En
Descubriendo mi
tiempo (
Ediciones Carena, 2011)
Milagros Martín habla de su madre cuando habla de sus hijos (“rostros de
mágica mirada”), en un poema titulado “A una madre”, que es una especie de
estimulación psicomotriz para afrontar la pérdida del ser querido. “Mi madre era
una mujer muy fuerte. De hecho, yo estoy engendrada en África. Mi padre era
guardia civil y estaba destinado en la zona colonial del Sáhara. Cuando se
casaron, pasaron unos días en el cuartel de mi padre. A mi madre,
Pabla,
la llamaban ‘la cristiana’”, refiere Milagros, y de sopetón, carraspea, se
aclara la voz y cambia de registro, para describir a su progenitor: “A mi padre,
Sinforiano, zamorano, le destinaron a la sazón en la localidad oscense de
Adahuesca, y luego en Peralta de Alcolea, hasta acabar en Barbastro, donde pasó
la guerra con los
rojos, como carabinero. Le recuerdo llorar
desesperadamente, reclinado en unos escalones, lamentándose por la muerte de un
amigo”.
Acabada la contienda, a su padre le enviaron a las cordilleras
del Bierzo, “al maquis”, lo cual se supone que constituía una especie de
depuración del cuerpo armado (posteriormente, un decreto de
Don Camulo,
el ministro de Gobernación
Camilo Alonso Vega, más bruto que un mulo, le
apartó de la Benemérita por haber pasado los años de guerra en
zona
desleal); aunque él no se esmeraba mucho por cazar a los guerrilleros. A
Milagros la llevaron a Toro, en Zamora, para que recuperara los estudios y el
enternecimiento perdido. “Yo era la sobrina de
Don Benancio, el maestro
de escuela”, apostilla. Milagros asistía a clase del profesor
Don
Eugenio Caja, en Pedro Muñoz (una calle lleva su nombre como homenaje).
“A
Franco le estorbaban los maestros, y a Don Eugenio le estorbaba
Franco, aunque no pudiera hacer nada para evitar el Régimen. Bueno, en una clase
que en sí era un cuartucho, toda llena de niños (yo debía de tener 11 años), nos
hacía leer
El Quijote y una obra muy bonita,
Corazón, de
Edmundo de Amicis, que estaba prohibido por aquel entonces.” Un párrafo
de este último libro:
Lunes 17 de octubre
Hoy, ¡primer día de
escuela! ¡Pasaron como un sueño aquellos tres meses de vacaciones consumidos en
el campo! Mi madre me condujo esta mañana a la sección Bareti para inscribirme
en la tercera elemental. Recordaba el campo, e iba de mala gana. Todas las
calles que desembocan cerca de la escuela hormigueaban de chiquillos…
La
madre de Milagros, que también pasaba por dificultades económicas, le
preguntaba, solícita:
-Dígame qué le tengo que pagar.
-Señora,
deme usted pan y vino.
Don Eugenio Caja tenía seis hijas:
Rosarito,
Asunción, Emilia… Encontrar qué comer cada día, su más ardua tarea.
A los 15 años, Milagros vino con su padre a Barcelona. Poco a poco, la
familia se fue reagrupando. En Barcelona, esta mujer se matriculó en la Academia
de Sants: “Por la mañana cosía y por la tarde estudiaba taquigrafía y francés”.
Se casó y tuvo hijos, y cuando estos crecieron “enlazados con el viento”, y se
valieron por ellos mismos, despertó “del largo letargo”. Ella lo llama
“renacer”. Escribió versos, tan sofisticados algunos y tan taciturnos otros como
las primas de riesgo que suben sus puntos básicos y bajan su diferencial de
bono.
Hace unos meses, sintió la necesidad de recoger de la era que
había trillado la parva de sus vivencias, y dar un último beso a los “paseos
imaginarios”, a su tierra y a sus amores. Así se acordó de
Vicente, y de
este poema que se sabe de memoria y que compuso cuando tenía diez añitos.
Una tarde en que solita
Antonia y yo estábamos
se nos
ocurrió una idea
que al momento practicamos.
Era una idea
genial,
para mí grande sorpresa.
Era que quería a Vicente
y no podía explicarlo.
Antonia me declaró que quería mucho a
Tillo,
y yo le choqué la mano diciendo: “Te felicito”.
Esta niña
de la que os hablo
se llama Antonia Montero
y somos grandes
amigas
por eso mismo la quiero.
Este […] tan preciado
que tan gran secreto encierra
lo tenía muy guardado
para
que nadie lo vea.