Por alguna razón, la noción de memoria colectiva, que es habitual, que es
frecuente entre nosotros, y cuyo uso se constata en el ámbito académico, en la
vida corriente y en los medios de comunicación, me produce incomodidad. Me
produce malestar como individuo, y este hecho, simple y particular, me obliga a
interrogarme. ¿Por qué razón experimento esa desazón cada vez que oigo
apelaciones enfáticas o suaves a la memoria colectiva? ¿Será acaso por las
condiciones en que nací y crecí? Nací cuando acababa la autarquía franquista,
cuando despuntaba un desarrollo turístico que parecía amenazar la estabilidad
del orden católico, cuando empezaba la oposición universitaria al Régimen y,
sobre todo, cuando comenzaba la televisión, cuando comenzaban las emisiones de
la televisión en España. Es decir, pertenezco a la primera generación
estrictamente catódica, aquella primera generación que aprendió a ver
televisión, el mundo y el entorno cuando los severos programadores de Prado del
Rey aprendían también su uso y su gestión. Nací, además, en el seno de una
familia adaptada al Régimen, una familia que no se consideraba ni vencedora ni
derrotada, una familia característicamente contemporizadora, propia de lo que se
llamó el franquismo sociológico, y en la que se mezclaban el miedo, el silencio,
la resignación. Era ésta una familia en la que fue frecuente la invocación del
pasado colectivo, el recuerdo de un desastre y de un pánico, el de la guerra.
Mis mayores hacían continuos ejercicios de memoria o lo que ellos creían que
eran constantes ejercicios de memoria para instruirme, para educarme, para
aplacarme. Insisto: ¿por qué me molesta tanto la apelación habitual y pública
que en España se hace a la memoria colectiva? A este individuo que se
desconcierta con ese malestar y con una desazón antigua, tratará de responder el
historiador, ese historiador que fue adolescente y que ha crecido, que ha leído,
que ha estudiado y que no contesta sólo con emociones, con rencores y con
afectos. Intentaré responder con frialdad y con pasión. Decía Nabokov que
deberíamos escribir con la frialdad del poeta y con la pasión del científico.
Trataré de responder con la temperancia del historiador.
¿Qué tarea es
la que emprende un historiador cuando entrevista a los supervivientes de un
hecho que investiga, cuando rastrea las huellas dejadas por los protagonistas de
un suceso en un documento escrito y ya cuarteado, en un documento que amarillea,
cuando examina el trazado urbano de una urbe en la que aprecia atisbos y
vestigios de otros tiempos? ¿Qué pesquisa es ésa, la que lleva a cabo nuestro
personaje, cuando se empeña en averiguar algo ignorado por sus contemporáneos,
algo que, en principio, sólo a él le interesa y que les sucedió a unos
antepasados remotos? ¿Rememora? Es común designar dichas actividades con ese
verbo o con otros sinónimos. Lo que llevaría a cabo ese investigador --suele
decirse-- es hacer memoria de unos hechos olvidados. Desde antiguo, en nuestro
lenguaje corriente, son frecuentes estas expresiones y con ellas nos referimos
al pasado, a ese pretérito perfecto, acabado, al que regresaríamos con el fin de
evocarlo, de desenterrarlo, de recuperarlo, de refrescarlo, de despertarlo. Es
tan habitual esta forma de hablar, es tan clásico ese modo de designar las
cosas, que empleamos dicho verbo o sus sinónimos de manera literal, como si no
tuvieran un sentido figurado, como si no fueran resultado de operaciones
analógicas, como si no fueran analogías. Y, sin embargo, son eso justamente,
expresiones figuradas, y no denotan un acto, no describen al pie de la letra,
sino que nos dan una representación sólo aproximada de algo que no es posible en
esos términos literales. Salvo que evoquemos hechos en los que tuvimos una
participación directa, excepto que rememoremos circunstancias de las que fuimos
testigos o en las que nos vimos involucrados, decir que una investigación
histórica sobre el pasado es hacer memoria es, cuando menos, una licencia del
lenguaje, una licencia que nos concedemos para pensar lo colectivo con un
recurso individual. Esta licencia del lenguaje la empleamos porque asociamos un
almacén de vestigios y de testimonios como el depósito de las reminiscencias.
¿Es legítimo hacerlo así? Es legítimo, por supuesto, porque hay una analogía de
por medio --como nos recuerda Paul Ricoeur--, pero, como añade por su parte
Todorov, esa lícita analogía suele entrañar --más de lo que estamos dispuestos a
admitir-- múltiples problemas, usos arteros. Invocando la necesidad de ejercer
la memoria por parte de una colectividad, apelando a la memoria de un pueblo o
de otro agregado más o menos vasto, ha sido frecuente exigir de los
contemporáneos pertenencias irrevocables, ataduras indesligables, herencias
evidentes, expropiándoles de su primera condición que es la de ser individuos,
la de ser actores finitos y contingentes. Aunque sólo fuera por eso, la idea de
memoria colectiva, que --insisto-- la entiendo y cuyo uso comprendo, me resulta
dudosa, incluso antipática. La movilización general, ese odioso invento moderno
que excita en nosotros el ardor guerrero, llevó a millones de europeos al frente
de batalla en 1914 para inmolarlos. La estupidez criminal y la sordidez homicida
se basaron en el deber de memoria, en el respeto de la identidad nacional y en
la fidelidad a los muertos de siglos atrás. Permítanme, pues, distanciarme algo
de la necesidad de esa invocación y que emprenda un discurso --insisto-- algo
distinto.
La memoria no es una facultad que
tenga por meta lo cierto; la memoria es una función desigual y engañosa que
lleva a cabo operaciones muy poco fiables, incluso contrarias a la
verdad
Regresemos a la pregunta que antes me
formulaba. ¿Es efectivamente posible hacer memoria de un episodio ocurrido hace
sesenta años por parte de un historiador que no estuvo en el lugar de los
hechos, un individuo que ni siquiera había nacido? Reparemos brevemente en el
caso de la fuente oral, la forma o el soporte documental que, de entrada, se nos
antoja más próximo al ejercicio de la memoria. Supongamos que la tarea del
investigador sólo fuera dar expresión escrita a la evocación de los
protagonistas, supongamos que sólo fuera la suya la labor del amanuense que
transcribe el relato verbal de un acontecimiento dictado por los supervivientes,
supongamos que sólo fuera la suya la empresa objetiva de registrar notarialmente
lo que otros dicen o sostienen. ¿Estaríamos entonces ante un auténtico acto de
memoria? En primer lugar, lo usual es que no todas las evocaciones coincidan,
que haya conflicto de relatos, que haya incongruencias entre esos registros. Por
tanto, como mucho, nuestros historiador no haría memoria, sino que recopilaría
memorias, así en plural, yuxtaponiendo en ordenada sucesión narraciones de
hechos que no son completamente coherentes entre sí, añadiendo una tras otra. En
segundo lugar, no menos frecuente es el deterioro de las evocaciones posibles,
es decir, no todas las exhumaciones de recuerdos las hacen los auténticos
protagonistas o principales testigos, porque la muerte ha eliminado a algunos de
aquellos testimonios imprescindibles y porque el paso del tiempo ha erosionado
la viveza y la fidelidad con que los supervivientes recuerdan. Por tanto, esas
memorias no siempre serían las mejores o las directamente relacionadas con los
hechos evocados. Si las memorias no coinciden en su relato de los hechos
antiguos o remotos, próximos y recientes y si los recuerdos no siempre son los
mejores, los más fieles, los más directos, la tarea del historiador no puede
limitarse a ser el registro o transcripción de palabras. Más aún, al margen de
la calidad de las evocaciones, al margen de la exactitud y congruencia de esas
rememoraciones, el historiador interviene creando las condiciones que hacen
posible el recuerdo y, por supuesto, al intervenir modifica, puesto que la
observación altera lo observado al establecer un espacio y un tiempo que no
estaban dados de antemano. Por tanto, los recuerdos de sus testigos son
inducidos, estimulados, y esa tarea del historiador, que es la básica, que es la
fundamental, al crear él mismo el documento oral, no se identifica con la
memoria porque es algo externo, completamente artificial. Pero cambiemos ahora
de argumento y reparemos en esas memorias individuales de las que el
investigador haría registro o transcripción.
En principio, la memoria es
una facultad individual, una función de nuestro aparato psíquico; pero es
también el recuerdo mismo, la evocación concreta. Crecemos, maduramos,
envejecemos y nuestra vida se adensa, se satura con recuerdos de circunstancias,
de acontecimientos: en nuestro interior se agolpan y se yuxtaponen evocaciones
que se alojan al margen de la importancia que a esos hechos recordados les
demos, al margen de la relevancia histórica o personal. Hay cosas que nos dejan
indiferentes y que, por razones que ignoramos, persisten en nuestro fuero
interno, lascas o minucias del pasado que perseveran en nuestro interior. Pero
hay, además, otras cosas que jamás nos han sucedido, fantasías de hechos no
ocurridos, laceraciones de las que creemos haber sido víctimas, audacias que nos
atribuimos, quimeras o actos inexistentes que, sin embargo, --permítanme esta
metáfora espacial-- se depositan en nuestra psique, ocupando un lugar,
desplazando incluso el recuerdo de hechos verdaderamente acaecidos. Es decir, en
el ejercicio de la memoria se da la evocación de acontecimientos reales y de los
que hemos sido protagonistas o testigos; se da también el recuerdo de episodios
menores que, por algún azar asombroso, los retenemos sin que haya circunstancias
especial que lo justifique; se da, en fin, la rememoración de hechos no
sucedidos, de hechos que no nos han ocurrido, y que, por alguna suerte de
prodigio o de delirio, de mentira piadosa o de herida irrestañable y dudosa, los
tomamos como ciertos, hasta el punto de tener de ellos una imagen vívida,
literal.
La historia, la disciplina
histórica, no es sinónimo de memoria, sino que es más bien un antídoto contra la
memoria, esas falacias y coherencias absolutas de la reminiscencia (...) La
historia me enseña cómo han cambiado las cosas, no la identidad
inmóvil
La memoria no es un atributo
secundario: es nuestra principal cualidad. Después de la muerte, lo peor que nos
puede suceder es justamente perder la memoria, olvidarnos de nosotros mismos,
que es la forma de eliminar una identidad. Identidad es eso, lo que es igual a
sí mismo, lo que perdura por encima o por debajo de lo diferente. Recordar es
sobre todo recordarnos e ir añadiendo uno tras otro los hechos que nos
constituyen y que son jirones de nosotros mismos, restos de carne y de piel,
trozos adheridos. Ahora bien, la memoria no es una facultad que tenga por meta
lo cierto; la memoria es una función desigual y engañosa que lleva a cabo
operaciones muy poco fiables, incluso contrarias a la verdad; la memoria es
relato, una narración en la que se encajan y en la que se hacen congruentes
hechos, circunstancias, episodios; pero la memoria es sobre todo un sentido de
las cosas, el significado que otorgamos a lo que recordamos. Olvidar no es una
tragedia. De hecho, en el caso de que fuera posible, recordarlo todo aún sería
peor. Cuando tropezamos con este hecho y con este argumento es costumbre citar
el célebre apólogo de Borges. Permítanme también esta rutina. Funes el memorioso
vivía en un eterno presente multitudinario de hechos populosos y antiguos que se
le agolpaban impidiéndole pensar. El personaje de Borges era patético justamente
por eso, porque no podía olvidar, que es lo más parecido al infierno, a ese
espacio enorme, abarrotado, lleno de minucias y de detalles, repleto de
abalorios inútiles de los que no podríamos desprendernos.
Lo que es
dramático, lo que es verdaderamente dramático, no es el olvido, sino perder el
sentido que le damos a lo que nos ha sucedido, perder el sentido de lo que
recordamos; lo verdaderamente doloroso es ignorar el sentido particular y
general que cabe dispensarle a los hechos que han constituido o que creemos que
han constituido nuestra identidad. Nuestra vida es un relato o, mejor aún, una
sucesión no siempre ordenada ni congruente de relatos en los que nos narramos y
nos explicamos, encajamos piezas con un significado. Pese a lo que se cree, el
psicoanálisis no es sólo recordar lo que se había olvidado, no es sólo hacer
regresar lo que estaba reprimido; el psicoanálisis es principalmente un
ejercicio de resignificación, un nuevo sentido con que me invisto para evitar
que hechos dolorosos, que fantasmas persecutorios, que miserias antiguas, reales
o fantaseadas, me sigan dañando; el psicoanálisis no es recordar, es recordar
con sentido, incluso con un sentido distinto aquello que jamás habíamos
olvidado.
En la existencia corriente es más doloroso perder el
significado global de lo poco o mucho que recordamos, el relato que nos da
asiento y estabilidad, aunque sea dañino, que olvidar este o aquel hecho. Es
decir, muchas veces preferimos vivir en la mentira, en el sentido engañoso de
las cosas pasadas, que afrontar las verdades incoherentes y fragmentarias de
nuestro ser. Por eso, en la vida ordinaria lo falaz no suele ser el fardo del
que corajudamente nos desembarazamos; por eso, no nos aprestamos todos e
inmediatamente a buscar la verdad. Deseamos antes una mentira coherente y
estable que una verdad hecha añicos. Más que perseguir lo cierto, andamos tras
lo congruente, aquello que hace consistente y duradera mi identidad, aquello que
da estabilidad y sentido a mi biografía. Podemos vivir en la mentira, podemos
crecer, madurar y morir envueltos en recuerdos engañosos, en recuerdos creadores
o encubridores, y sin embargo no sentir fastidio, no sentir la doblez de nuestra
vida. La idea de sucesión con que pensamos nuestra vida requiere un relato. Eso
es lo capital, no lo que recordamos o el número de las cosas que recordamos. Si
me permiten hacer una analogía, diría que el historiador y el psicoanalista van
contra esta tendencia común, es decir, se proponen desestructurar el relato de
memoria que nos hemos dictado, las falacias, pero también las cómodas
coherencias que nos dan estabilidad al margen de la verdad. ¿Habrá en ello, en
la tarea de ambos profesionales, un similar propósito
terapéutico?
Hablamos de memoria colectiva, pero admitamos de una vez que
las sociedades no recuerdan por la sencilla razón de que carecen de aparato
psiquíco, por la mera razón de que carecen de cerebro rector. Eso, justamente,
era lo que le reprochaba Paul Ricoeur a Maurice Halbawchs. Sin embargo, hay
personas diferentes, individuos distintos, que aceptan que tal cosa es posible,
que podemos recordar colectivamente. Es una paradoja: decimos hacer memoria
colectiva cuando los hechos que no nos pertenecen, que sólo pertenecieron o le
pasaron a un tercero, los expresamos como propios, como si estuvieran alojados
en nuestros interior en forma de recuerdo. Pero esto es algo más que una
paradoja: es un proceso real. Como somos objeto de socialización, de
aculturación, nos hacen crecer con recursos, hechos y legados del pasado que no
son nuestros pero a los que se les da ese sentido y que son o forman parte de
nuestro relato personal. Nos hacen crecer con un relato o relatos de episodios y
de significados que sólo otros vivieron y que los tomamos como propios, como la
narración en la que he de incluir mi vida y mis reminiscencias. A eso lo
llamamos memoria colectiva, pero, hablando con propiedad, hemos de recordar el
hecho simple, trivial pero cierto de que no hay memoria real, hay una narración
de circunstancias pasadas que se nos lega como patrimonio personal. Las
identidades colectivas se han forjado así. Recuerda lo que hicieron tus
antepasados –se nos dice--, evoca sus gestas, no olvides aquello que nos une a
ellos y a nosotros, porque lo que ellos hicieron forma parte de ti. Has de saber
de dónde venimos, has de retener cuál es la filiación y cuál es tu progenie, has
de conservar su legado, la huella que hay en ti. Sin embargo, quien más
inteligentemente se ocupó de estas cosas, de la memoria colectiva, Maurice
Halbawchs, ya lo dejó dicho: la memoria y la historia no coinciden, son cosas
diametralmente distintas, ya que en cuanto interviene el historiador el relato
del pasado no se atiene a los principios de reminiscencia de que disponemos.
Recientemente, Pierre Nora lo ha subrayado con tino. Permítanme, para ir
acabando esta reflexión, reproducir un pasaje de una de sus obras más
influyentes: "La memoria es la vida, siempre acarreada por los grupos vivos y, a
este respecto, está en evolución permanente, abierta a la dialéctica del
recuerdo y la amnesia, inconsciente de sus sucesivas deformaciones, vulnerable a
todos los usos y manipulaciones, susceptible de estar latente durante mucho
tiempo y de manifestar súbitas revitalizaciones. La historia es la
reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es. La memoria
es siempre un fenómeno actual, un vínculo vivido en el eterno presente: la
historia, una representación del pasado. Dado que es emocional y mágica, la
memoria sólo se acomoda a aquellos detalles que la confortan: se nutre de
recuerdos borrosos, chocantes, globales o flotantes, particulares o simbólicos,
sensibles a todas las transferencias, velos, censura o proyecciones. La
historia, en tanto que operación intelectual y laica, apela al análisis y al
discurso crítico”.
La historia me enseña cómo han
cambiado las cosas, no la identidad inmóvil que es un relato que mancomuna el
pasado con el presente como si nada se modificara
Por
tanto, la historia, la disciplina histórica, no es sinónimo de memoria, sino que
es más bien un antídoto contra la memoria esas falacias y coherencias absolutas
de la reminiscencia. La auténtica labor histórica no debería afirmar identidades
estables entre el presente y el pasado, sino que debería abrir una brecha entre
yo y mis antepasados, debería mostrarme lo que nos separa, el abismo que nos
distancia, los pasados posibles y descartados que la memoria justamente reprime
o cancela. La historia me enseña cómo han cambiado las cosas, no la identidad
inmóvil que es un relato que mancomuna el pasado con el presente como si nada se
modificara. Los historiadores del ochocientos --y otros muchos del novecientos--
se empeñaron, sin embargo, en asumir la identidad entre historia y memoria. ¿Por
qué razón? ¿Porque ignoraban la función de su disciplina? No, por supuesto. La
razón es otra y bien simple: porque fueron reclamados como creadores y gestores
de una nacionalización en curso o ya establecida, y aún hay colegas, muchos
colegas que se dejan seducir por esta invitación; porque fueron convertidos en
legitimadores de un agregado que precisaba argamasa, un cemento expresado bajo
la forma paradójica, imposible, pero políticamente eficaz, de recuerdos comunes,
antiguos, remotos o recientes.
Si la memoria individual es fuente de
malentendidos, de recuerdos creadores, es decir, de falsos recuerdos; si la
memoria individual es un semillero de recuerdos encubridores, esto es, de
evocaciones de hechos ciertos pero menores, irrelevantes, que tapan, que
ocultan, otros dolorosos o graves, ¿qué podemos decir de la analogía que
convierte el pasado en memoria colectiva de los contemporáneos? La memoria es
relato estable, sucesivo, ordenado, un relato que la inspección psicoanalítica
desestructura. La memoria colectiva es también un relato estable, sucesivo,
ordenado, una narración hecha a partir de una concepción embrionaria, de una
racionalidad retrospectiva que da legitimidad y asiento, continuidad y necesidad
a lo que en principio no la tiene. Si la identidad personal es objeto de
discusión, si el relato de la identidad es dudoso al hacer coherente lo
fragmentario, ¿qué puede decirse de la identidad colectiva? Por eso, la mejor
tarea que puede emprender un historiador es hacer frente a la memoria, a sus
rutinas y evidencias; es desestructurar la memoria que perezosamente creemos
estable, es renunciar a seguir siendo legitimador de identidades evidentes,
ordenadas. Pero para que eso ocurra, para que al menos algunos lo pensemos, han
debido hacerse evidentes los efectos desastrosos de las nacionalizaciones
resueltas a sangre y fuego, con ardor guerrero y con memoria colectiva; han
debido caer los paradigmas de racionalidad con que hemos operado y que
establecían el curso teleológicamente necesario del devenir; ha debido
producirse, en fin, una crisis profunda en el pensamiento y en los saberes del
siglo. Al menos ciertos historiadores hace ya tiempo que empezaron a tomarse en
serio los riesgos de seguir hablando de la identidad colectiva como si fuera un
dato incontrovertible o recurso intercambiable. Miren, el problema no es oponer
esta memoria colectiva a aquella otra, esta identidad coherente a aquella otra,
elaborada con una narración alternativa pero igualmente congruente; el problema
es operar con esa expresión figurada ignorando que lo es, ignorando los riesgos
que se derivan de su empleo e ignorando que la memoria individual, ese recurso
sobre el que se asienta la analogía, nos miente bella y
persecutoriamente.