Aunque el desarrollo de la política internacional durante el siglo XX haya
avalado con hechos los deseos y las conjeturas expuestas en la famosa doctrina
política que toma su nombre de James Monroe, quinto presidente de los Estados
Unidos, persiste todavía una América que ha logrado escapar a ese innato afán
acaparador y expansionista de los estadounidenses. Esa otra América, que ha sido
real y que es imaginaria, que se ha estudiado sobre el terreno y que ha flotado
en los sueños de todos aquellos europeos que han intentado entender y comprender
la esencia de los Estados Unidos y el carácter de sus gentes, es la que yo llamo
– contradiciendo a Monroe – “América para los no americanos”. Es la imagen más o
menos distorsionada y deformada que – a fuerza de ser evocada – todos los
europeos nos hemos forjado de los Estados Unidos de América. Una fotografía
mental que, por muy lastrada y condicionada que esté – que lo está – por los
tópicos, prejuicios y apriorismos que caracterizan a la visión europea de lo
americano, no deja de ser nuestra imagen de algo y, por tanto, lo primero
en lo que pensamos cada uno de nosotros cuando oímos hablar de los Estados
Unidos de América.
Desde que hace ya más de siglo y medio el vizconde
francés Alexis de Tocqueville emprendiera su recorrido por tierras americanas y
plasmara sus impresiones en ese referente para el pensamiento europeo sobre los
Estados Unidos que es La Democracia en América, hasta el momento en que
escribo estas líneas, han sido numerosos los estudiosos o curiosos europeos que
han sentido – muchos de ellos después de viajar a los Estados Unidos y
comprobarlo in situ – la necesidad de intentar explicar algo que para mucha
gente todavía es inexplicable: la razón por la cual un pueblo nacido a partir de
la emigración europea y, por ello, llamado – en principio y por lógica – a
compartir con nosotros ciertos rasgos del carácter y formas de ser que se
suponen inherentes a la raíz común que nos une, manifiesta en cambio en su
estilo de vida, una serie de actitudes y comportamientos que en poco o en nada
se asemejan a lo que el europeo común considera racional o, cuando menos,
razonable. Desde la nómina de ilustres sociólogos alemanes – Max Weber, Werner
Sombart, Theodor Adorno, Max Horkheimer o Hannah Arendt, por citar sólo a los
más conocidos – que a lo largo del siglo XX viajaron o se establecieron en los
Estados Unidos y dedicaron parte de su obra al análisis comparativo entre las
instituciones americanas y las europeas, hasta la última hornada de filósofos y
sociólogos franceses como Jean Baudrillard, Bruce Bégout o Bernard Henri-Levy,
que también han reflexionado sobre el comportamiento social de los americanos
tras su paso por el país de las barras y estrellas, han sido muchos los viajeros
europeos que han descrito y admirado, con aprecio o con desafecto, pero siempre
con un gesto de fascinación, una realidad diferente y contradictoria respecto a
la que dejaban atrás en el llamado Viejo Continente; ni mejor ni peor,
simplemente distinta, desigual.
Son tantas y tantas las costumbres y las
formas que americanos y europeos no compartimos, los modos distintos de pensar
sobre un mismo asunto y la distancia existente entre el credo de valores
defendido por los estadounidenses y el considerado como aceptable por nosotros
los europeos, que considero innecesaria y casi imposible, la tarea de enumerar
cada una de estas discrepancias entre una sociedad y la otra. A lo largo de este
libro recordaremos algunos de esos contrastes, quizá los más conocidos y
llamativos, por ser también los más chocantes. Así de entrada, a cualquiera de
nosotros le llaman la atención determinados aspectos de la vida americana que,
aun a fuerza de repetirse y de explicarse hasta la saciedad, no dejan de
provocar el asombro de algunos y el sonrojo de otros muchos. Cuestiones tan
populares y arraigadas en la mentalidad colectiva americana como el profundo
sentimiento religioso y de devoción absoluta que impregna la vida de todo
americano, o el fervor puesto en la defensa del derecho a poseer y usar – cuando
la situación lo requiera, se supone – armas de fuego, son cosas que, por mucha
insistencia que se ponga en justificarlas y argumentarlas, no le entran en la
cabeza a miles y miles de europeos que, dicho sea de paso, tampoco realizan
ningún esfuerzo por asimilarlo. La misma incomprensión y confusión se apodera de
aquel europeo que comprueba todos los días en las noticias que ofrecen la
televisión y los periódicos que, en pleno siglo XXI, a los americanos todavía
les parece pronto para pensar en crear un sistema de asistencia sanitaria
parecido a nuestra querida y no siempre bien valorada Seguridad Social. O
aquellos que se enteran – vía un capítulo de la serie Los Simpson – de
que en algunas escuelas americanas se enseña la llamada teoría del Creacionismo
(“Dios creó al hombre a su imagen y semejanza”, en el sentido literal) porque
sus responsables no se han querido enterar de que un tal Charles Darwin publicó,
allá por 1859, un libro – El origen de las especies – en el que le dio
por afirmar – ¡a quién se le ocurre! – que el hombre descendía del mono.
Y bueno, si todo esto nos ha costado de entender (no digo comprender,
porque muchas cosas de los americanos las entendemos pero no las comprendemos),
capítulo aparte merecen aspectos más profanos en apariencia, pero más profundos
e importantes en el corazón del homo sapiens europeo, como el hecho inaudito de
que hasta hace cuatro días (si es que ahora lo han remediado, cosa que tampoco
está del todo clara), a los americanos no les haya interesado el fútbol. En qué
cabeza cabe, se habrá preguntado muchas veces el europeo de a pie mientras da
forma a sus reflexiones balompédicas, que un país entero, desarrollado e
industrializado, moderno y preparado, no reconozca el irrefutable atractivo
intrínseco y el innegable valor humano que destilan y derrochan los veintidós
hombres con pantalones cortos que corren sobre un rectángulo de césped detrás de
una pelota con el afán de introducirla en un espacio delimitado al que ellos
llaman portería. Simplemente inconcebible.
En cualquier caso, todos
estos abismos que separan a los europeos de los habitantes de los Estados
Unidos, todos estos elementos de contradicción entre nuestra mentalidad y la
suya, nos remiten a una conclusión importante que, sin aclarar en absoluto el
irresoluble enigma de esta diferencia de caracteres entre un pueblo y otro, si
que nos puede servir para iniciar un camino que, en un futuro a largo plazo, nos
permita a ambas partes estar cada vez más cerca de la comprensión mutua y el
enriquecimiento recíproco. La conclusión a la que he llegado tras escribir estas
páginas y después de muchas lecturas y reflexiones, debe mucho a una idea
expresada en su día por el sociólogo alemán, Claus Offe:
“América”, término que aquí y allá se ha impuesto como la denominación
usual del territorio de los Estados Unidos, no es para los europeos un arbusto
exótico, sino más bien una rama del mismo tronco. ¿Cómo ha sido posible entonces
que esta rama dé flores y frutos tan poco familiares? América evoca aquella
pregunta que carecería de todo sentido hacerse respecto de Asia o de África: la
pregunta acerca de sí con el correr del tiempo terminaríamos siendo como ellos o
acaso ellos como nosotros; o bien, si alguna de estas posibilidades viniese al
caso, cómo deberían comprenderse y evaluarse las diferencias persistentes
(Autorretrato a distancia: Tocqueville, Weber y Adorno en los Estados
Unidos, Madrid, Katz Editores, 2006, pp. 10-11).
A partir de
este sugerente planteamiento de Offe con el que me identifico plenamente, llego
a la convicción de que, efectivamente, parece existir un punto de partida
equivocado, al menos a mi juicio, en todas esas miradas tergiversadas y
desproporcionadas a las que me he referido, en todos esos análisis de naturaleza
y vocación inequívocamente comparativa, que los europeos venimos haciendo cada
vez que una realidad americana altera nuestro esquema mental y lo perturba de
algún modo, obligándonos a un replanteamiento siempre incómodo de nuestro punto
de partida. Ese error de origen tiene mucho que ver con la pregunta que se
formula Offe y con el hecho de que, a lo largo de las últimas décadas (sobre
todo a partir de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando los
Estados Unidos quedan geográficamente formados y se consolidan como esa entidad
política y cultural que conocemos hoy en día), todos los análisis y estudios
realizados por los europeos, todas nuestras miradas y todos nuestros reproches,
se han dirigido hacia esa entidad opuesta partiendo de una premisa según la
cual, como dice Offe, la evolución histórica y paralela de nuestras sociedades
únicamente podía terminar de dos formas distintas: o bien los europeos
acabaríamos por imitar y copiar a los estadounidenses en su estilo y su forma de
vida, en su organización política y en sus instituciones sociales y económicas;
o, por el contrario, serían ellos los que, una vez convencidos de que vivían en
el error, buscarían su redención a través de la importación y la adopción de
todo aquello que podemos englobar en la categoría de lo europeo, en el sentido
clásico del término.
Este dicotómico y absurdo enfoque, basado en el
infantil y maniqueo supuesto de que lo mío siempre es mejor que lo tuyo por el
simple hecho de que es lo mío, se encuentra para mí, si bien matizado y ampliado
con argumentos y razones que sobrepasan los límites de estas páginas
introductorias, en la base y en la raíz de la larga historia de incomprensión
recíproca entre los Estados Unidos y Europa. Que yo sepa, cuando hemos oído
hablar de África, de Asía o de Oceanía, ningún europeo se ha planteado estas
preguntas, nadie puede llegar a pensar – sea posible o no – que dentro de veinte
o treinta años, dentro de cincuenta, en China o en la India, en Tanzania o en
Mauritania, vivirán igual que viven ahora los habitantes de Paris o Londres,
bajo el mismo régimen político, económico y social, y compartiendo una misma
cultura. Al menos yo, no me lo he planteado nunca. Sin embargo, sí se lo han
planteado muchos europeos que, con mayor o menor tino, han intentado realizar
auténticos ejercicios de comprensión de una cultura americana que nos resulta
tan distante.
Es cierto lo que decía Baudrillard en América:
los Estados Unidos son un laboratorio perfecto para estudiar todas y cada una de
las manifestaciones de la vida moderna, puesto que allí se dan como en ningún
otro lugar del planeta. También es cierto, y convengo en esto con el sociólogo
francés, que todos hemos mirado a los Estados Unidos alguna vez, con los mismos
ojos fiscalizadores e inquisitivos con que los antropólogos han estudiado las
sociedades primitivas, con esa mezcla de atractiva pasión por lo que nos es
extraño y de prejuicios ante lo que nos resulta diferente. Sin embargo, me
pregunto si no es hora ya de que abandonemos esta mirada antropológica de quien
estudia una tribu ajena con la que nada comparte, e intentemos realizar un
verdadero esfuerzo por cumplir ese ideal imposible que es meterse en la piel de
otras personas y, a través de la empatía, intentar comprender mejor esa América
que tanto nos gusta y nos disgusta a todos: la “América para los no
americanos”.