea del mundo a través de las novelas, de las películas, de las
series y de otras construcciones ficticias. ¿Cómo pueden competir los
historiadores contra eso?
Los
profesionales corren ese riesgo que he señalado: que pueden hacer desertar al
lector común por culpa de sus lenguajes abstrusos, que pueden espantar a los
destinatarios de sus obras por culpa de los sobreentendidos, del aparato
crítico, de las notas documentales, de los alardes eruditos. No podemos
maltratar al público lector: no todos son historiadores, pero muchos tienen
interés por el pasado, por ciertos hechos del pasado. No hay que agriar la
lectura con jergas indescifrables; no hay que mortificar... Todos hemos
experimentado gran desazón cuando un profesional, del ramo que sea, nos habla
como experto sin apearse de su argot. Explíquese, por favor. Eso nos gustaría
decirle. Usted ha de ser capaz de indicar lo que tiene que indicar sin oscurecer
la expresión.
En
este sentido la divulgación me parece muy necesaria y útil. Es un instrumento
eficacísimo para transmitir conocimientos ya probados y compartidos por los
historiadores. Pongamos por caso: se escribe una síntesis de lo que se sabe
sobre la Guerra Civil y eso llega al gran público, que se hace una idea cabal
del estado de los conocimientos sobre aquel conflicto. ¿Me parece mal? Por
supuesto que no: si los historiadores no hacen buenas obras de síntesis, otros
llegarán para hacerlas, y no necesariamente mejor, descuidando o saltándose esas
reglas que nos impiden inventar o que nos prohíben forzar el sentido de las
cosas, el significado de los hechos.
Pero
todo no se reduce a la divulgación.
En
efecto. Podemos escribir nuestras investigaciones pensando en un público culto,
pero no necesariamente experto. Podemos escribir nuestros libros dirigiéndolos a
unos destinatarios a los que hay que convencer con nuestra prosa y con nuestros
razonamientos. Si argumentamos con rigor, pero lo expresamos malamente, nos
enajenaremos al lector. Aunque bien mirado, no podemos argumentar expresándonos
malamente.
Sí,
pero un colega nuestro podría decir: es que el asunto que trato es muy difícil y
no puedo escribir de otro modo.
A
esa pega, yo respondería diciendo que siempre hay otro modo de escribir, que las
cosas pueden manifestarse de diversas maneras. Pongamos un ejemplo extremo.
Cuando Karl Marx y Friedrich Engels escriben el Manifiesto comunista, ¿qué abordan?
Abordan, nada menos, que el nacimiento del sistema capitalista. Para ello
presentan, explican e interpretan hechos y acciones humanas que no resultan
evidentes, al menos para sus contemporáneos. Es más: dicen cosas que chocan al
sentido común de la gente y que aún nos chocan. Marx y Engels trataban cosas muy
difíciles, pero fueron capaces de escribir con convicción: para ser leídos. O,
al menos, para ser oídos gracias a la lectura en voz alta.
Por
supuesto, no estoy diciendo que el historiador o el profesional deban escribir
de modo panfletario para ser entendidos. Lo que digo es que han de comunicar
eficazmente y con belleza expresiva. ¿Para qué? ¿Acaso para producir una emoción
propiamente estética? No, no aspiramos a tanto. Yo me conformo con una
comunicación clara que despierte el interés y que haga pensar con y contra el autor, en este caso el
historiador.
Pero
entonces, si te he entendido bien, lo que pides es una escritura de la historia
en la que el historiador esté y se haga presente, una escritura en la que la
subjetividad expresiva no se haya eliminado.
Somos
profesionales y aplicamos protocolos, fórmulas probadas y compartidas. Pero
deberíamos rebasar el mínimo común denominador. Como un médico: cuando se pone
con un enfermo, no le pedimos muchas originalidades, sino que diagnostique bien,
que prescriba bien. Pero a la vez agradecemos cuando el facultativo no actúa
mecánica o fríamente.
Con
los historiadores debería suceder lo mismo. En otros términos: que en lo que
publiques esté tu huella; que en lo que investigues esté tu estilo. ¿Hay algo
que dependa de ti o todo se ciñe a las normas de la profesión? Por una parte, nos sometemos a códigos
comunes; por otra, deseamos afirmarnos. Los novelistas relumbran con sus logros,
con sus prodigios verbales, con su inventiva. Pero son menos originales de lo
que creemos: se atienen a las tradiciones literarias que les llegan; se atienen
a las normas del género. Los investigadores se resignan, aceptan su limitación
expresiva, la verdad de la que dependen. Pero no están condenados a repetir lo
que otros podrían haber averiguado o dicho igual.
¿Puedes
aclarar eso?
Repetiré
cosas archisabidas: la narración novelística es ficticia; la investigación
histórica se atiene a lo documentado. Sin embargo, aparte de relato, la historia
es conocimiento. ¿Eso qué significa? Por un lado contamos, detallamos, ponemos
en orden informaciones. Por otro, hacemos pesquisas, reunimos datos, aspirando a
saber más de lo que el archivo o el documento proporcionan. Tenemos que escribir
como si eso que redactamos fuera lo último que quedara de nosotros. Vamos a
morirnos. ¿Vamos a ser tan descuidados como para dejar una frase mal hecha, mal
concebida, torpe? Hay que esforzarse, colegas. Si nos morimos (como es el caso),
de nosotros no quedará más que polvo. Entonces, ¿a qué ocultarse? En esa oración
final se nos tiene que ver: se tiene que ver la identidad de quien investiga,
acopia, analiza, escribe. La frase histórica es rigor y es comunicación; es
documento y es expresión; es dato y es imaginación. Estudiamos un objeto y
tenemos que contarlo.
Los
historiadores trabajamos con indicios, y a partir de ahí investigamos. ¿Como los
detectives?
Un
detective hace lo que otro detective haría en su situación: también aplica un
protocolo. Pero si tiene intuición y capacidad de convicción, pensará y relatará
su caso con gracia, con conocimiento. Qué menos… Es posible que el informe
policial tenga una sintaxis oscura y maltrecha si el investigador no sabe
contarlo: una pena. Aunque quizá tenga la suerte de disponer de un Dr. Watson,
capaz de narrar sus gestas con prosa cordial e irónica; o tal vez tenga a un Sir
Arthur Conan Doyle, capaz de
escribir con gracia, con talento. Como los historiadores no tenemos a nadie que
nos escriba, hemos de hacerlo nosotros mismos. Y hemos de hacerlo bien: con
oficio y, si es posible, con beneficio. Decía Josep Pla que un artículo hay que
cobrarlo dos veces. Yo no pido tanto: con cobrar alguna
vez…
Quizá
este éxito sirva para mostrar a un público más amplio qué es la historia
cultural y las posibilidades de conocimiento que ofrece. ¿En qué consiste esta
corriente de investigación?
La
historia cultural es una tradición remota y prestigiosa de la historiografía que
ahora, desde hace unos años, ha experimentado una renovación. ¿Qué podemos
entender por tal cosa? ¿Acaso la investigación sobre las grandes obras de la
humanidad? Desde luego, los historiadores culturales no descartan estudiar los
logros eximios, pero analizan también los objetos secundarios e incluso los
subproductos. En realidad, no depende del valor propiamente literario o
artístico. Es una indagación sobre los artefactos, sobre los artificios y sobre
todo aquello que nos distancia de la Naturaleza: o sea, la Cultura. Investigamos
acerca de productos materiales e inmateriales de los individuos y de las
colectividades. Ponemos en contexto las obras del género humano para comprobar
qué hay de común y qué de excepcional en dichos logros. La historia cultural es
aquella que analiza los ingenios, sus medios de producción, sus funciones y
mecanismos. Esta historia examina la cultura, entendiendo por tal lo alto y lo
bajo, lo eximio y lo plebeyo, lo original y lo repetitivo.
El
título del ensayo, La imaginación
histórica, resulta muy sugerente. Has optado por unir "imaginación", una
palabra que enseguida asociamos con la ficción y la fantasía, e "historia", una
disciplina académica que, en principio, ha de atenerse a lo probado, a lo real.
Esta combinación que has escogido sugiere, entonces, que las diferencias entre
una expresión y otra no son tan tajantes, que imaginación e historia no son
conceptos reñidos. ¿Podrías explicar un poco más esta
idea?
Como
decían los antiguos, la imaginación es una facultad del alma que nos permite
hacernos una idea de las cosas que pasan o que podrían pasar. Imaginar es
ponerte en situación, ponerte en una situación en la que ahora no estás, una
circunstancia que no estás viviendo. Imaginar es inferir, presumir, partiendo de
alguna base o prueba o sospecha. Es formarse nuevos planes o proyectos. Los
historiadores no inventan (al menos su deontología profesional les tiene
prohibida tal cosa). Se ciñen a las fuentes, a las informaciones que se albergan
en los archivos o que retienen ciertos testigos. Ahora bien, las fuentes y los
testigos son poco fiables. ¿Por qué? ¿Acaso porque mienten? No necesariamente.
Son poco fiables porque los humanos siempre estamos situados en un punto del que
nos resulta difícil separarnos. Tenemos una visión de las cosas y, lógicamente,
nos aferramos a esa perspectiva. Para desprendernos de nuestro punto de vista
hay que tener imaginación: hay que ponerse en el lugar del otro, intentando
captar sus motivaciones, sus impresiones, sus percepciones. ¿Acaso no es eso lo
que más valoramos en los mejores historiadores?
Marc
Bloch publicó en 1924 Los reyes
taumaturgos. En dicho libro se preguntaba sobre cierta creencia inglesa y
francesa, aquella que atribuía a los monarcas poderes prodigiosos. En Inglaterra
y Francia se creyó durante siglos que los reyes podían sanar en el momento de
ser coronados. Durante el breve lapso de su entronización se pensaba que tenían
capacidades curativas, taumatúrgicas. ¿Qué debería haber hecho Bloch? ¿Condenar
a los antepasados por sostener dicha creencia, tan risible para nosotros? Por
supuesto, el historiador no tiene por qué compartir las creencias más o menos
fundadas de los antecesores, pero debe examinar las razones, los orígenes y las
funciones de las creencias o increencias. Hay que tener imaginación para pensar
como un francés del siglo XV.
Son
muchos los huecos que hay que rellenar, ¿no te parece?
Los
historiadores han de imaginar entre nota y nota, entre documento y documento,
entre dato y dato. Cuando escribimos tenemos una información (cuya fuente
detallamos). ¿Qué hacemos hasta la siguiente información? Los datos históricos
son como los puntos de un dibujo que tentativamente completamos. Como en los
pasatiempos infantiles: trazas la línea que lleva de un punto a otro. Al final,
con mucho esfuerzo, descubres una imagen que no veías. Pues, precisamente,
imaginar es seguir una línea de puntos sin saber si hay algo detrás. Por
supuesto, no soy yo el primero que emplea esta metáfora…
Hablamos de historia y
literatura, del análisis de los textos, de cómo las novelas pueden crear una
“realidad”, los efectos que producen en los ciudadanos. Pero antes de
adentrarnos más en estos aspectos me gustaría que habláramos un poco sobre el
acto de leer.
El acto de leer: me gusta calificar así la
lectura. Es un acto, lo que haces. No es algo pasivo, una recepción de lo que
otro ha concebido, pensado y escrito. Leer es activar mecanismos de comprensión
de lo que está y de lo que no está. Es seguir la línea de puntos y es suponer lo
que no se dice.
Fuera
de las emociones humanas, de los afectos, leer es lo mejor que me ha ocurrido en
mi vida: de hecho, el libro es mi segundo artefacto favorito. Yo veía a mi padre
leyendo y leyendo. Hablo de los años setenta del pasado siglo, por ejemplo. Por
un momento pienso qué habría sido de su existencia si no hubiera tenido ese
escape emocional e intelectual. De jovencito le gustaba leer. Luego el trabajo,
el mucho trabajo, le recortó las horas que dedicaba a dicho placer. Pero se
retiró joven, a los cincuenta y dos años, por enfermedad. Desde entonces ya no
dejó de leer.
¿Ya no
dejó de leer?
Me
remonto atrás. En la España mediocre del franquismo, en ese país roto y baldío,
leer era huir, recuperar lo que la dictadura había fracturado o prohibido. Si mi
padre leía y soportaba aquello, yo también podía aguantar mi adolescencia
tediosa, esa realidad decepcionante que tantos padecemos a los dieciséis o
diecisiete años. ¿Cómo? Con la ficción y con el conocimiento: había que saber
más para poder sobrellevar el aburrimiento y la culpa. O la soledad…
El
libro era y aún es una reparación, un escape. No sólo las novelas: todo texto
hecho con arte o con oficio, tanto poesía o como ciencia, nos auxilian. No para
confirmarnos en lo que creemos ser, sino para salir de nosotros mismos o para
salir de aquella España carpetovetónica o de esta realidad de ahora mismo, tan
mediocre.
La
lectura como evasión, sí. Es una forma de aprender sin dejar de
divertirse.
Si yo
no hubiera leído, aún sería más borrico o más torpe de lo que soy. Y más triste.
Yo no sé lo que me he reído leyendo. No creo tener muchos conocimientos: de
hecho, tengo ignorancias increíblemente grandes sobre asuntos muy comunes, muy
convencionales. De esas ignorancias me avergüenzo. Pero me enorgullezco de lo
que sé que no sé. Nada desconsuela más que ignorar las proporciones de tu
desconocimiento. Tener cultura no es acumular muchos datos para mostrarlos con
arrogancia o pedantería. Es, por el contrario, disponer de recursos para colmar
humildemente tus ignorancias, para saber lo que no sabes, para averiguar aquello
de lo que no tienes datos: todo eso que, en cualquier momento, podrás investigar
o completar. La cultura es curiosidad y es pesquisa, siempre
modesta.
Richard
Ford ha escrito que él aprendió a leer atentamente a los 26 años. ¿Cuándo
aprendiste tú a leer así?
¿Cuándo
aprendí a leer así? A los diecisiete años me hacía reseñas privadas de lo que
iba leyendo. Lástima que luego las haya extraviado (o algo peor: tirado).
Siempre he sido muy desordenado y nunca he dado valor a lo que tengo o escribo,
a lo que consigo. No me gusta regodearme; me gusta avanzar, dejar atrás lo que
ya no podré hacer mejor: para qué solazarse en un logro inferior a tus
expectativas. Aquellas reseñas adolescentes –que me impuse con disciplina— no
podían rebasar las dos caras de un folio. ¿Por qué? Pues porque las que yo leía
en las revistas eran cortas o cortísimas. En poco espacio había que provocar el
interés sin destripar la obra.
Estaba en primer curso de carrera: tuvimos una huelga larguísima y yo
aproveché para leer. Para leer más de lo que comúnmente leía. Tenía la suerte de
disponer de mucho tiempo y me dije: para qué vas a leer cosas que te aburren.
Disfruta con lo que te atrae. Como además yo compraba Triunfo –recuerdo que llegaba a mi
quiosco cada viernes-- fue ahí, en dicha revista, en donde aprendí el arte de la
reseña. Mi primer maestro fue, sin duda, Fernando Savater. Era un tipo que
escribía de lo que se le antojaba y encima se lo pasaba bien: eso se notaba en
las recensiones que publicaba la revista. Fue por aquellas fechas cuando Savater
publicó La infancia recuperada. Tengo
varias ediciones de dicho libro, alguna de ellas prestada y jamás devuelta,
alguna otra extraviada. Mi primer ejemplar data de 1976. Yo tenía diecisiete
años. No compartí ni tampoco entendí todo lo que el joven Savater decía y
defendía. Pero, caramba, qué capacidad para persuadir.
Perdona
que insista: ¿cómo crees que hay que leer? O mejor: ¿qué significa leer?
En
realidad, creo que lo más importante es releer. No hace mucho, una persona que
sin duda me quiere dijo que yo releía muy bien. No he recibido mejor elogio en
mi vida. Es justamente lo que te hace reparar en los detalles para aprender. A
veces, en una primera lectura nos pasan muchas cosas inadvertidas. Luego, al
volver sobre la obra, descubrimos detalles en los que no nos habíamos fijado.
Pienso,
por ejemplo, en el Lazarillo de
Tormes, que tanto protagonismo adquiere en La imaginación histórica. No sé las
veces que he leído dicha obra. Además lo he hecho de distinta manera: a ciegas,
con red, con asistencia, con aparato crítico, con erudiciones prestadas. Cada
vez que vuelvo sobre el Lazarillo,
descubro más cosas sobre mi mundo, el tiempo en el que vivo: contextualizando
esa novela en el siglo XVI, claro. Descubro que somos unos pobres diablos, tan
desorientados y tan ciegos como el personaje que le da coscorrones al
protagonista. Pero descubro también que ver o estar en el lugar de los hechos no
te hace más sabio necesariamente. Lázaro es ciego, deliberadamente ciego, para
lo que no quiere ver. Pues bien, leer con cuidado es abrir los ojos para fijarse
en lo irrelevante. Como el detective de antes, que va a la busca de indicios.
Cierto.
El Lazarillo está muy presente en La imaginación histórica. Ves su
impronta y sus formas en muchos de los personajes que aparecen en las novelas de
Landero, de Muñoz
Molina, de Mendoza…
Sí. Lo
que me gusta de esa novela fundacional es lo patético del personaje, su
condición menesterosa, pobretona. Es un hombre corriente. Corriente, no:
corrientísimo. Es un tipo ordinario que tiene algo que contar, algo que relatar
de su experiencia, que cree aprovechable y que se la narra a Vuestra Merced.
“¿Por qué un chisgarabís de tal pelaje iba a poner su vida por escrito y quién
esperaría que la leyera”, se pregunta Francisco Rico en una de sus ediciones
críticas del Lazarillo. Es eso: un
chisgarabís, palabra bellísima que luego emplea Javier Cercas en Anatomía de un
instante. ¿Qué es lo que quiero decir? Que estos novelistas
imaginan la rutina de tipos ordinarios, poco heroicos, gentes también
corrientísimas que creen tener algo que contar o de los que un narrador cree
tener algo que decir. ¿Para relatarnos qué cosa? La supervivencia y la
experiencia de individuos, en este caso de varones, que son tan previsibles o
tan comunes como nosotros. O como Lázaro de Tormes.
Precisamente,
otro de los autores del que te ocupas en tu libro es Javier
Cercas. Su cuarta novela, Soldados de Salamina (2001), fue
un gran éxito editorial. Fue leída por miles de ciudadanos. ¿Crees que su
lectura cambió o matizó la imagen que muchos teníamos sobre la Guerra Civil?
No sé
si su novela fue leída por miles de ciudadanos. Sé que se vendieron muchos
ejemplares. Y aún se venden: en edición noble o en ediciones económicas. ¿Por
qué razón? Por distintas razones: desde la fotografía de la cubierta, tan
llamativa e incitadora, hasta el título, con resonancias clásicas; desde la
historia (la de un tipo corriente que salva a otro) hasta la patética búsqueda de un héroe por parte del
narrador (algo muy propio de nuestros días tan descreídos). ¿Cambió la imagen
que muchos teníamos de la Guerra Civil? No sé, supongo que sí. Pero, si me
permites, me interesa más la historia en la novela como elemento interno que la
historia externa y su traslado en la ficción.
¿Puedes
explicar eso?
La
imaginación histórica
es el desarrollo de dicho argumento. No se trata de rastrear en las novelas el
referente externo, el marco contextual más o menos documentado que un autor
introduce en una ficción, cosa que en Cercas es indiscutible. Para saber sobre
el 36 o sobre el 39 solemos recurrir a obras propiamente históricas, a
monografías que han investigado y examinado lo realmente sucedido, la huella que
ha quedado en las fuentes. ¿Entonces? ¿Qué hacemos con el pasado en la ficción?
Desde mi punto de vista, lo histórico no se busca en la novela. Lo histórico
está en la novela bajo distintas formas. No me refiero, insisto, a los
datos fehacientes y probados que este autor u otro incorporan, sino al pasado
literario que los escritores reciben y que revisan con ironía o con dolor. Hay
mucha ironía en Cercas (y dolor: Cercas es un escritor al que se le nota el
aprecio por lo trágico). Para empezar, porque el propio narrador se llama como
el autor, aunque no sean intercambiables: lo que le pasa a uno es parecido a lo
que le pasa al otro.
Tenemos
colegas, historiadores, que prefieren ponerse a rastrear los datos históricos.
Yo no creo que eso sea significativo. No estamos ante novelas históricas
(propiamente hablando), sino ante ficciones que toman el pasado como fórmula
para tratar cosas muy actuales, un tiempo pretérito que hoy sigue provocando
efectos y afectos.
En los
últimos tiempos hemos asistido en España al auge de la ficción histórica. De
hecho, algunas de las obras que analizas o mencionas podrían considerarse como
pertenecientes al género. Pienso en Soldados de Salamina, en Riña de Gatos. Madrid, 1936, en
La noche de los tiempos o en Un día de cólera. Muchas novelas
ambientadas en tiempos remotos se esfuerzan por conseguir un rigor histórico que
en algunos casos se antoja excesivo. La trama y la ambientación deben ser
verosímiles, cierto, y el lector debe “creerse” el mundo en el que entra cuando
abre un libro. Sin embargo, algunos novelistas parecen más preocupados en
recrear fielmente, hasta el más mínimo detalle, el pasado en el que se
desarrollan sus novelas, que en presentar de forma convincente los conflictos y
dilemas propiamente humanos. ¿No te parece que se están mezclando y confundiendo
así dos tipos de verdad, dos verdades diferentes?
Pues
sí. Convengo en ello, pero este reproche no se lo haría a Eduardo Mendoza o a Antonio Muñoz Molina, dos de mis
autores preferidos. Detesto las novelas que son fieles a una época, a una
reconstrucción histórica, si ello va en detrimento de la verosimilitud y del
conflicto humanos. Prefiero las novelas en las que no pasa casi nada a aquellas
otras en las que todo sucede rápida y copiosamente. Prefiero las ficciones en
las que parece no ocurrir nada a aquellas otras en las que hay un empacho de
hechos y de datos. Prefiero la morosidad interior del narrador que examina y se
examina a la sucesión vertiginosa de acontecimientos. Quizá por ello me gusta
tanto Thomas Mann. Pienso, por ejemplo, en La muerte en Venecia (1912). ¿Qué pasa
exactamente? El narrador en tercera persona nos cuenta lo que le ocurre al
protagonista, Gustav von Aschenbach, una anécdota menor, un amorío que
trastorna. Lo cuenta sin que sepamos con certeza si lo que ve o cree ver Von
Aschenbach es lo que realmente acontece.
O
pienso otra vez en el Lazarillo de
Tormes. ¿Qué es lo mejor de dicha novela? ¿Los episodios o el punto de
vista? Francisco Rico lo dijo hace años y aún se mantiene así: lo interesante de
Lázaro es su autoexamen (muy condescendiente); lo interesante es cómo se juzga y
cómo analiza y cuenta lo sucedido para salvarse y para creerse a salvo. Es un
pobre diablo, ya digo, pero él se ve con orgullo. No sabe o no quiere ver que es
un cornudo, la razón del caso que
relata. Las novelas sirven para contar las vidas de seres irrelevantes y de
triste destino, como la del escritor alemán Gustav von Aschenbach, perdidamente
enamorado de Tadzio, o la del pregonero de Toledo: Lázaro de Tormes, que se
observa a sí mismo con gran indulgencia y mucha compasión.
Espero
que tengas éxito editorial con este libro.
¿Éxito
editorial? Me pregunto qué es eso. ¿Vender muchos ejemplares? Sin duda, es un
dato inapelable. Ojalá fuera mi caso. De todas maneras, las cosas están muy
trastornadas. Vivimos un tiempo muy desconcertante e interesante: muchos libros
están en papel y están en formato electrónico. Las ventas no son equivalentes.
Un éxito del papel no tiene por qué corresponder a un suceso digital. Y al
revés: en las tiendas electrónicas, ciertos libros son un éxito sin su
equivalente tradicional. Es más, ¿cómo medimos el éxito o el fracaso de una
obra?: ¿con las ventas, con el aprecio de tus iguales o con el reconocimiento
del público? ¿De qué publico?
Me
gustaría que la historia no fuera tediosa y que encontrara a unos lectores
ávidos. Me gustaría que los historiadores no aburriéramos: que fuéramos
rigurosos y que nos atuviéramos a la verdad. La historia es una investigación,
una puesta en orden de lo que ocurrió. Te ayuda a entender lo que ahora sucede.
Es paradójico: echas un vistazo al pasado para captar qué acaece en este
momento. Pero es también una explicación de lo que los individuos no vieron o no
supieron ver y una interpretación de lo que hicieron y de los argumentos,
pretextos o motivos que se dieron para actuar. O de lo que ni siquiera
pasó.