Decía Nietzsche que la existencia y el mundo sólo pueden ser justificados
eternamente como un fenómeno estético. Esto, que fue visto con extraordinaria
lucidez por los románticos, no sólo ha de considerarse como uno de sus
principios vertebradores sino el centro de gravedad de toda su reflexión
filosófica. De hecho, En el más antiguo programa sistemático del idealismo
alemán (1796), obra que se considera por muchos como una especie de acta
fundacional del Romanticismo, y cuya autoría no se sabe si debe atribuirse a
Hölderlin, a Schelling o al mismísimo Hegel, se dice al respecto que: "la verdad
y el bien sólo en la belleza están hermanados".
Unificados el
conocimiento y la moralidad bajo el manto de lo bello, el movimiento romántico
encontró en el cultivo de éste algo más que una simple fuente de inspiración
creativa. En realidad, para la mayoría de los romáticos, la belleza y la verdad
eran una misma cosa, pues, como dejó dicho John Keats en su famosa Oda a una
urna griega (1819):"La belleza es verdad, y la verdad belleza,/ todo eso y
nada más habéis de saber en la tierra".
La oralidad discursiva y la
exposición tajante de algunas de sus reflexiones es algo que se agradece por su
espontaneidad pero, a la larga, acaba entorpeciendo también la clarificación de
la finalidad última de la obra: determinar qué fue realmente ese
fenómeno
A la búsqueda de esta singularísima conexión dedicó,
precisamente, Isaiah Berlin su estudio del Romanticismo que aquí comentamos. En
realidad, este libro no fue concebido como tal, sino que es el fruto de una
serie de conferencias que Berlin pronunció en 1965 en la National Gallery of Art
de Washington, y que Henry Hardy ha recuperado y agrupado ahora bajo la forma de
un ensayo. Como Michael Ignatieff señala en su biografía sobre Isaiah Berlin,
fueron varias las veces que quiso éste dedicarle al Romanticismo un análisis
pormenorizado, aunque por unas circunstancias u otras nunca abordó el mencionado
empeño. Precisamente este hecho marca el contenido de la recopilación de Hardy.
Así, se nota que no estamos ante un trabajo concebido para la difusión
científica. La oralidad discursiva y la exposición tajante de algunas de sus
reflexiones es algo que se agradece por su espontaneidad pero, a la larga, acaba
entorpeciendo también la clarificación de la finalidad última de la obra:
determinar qué fue realmente ese fenómeno que sacudió el continente europeo de
norte a sur y de este a oeste, y que sus contemporáneos definieron bajo el
rótulo de Romanticismo.
Es cierto que muchas de las obras de Berlin han
surgido de un contexto semejante al de Las raíces del Romanticismo y que
por ello no han desmerecido del aplauso de la crítica y de los estudiosos de la
historia de las ideas. Sin embargo, en este caso que nos ocupa, y debido a la
enorme complejidad del movimiento romántico que es objeto de su estudio, la
falta de un mayor rigor ensayístico e, incluso, de una delimitación más precisa
del mismo, plantea serias dificultades al lector. Esta falta de concreción y
matización se aprecia, por ejemplo, en la reconducción del Romanticismo hacia
sus fuentes alemanas, olvidando que éste fue, también, un ámbito que tuvo sus
raíces en otros países (¿cómo obviar, así, el romanticismo inglés o el
francés?). También se palpa en antinomias tan extremas como
clasicismo-romanticismo o racionalismo ilustrado-irracionalismo romántico, sin
olvidar tampoco, la compleja recepción o asimilación que lo romántico tuvo a
través de sus propios protagonistas, pues, ¿cómo equiparar el romanticismo
subjetivista de Lord Byron con el objetivismo poético de John Keats? Por otro
lado, cargar las tintas en el irracionalismo nacionalista que caló en sus
seguidores alemanes y conectarlo con la barbarie nazi, es un exceso demasiado
reduccionista como para tomárselo en cuenta a un teórico tan fino y agudo como
era Isaiah Berlin.
Con todo, el profesor Berlin se cura en salud y nos
presenta una aproximación bastante atinada de lo que el Romanticismo ha
significado y, todo hay decirlo, sigue significando, ya que la fascinación del
mismo sigue proyectando su luz y sus sombras sobre el presente debido a la
acuciante necesidad estética y ética que siente el hombre contemporáneo dentro
de esa encrucijada que significa la postmodernidad.
Baudelaire sostenía que lo romántico
era una manera de sentir, pero habría que añadir que una manera de sentir
"rupturista": una especie de aventura emocional que, como toda aventura, se
caracteriza por un deseo de soltar amarras
Como dice Berlin con razón, el Romanticismo es antes que
cualquier otra cosa una "rebelión". Un ámbito generacional, ideológico y
cultural de factura eminentemente subversiva que se empeñó en poner en cuestión
todo lo establecido. De ahí que lo romántico sea, por principio, indefinible.
Baudelaire sostenía que lo romántico era una manera de sentir, pero habría que
añadir que una manera de sentir "rupturista": una especie de aventura emocional
que, como toda aventura, se caracteriza por un deseo de soltar amarras con la
intención de romper con todo aquello que amenaza con secar las fuentes del
asombro y la espontaneidad humanas. Más que saber lo que quería, en realidad
habría que decir que el Romanticismo sabía lo que no quería. Y lo que no quería
era la uniforme atmósfera engendrada por el discurso cristializado de la
Ilustración, es decir, con esa Europa que rendía culto a la diosa razón y sus
creaciones; esa Europa del sentido común y de la moderación burguesas que
santificaba a Locke y Newton, que edificaba altares a las ciencias empíricas y
que desterraba a los infiernos del error y la brutalidad a todo aquello que no
fuera reflexión y pensamiento científico.
Frente a los excesos de la
Ilustración racionalista reaccionó el Romanticismo, sí, pero no sólo ante eso.
En realidad, lejos de cualquier pose melodramática, lo romántico fue, como ha
señalado Rafael Argullol, un intento de comprensión de las limitaciones humanas
desde la voluntad heroica de su superación. Por eso siguen seduciendo hoy sus
propuestas. Porque en medio de la difícil encrucijada en la que vivimos, lo
romántico sigue apelando, como decía August-Wilhelm Schlegel, a esa "magia de la
vida" que "reposa en un misterio insondable". El mismo que seguimos sintiendo
sus herederos postmodernos en medio del desvanecimiento de las utopías
racionalistas y los espejismos en los que creyeron nuestros
padres.