Reseñas de libros/No ficción
Karl E. Meyer y Shareen Blair Brysac: Torneo de Sombras. El Gran Juego y la pugna por la hegemonía en Asia Central (RBA Libros, 2008)
Por Rogelio López Blanco, jueves, 2 de enero de 2014
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Más tarde, Polanski adquirió igualmente
una serie de potentes micrófonos de “pin” y transmisores, que, según dicen,
introdujo estratégicamente en las casas de sus amigos. Cuentan que algunos
actores y productores famosos se sentaban a cenar con sus familias y que a veces
incluso hablaban de Polanski, sin saber que el director los estaba escuchando
desde su puesto de vigilancia en la habitación de un hotel cercano. Un día, Bill
Castle, el productor de La semilla del diablo, se acercó a «ofrecer su
apoyo y ver qué tal estaba Roman». Polanski lo recibió en la puerta con una hoja
de papel y le pidió que escribiera la palabra “CERDO” en ella. Esta muestra y
algunas de otros amigos fueron enviadas a un grafólogo de Nueva York, que cobró
2.500 dólares a Polanski y nunca identificó de forma concluyente a un
sospechoso. La red se extendió hasta el escritor Jerzy Kosinski, cuya novela de
1968 “Pasos” relataba un asesinato especialmente bárbaro y absurdo. Actuando a
título independiente o a petición de Polanski, Victor Lownes envió una carta al
departamento de homicidios de Los Angeles sugiriendo investigar a Kosinski. La
carta terminaba diciendo: «¿Sería remotamente posible que el autor de textos tan
extraños pudiera ser él mismo una persona francamente extraña?». Una variante de
la misma pregunta se formulaba todavía a diario en la prensa de Los Angeles,
aplicada al mismo Polanski. Kosinski fue debidamente entrevistado y exonerado,
tras lo cual criticó públicamente «el intento de Polanski de “dirigir” el
[reportaje] de la revista “Life” sobre Cielo Drive», cosa que encontraba
grotesca.
La explicación más caritativa es que Polanski estaba
temporalmente trastornado por la conmoción de los asesinatos, y por cierto
sentido de culpa por no haberlos impedido de alguna forma. También quedaba la
acuciante idea de que las víctimas masculinas, por lo menos, no deberían haber
sido, como dijo un amigo de Hollywood, «corderos para el matadero». Wojtek
Frykowski, en particular, había sido un atleta reconocido a nivel nacional y un
camorrista consumado, que una vez había alzado tranquilamente una pesada silla
de madera y la había estrellado en la cabeza de un desconocido, durante una
fiesta. Según varias fuentes, más tarde había dejado inconscientes a dos
miembros de la policía secreta polaca, un hecho que pudo acelerar su decisión de
emigrar. Antes de que los hechos de los asesinatos quedaran establecidos por
completo, Polanski, comprensiblemente, se preguntaba a veces en voz alta por qué
su viejo amigo no había «hecho algo» para resistirse. Como se demostró más
tarde, Frykowski había luchado heroicamente por su vida; sin las drogas y el
alcohol, a saber si no habría podido con sus asaltantes.
Polanski no fue
el único familiar de víctima que investigó por su cuenta las atrocidades de
Cielo Drive. El coronel Paul Tate nunca había acabado de aceptar la profesión
que su hija había elegido, aunque ni siquiera él podría haber pronosticado el
horrendo resultado. Después de prejubilarse del ejército, Tate, a sus 46 años,
se dejó el pelo largo, se colgó un par de abalorios y comenzó a frecuentar
“chozas de hippies” de la vecindad de Sunset Strip, convencido de que alguien de
allí sabía la verdad sobre la muerte de Sharon. El ex especialista en espionaje
militar iba armado con su antiguo revólver reglamentario, pero, igual que
Polanski, sus pesquisas no depararon nada concreto.
El 10 de octubre de
1969, los funcionarios de la oficina del sheriff de Inyo County emprendieron una
serie de redadas coordinadas en el rancho Barker, un pueblo fantasma en el
extremo sur del Valle de la Muerte, al que Manson y la mayor parte de su Familia
habían migrado el mes anterior. La operación deparó veinticuatro sospechosos,
que fueron acusados de una serie de delitos, desde el robo de coches hasta el
incendio provocado. Uno de los últimos detenidos fue el propio Manson, que fue
encontrado agazapado en un pequeño armario, bajo la pila del lavabo. Uno de los
agentes que los arrestaron habla de la inesperada timidez de aquella figura
«encorvada que arrastraba los pies», y que sólo dijo que «se alegr[aba] de
volver a estirar las piernas» y que «no iba a causar ningún problema a nadie».
Tres semanas después, durante su detención, Susan Atkins se acercó a la
litera de otra reclusa llamada Virginia Graham y después de algunos preámbulos
le dijo que la policía era tan tonta que «ahora mismo hay un caso, pero están
tan despistados que no tienen ni idea de lo que pasa».
«¿De qué estás
hablando?», preguntó Graham.
«De lo de Benedict Canyon».
«¿Benedict
Canyon? ¿No estarás hablando de Sharon Tate?».
«Sí», dijo Atkins, que
pareció «emocionarse». «Tú sabes quién lo hizo, ¿no?».
«No».
«La estás
mirando».
De resultas de esto, de una confesión posterior y de otros
hechos que incluyeron el descubrimiento de la pistola desechada de Charles
Watson por un niño de 10 años, el jefe de la policía de Los Angeles, Edward
Davis, pudo anunciar, el 1 de diciembre, que su cuerpo había «resuelto» el caso
Tate. Davis alabó la «magnífica actuación» de sus investigadores durante los
cuatro meses anteriores. Añadió que los mismos sospechosos estaban implicados en
el caso LaBianca, cosa que, tal como observaron los periodistas, contradecía las
declaraciones oficiales que el jefe había efectuado hasta entonces.
En
la vista preliminar con gran jurado, el 5 de diciembre, a Atkins se le preguntó
si reconocía una fotografía policial del cadáver de Steven Parent.
«Sí»,
contestó ésta alegremente. «Es la cosa que vi en el coche».
El juicio
contra Charles Manson, Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten
empezó el 24 de julio de 1970 en Los Angeles. Manson compareció ante el tribunal
con una “X” tallada en la frente. Seis meses después, el jurado declaró a los
acusados culpables de los veintisiete cargos de asesinato y conspiración para
cometer asesinato. Fueron condenados a morir en la cámara de gas. El 12 de
octubre de 1971, un jurado distinto declaró a Charles Watson culpable de siete
cargos de asesinato en primer grado; también él fue condenado a muerte. “Clem”
Grogan fue declarado culpable de asesinato, aunque el juez que presidió el
proceso, observando que «Grogan era demasiado tonto y estaba demasiado
enganchado a las drogas para decidir nada por su cuenta», lo condenó a cadena
perpetua. A Linda Kasabian se le concedió inmunidad, a cambio de su testimonio
sobre sus compañeros de la Familia.
El 18 de febrero de 1972, el
Tribunal Supremo de California aprobó, por seis votos contra uno, la abolición
de la pena de muerte en el estado, sobre la base del artículo de la Constitución
que prohíbe «los castigos crueles o inusuales». Finalmente, cinco años después
se reinstauró una versión modificada de la ley, incluyendo una disposición
específica que permitía las ejecuciones en casos de «interés excepcional» para
la seguridad pública, por ejemplo «los caracterizados por una brutalidad
especial, o por el homicidio de varias víctimas». Los asesinos de Sharon Tate y
de sus amigos, y de Leno y Rosemary LaBianca, fueron exquisitamente afortunados
en la coincidencia de los hechos. Después del fallo original del Tribunal
Supremo, las condenas de Manson, Watson, Atkins, Krenwinkel y Van Houten fueron
automáticamente conmutadas por cadenas perpetuas, con posibilidad de libertad
provisional al cabo de siete años. Doris Tate, la madre de Sharon, se convirtió
en una tenaz activista contra los asesinos de sus hijos y en una pionera de los
derechos de las víctimas en general, hasta su muerte de cáncer en 1992. En la
actualidad, Manson y la mayoría de los miembros de su Familia están todavía en
la cárcel. Se calcula que pueden haber sido responsables de hasta cuarenta
asesinatos.
Polanski no hizo declaraciones públicas sobre las primeras
condenas ni sobre su reducción posterior. Casi cuarenta años después, la
naturaleza prácticamente aleatoria de los asesinatos sigue siendo difícil de
aprehender. «¡Mentira! ¡Mentira!», declaró Polanski en el “New Yorker”, en
respuesta a diversas teorías sobre los móviles de la Familia. «Manson iba a por
Melcher. Y punto. Era un artista despreciado, y despreciar a cierta clase de
artistas puede ser peligrosísimo. Piense en Hitler».
Este calvario, por
supuesto, no ayudó al estado de ánimo general de Polanski, en el que, en
palabras de un amigo, «no faltaban las sombras» mucho antes de agosto de 1969.
En su mediana edad sufría de melancolía y depresión, adoptando, como escribió en
su autobiografía, algunos de los atributos de su padre, Ryszard -«su pesimismo
arraigado, su eterna insatisfacción con la vida, su sentido de culpa
profundamente judaico, su convencimiento de que toda experiencia dichosa tiene
un precio» (en el orden normal de los hechos hay pocas cosas que abatan el ánimo
como un libro de memorias polaco, pero hay que decir que el de Polanski también
refleja la sensibilidad, la imaginación y el ingenio de un contador de historias
nato). En 1974, el director declaró en una entrevista que «el asesinato de
Sharon fue el golpe final a cualquier fe que pudiera quedar dentro de mí en
aquel momento». Diez años después confirmó: «Ya no sé disfrutar con la libertad
de antes. Tengo [el] sentido judío de la culpa, y la muerte de Sharon aumenta mi
fe en lo absurdo».
Polanski llegó a aborrecer a los medios de
comunicación, o a aquéllos que habían venido a acusarlo de ser uno de los
cómplices de Manson. «No la leo», declaró al presentador de televisión Dick
Cavett. «Pero [...] en general desprecio tremendamente a la prensa, por su falta
de rigor, por su irresponsabilidad, por su crueldad muchas veces deliberada. Y
todo por lucrarse». Y sin embargo este desagrado hacia las “hienas” no era la
historia completa. «Todo lo que uno hacía con Roman tenía algo de drama
tremendo», recordó el director y actor John Huston después de coprotagonizar
Chinatown. «Uno descubría enseguida que la pasión que realmente lo
sostenía eran sus películas». Huston llegó a creer que, más allá de su «tribu
inmediata», la gente era en cierto modo insignificante para él, «salvo como
sujetos de sus películas». Polanski era imparcial, observó Huston tristemente:
«Todo el mundo era igual de superfluo».
El caso Tate cambió no sólo a
las familias de Polanski y del resto de las víctimas, sino, tal vez, a la misma
Norteamérica. Gracias a Vietnam, en un momento anterior de los años sesenta
cierta inseguridad se había instaurado subrepticiamente, pero el proceso pareció
acelerarse casi a diario en el periodo que medió entre los macabros hallazgos
del 9 de agosto de 1969 y la dimisión de un deshonrado Richard Nixon cinco años
después, exactamente, hora por hora. Este periodo podría pretender al título de
momento más traumático de la historia del Estados Unidos posterior a la Guerra
de Secesión, sin excluir la presente. El individualista y conservador candidato
presidencial Barry Goldwater, siempre un buen crítico social, más allá de lo que
uno piense de su postura ideológica, situó el «final de nuestra inocencia
nacional» en la noche en que «unos críos montados en un coche se desmandaron» en
un apartado hogar de las colinas de Hollywood (6).
En la misma semana en
la que Manson y su banda fueron inculpados, Polanski hizo sus maletas, entregó
las llaves de su Ferrari a Paul Tate y abandonó Estados Unidos sin planes de
regresar algún día. Pasó un tiempo en París, nunca el lugar idóneo para que una
celebridad disfrute de «la paz y tranquilidad totales» que decía buscar; cuentan
que una noche, Polanski y Gérard Brach se liaron a tortas con un fotógrafo, que
protegió su carrete extrayéndolo de su cámara y tragándoselo. El director pasó
la Navidad de 1969 con Victor Lownes, en un chalé alquilado en los Alpes suizos,
una ocasión para perderse en sus pistas tanto como para conocer al resto de los
miembros del grupo de Lownes, entre ellos dos gemelas idénticas que más tarde
adornaron el póster central “Doble lío” del “Playboy”. Polanski también se
surtió de varias bonitas alumnas de las varias escuelas de cultura general de la
vecindad. La mayoría de las noches, a una hora acordada, Polanski esperaba en el
coche, a una distancia discreta de la puerta del colegio, para recoger a su
acompañante de 16 o 17 años, que acudía apresuradamente cubierta con un camisón,
antes de devolverla sana y salva a su dormitorio a primera hora de la mañana
siguiente. Polanski encontraba terapéuticas estas relaciones, tan breves como
perfectamente consentidas (que no conducían necesariamente al sexo, dice
Polanski, «aunque algunas sí»), y esto parece haber sido mutuo. Ciertamente no
faltaban las jóvenes voluntarias dispuestas a complacerlo, incluso a riesgo de
congelación y expulsión; preparadas para dejarlo todo por acompañar a Polanski a
su chalé, ofreciendo al famoso director por lo menos un cambio de las clases de
comportamiento.
Diez años antes, Polanski había recibido la década de
los sesenta con su nueva esposa, Barbara Kwiatkowska, en la habitación de un
hotel francés, aunque el hogar de la pareja seguía siendo un pisito sin agua
caliente en la calle Narutowicra, en Lodz. Ahora se desplazó entre Gstaad, París
y Londres para una serie de reuniones con su amigo Warren Beatty, al que quería
dirigir en la superproducción Papillon (Papillon).Que Polanski había
enriquecido la década con el sombrío encanto –infinitamente superior a cualquier
cosa que pudieran lograr sus plomizos imitadores- de sus películas era
incuestionable. Pero, para él, el éxito y el poder tenían su contrapeso en el
«asfixiante» peso de la fama. Un psiquiatra al que Polanski había conocido a
finales de agosto de 1969 le había advertido que superar el dolor de los últimos
acontecimientos requeriría «cuatro años de duelo».
«Han sido más»,
observa Polanski.
NOTAS
(1) En este punto de su carrera, y a
pesar de ser uno de los directores más solicitados del mercado, los ingresos de
Polanski todavía eran significativamente inferiores a los de su mujer. Según la
mayoría de las versiones, Tate iba cobrar entre 110.000 y 120.000 dólares por su
papel en 12+1, el equivalente aproximado a dos millones de dólares
actuales.
(2) La leyenda insiste en que Charles Manson, ávido lector de
revistas de cine, pudo ver La semilla del diablo en el verano de 1968, y
que por algún motivo montó en cólera, aunque esto no podemos saberlo con
seguridad. En la carta que le escribí a Manson en junio de 2006 mencioné este
punto entre otros. Declinó contestar.
(3) Polanski se confunde acaso,
comprensiblemente, en este punto, puesto que la mujer de McQueen, Neile, parece
recordar que ambos estuvieron en la ceremonia juntos; además, un colaborador del
actor, Jim Hoven, me dijo: «Steve no sólo estuvo allí; fue armado, para el caso
de que, como él dijo, “algún pez gordo intente liquidarme a mí”». Aun así es
posible que McQueen (cuya tolerancia de los funerales era muy baja) se limitara
a “asomarse” para presentar sus respetos a Tate, antes de dirigirse de inmediato
a la ceremonia de Jay Sebring.
(4) Esto sucedió en la misma noche en que la
revista “Vanity Fair” aseguró erróneamente que Polanski se había insinuado a una
«belleza sueca», diciéndole supuestamente: «Te voy a convertir en la nueva
Sharon Tate». Aunque nunca sucedió tal cosa, una modelo noruega rubia llamada
Beatte Telle, que aquella noche estaba cenando en Elaine’s, recuerda que
«Polanski se acercó a la mesa. Se me quedó mirando muchísimo tiempo. [...] A lo
mejor le recordaba a Sharon Tate». Telle insiste en señalar que Polanski no
habló con ella ni «deslizó su mano dentro de su muslo», como aseguró la revista.
Como parte de esta terapia postraumática, el director, sin embargo, y según
señala él mismo, empezó de nuevo a mantener «relaciones sexuales esporádicas» un
mes después de la muerte de Tate.
(5) Según una versión muy extendida,
además, el cadáver de Jay Sebring apareció «cubierto por un embozo», otorgando
así credibilidad a la teoría de que “los cinco de Cielo” habían sido víctimas de
una secta. En realidad el único “embozo” era la toalla ensangrentada que Susan
Atkins había arrojado al azar en el cuarto de estar, donde había caído sobre la
cara de Sebring.
(6) En 1984, Polanski declaró al periodista del “Nouvel
Observateur” Olivier Giesbert que aquellos asesinatos «fueron el toque de
difuntos del agonizante movimiento hippy. Junto a la llegada a la Luna es uno de
los acontecimientos que marcaron la transición entre la década de los sesenta y
la de los setenta. Simbólico, ¿no cree?».