Para simplificar la complejidad de los múltiples hilos que entretejen la
historia expuesta con competencia y rigor por Diana Preston, se puede establecer
una división del libro en tras grandes apartados. El primero se concentra en los
descubrimientos de la física atómica, que fueron configurando el conjunto del
saber científico en torno al entendimiento profundo de la composición de la
materia. Aquí las vicisitudes personales de los científicos, sus patrones de
trabajo y el carácter de la investigación tiene una importancia sociológica
capital en la difusión y consecución de los hallazgos. Los avances iniciales se
precipitaron de forma natural, la intensa sed de saber y la competencia entre
mentes privilegiadas actuaban como incentivos en el progreso del conocimiento
sobre la materia. En el ámbito de la física nuclear los hallazgos nacieron y se
desarrollaron en un medio humano donde predominaba la comunicación y el libre
intercambio y debate de ideas. Los físicos punteros sabían por medio de las
publicaciones, las reuniones internacionales y las estancias de aprendizaje en
laboratorios bajo la dirección de eminencias de otros países cuál era el estado
de la cuestión en relación con los descubrimientos. El progreso era continuo,
casi vertiginoso.
Esta etapa de la historia, iniciada en la última
década del siglo XIX se cierra al borde del estallido de la segunda
conflagración mundial, en enero de 1939, justo cuando un equipo alemán
encabezado por Otto Hahn y Lise Meitner descubre la fisión y toda la comunidad
científica se percata de inmediato de las posibilidades que pueden llevar
aparejadas la aplicación práctica de dicho saber en cuanto al uso de la energía
liberada para fines civiles y militares. No obstante, no todo había sido un
camino de rosas hasta ese momento, por feliz que fuera la visión retrospectiva
tras el fin de la hecatombe culminada en 1945. La Primera Guerra Mundial había
impuesto su peaje con la implicación de muchos de los científicos en las
vicisitudes del conflicto (gas tóxico, guerra antisubmarina...), arrastrando
consigo esa estela de dilemas morales que nunca dejarían de gravitar sobre ellos
y su labor. También se ha de recordar que las leyes raciales alemanas, la
persecución de los judíos desde el acceso de Hitler al poder en 1933, supusieron
un aspecto en absoluto desdeñable por su irónica contribución a la concepción
del arma nuclear para frenar el expansionismo nacionalsocialista.
Aunque el principal fin de la bomba fuera
obtener la rendición de Alemania y Japón, también se pensaba en el impacto que
tendría, como así fue, sobre los dirigentes de la Unión Soviética. Como sostiene
John Lewis Gaddis (La guerra fría, RBA, 2008), la Guerra Fría ya había
comenzado antes de que se pusiera fin a la Segunda Guerra
Mundial
La parte siguiente, cuando la Segunda Guerra Mundial se ha
desatado, supuso la aprobación y secreta dotación económica del conocido
Proyecto Manhattan, una vez que los políticos fueron persuadidos por los
científicos de la urgencia de poner en marcha el programa. A esta fase
correspondió el establecimiento de las infraestructuras imprescindibles:
terrenos, centros de experimentación, creación de equipos y selección de jefes
competentes (como Robert Opprenheimer). Y así comienza el trabajo de
investigación a contrarreloj por alcanzar cuanto antes en laboratorio las
condiciones que pudieran dar lugar a la liberación de energía a una escala de
proporciones descomunales, es decir, a la reacción en cadena autosostenida. Se
obtuvo a principios de diciembre de 1942, gracias a los esfuerzos de Enrico
Fermi y su equipo de Chicago.
A partir de ahí, se entra en la tercera
fase: quedaba la ingente tarea de solucionar los problemas logísticos y
tecnológicos para construir el artefacto, escudriñar la materia explosiva más
adecuada, la forma de hacerla estallar a voluntad, la prueba del ensayo con
plutonio en Nuevo México (el 16 de julio de 1945 en Alamogordo), la selección y
preparación de las tripulaciones y bombarderos, la elección de blancos y,
finalmente, el llevar a cabo la doble acción que puso fin definitivo a la
guerra. Sin olvidar en todo este proceso la perspectiva de un mundo
convulsionado por la matanza, en combinación con la adopción de decisiones
políticas de hondo calado según avanzaba la guerra, sujetas a compromisos
internacionales y entremezcladas con asuntos de seguridad y expectativas de
futuro.
Esta esquemática descripción no entra en una cuestión crucial
que debe ser subrayada para evitar la incongruencia de dar por hecho que las
cosas ocurrieron porque era como tenían que suceder. Al contrario, lo
sorprendente es que una empresa en principio
tan incierta pudiera llegar a acometerse. Lo reconoce el propio del director
del Proyecto Manhattan, el general Leslie Groves: “estábamos avanzando a
ciegas” (p. 238). Como sostienen los especialistas en historia militar
Williamson Murray y Allan R. Millet (La guerra que había que ganar,
Crítica, Barcelona, 2002, p. 571): “Hasta el otoño de 1944 el Proyecto Manhattan
no dio muestras de que realmente podía construirse una bomba...”. La
incertidumbre fue, por tanto, la tónica general del programa nuclear Aliado, ni
siquiera el mismo 6 de agosto había seguridad absoluta de que la bomba de uranio
enriquecido (U235) lanzada por el bombardero Enola Gay de Paul Tibbets
sobre Hiroshima hiciera explosión (como se ha mencionado, sólo se había probado
en el desierto una bomba plutonio, material explosivo del que estaba compuesto
el artefacto que se arrojó sobre Nagasaki).
Siguiendo la indagación de Diana Preston se puede observar cómo
avanzaban los proyectos de los otros países, especialmente en el caso de
Alemania, que contaba con el genio de Werner Heisenberg, pero también de Japón,
iniciado por la Armada en diciembre de 1941, y la URSS
A esta cuestión esencial de la falta de seguridad se unen otros
interrogantes de enorme calado que inicialmente cuestionan el proyecto. De todos
los posibles caminos que se abrían al gasto y al empleo de los recursos
norteamericanos, enormes pero limitados, ¿por qué Roosevelt dio su respaldo
político a un desembolso tan ingente (más de 2.000 millones de dólares, 600.000
personas involucradas y una infraestructura equivalente a la de la industria del
automóvil) a espaldas del Congreso? Si se repara que estas decisiones se
planteaban en medio de una contienda en la que había que considerar dos teatros
de operaciones de dimensiones continentales, Pacífico
y Atlántico, en la necesidad vital de abastecer a las potencias aliadas (Gran
Bretaña, Unión Soviética, China, etc.) y en que también era imperativo
concentrarse en el desarrollo de los propios
recursos militares, ¿cómo encaja en este contexto
semejante dispendio, en especial sin la mínima seguridad de que el fruto se
haría realidad y de que habría tiempo para su empleo?
La autora no se
plantea directamente estos interrogantes, pero de su trabajo se desprenden dos
respuestas. Porque tanto Estados Unidos y Gran Bretaña como los científicos, que
habían impulsado el proyecto desde el principio, estaban convencidos de que era
una carrera contra Alemania y, en no menor medida, porque para los
norteamericanos el objetivo no se circunscribía estrictamente a la Segunda
Guerra Mundial. De este modo, aunque el principal fin de la bomba fuera obtener
la rendición de Alemania y Japón, también se pensaba en el impacto que tendría,
como así fue, sobre los dirigentes de la Unión Soviética. Como sostiene John
Lewis Gaddis (La guerra fría, RBA, 2008), la Guerra Fría ya había
comenzado antes de que se pusiera fin a la Segunda Guerra Mundial. Según
advertía la Academia Nacional de Ciencias norteamericana en una evaluación sobre
el programa a finales de octubre de 1941 “...en años venideros, la superioridad
militar dependería de quien estuviera en posesión de bombas nucleares...” (p.
224).
Efectivamente, siguiendo la indagación de Diana Preston se puede
observar cómo avanzaban los proyectos de los otros países, especialmente en el
caso de Alemania, que contaba con el genio de Werner Heisenberg, pero también de
Japón, iniciado por la Armada en diciembre de 1941, y la URSS. En estas
circunstancias, no son extrañas las operaciones que pusieron en marcha los
Aliados, junto con la resistencia local, para poner fin a la producción y
abastecimiento de agua pesada desde Noruega. Tampoco puede sorprender la lógica
aplastante de Flerov, el joven científico que informó a Stalin (además del
servicio de espionaje) de que los Aliados estaban detrás del arma nuclear,
deducción simple del hecho de que habían desaparecido de las revistas académicas
internacionales las firmas de los investigadores más renombrados en física
atómica.
El problema fue que Hitler nunca vio con
buenos ojos el proyecto nuclear, al contrario que los programas de las V1 y V2,
razón por cual nunca se pudieron generar “los enormes recursos de mano de obra,
materiales y capacidad intelectual necesaria” para llevarlo a cabo
Posteriormente se supo de las dificultades del programa
alemán, del comportamiento ambiguo de sus cabezas pensantes (Heisenberg)
--patriotas aunque renuentes a colaborar con el régimen nazi--, de las
interferencias y compartimentaciones entre distintos organismos del Estado, del
cálculo de que no habría tiempo (ahí acertaron), de las dificultades que
plantearon los bombardeos de los Aliados o de los hipotéticos límites en sus
conocimientos. No obstante, aunque la autora sostenga que hubiera sido “muy poco
probable” que los alemanes hubiesen obtenido el artefacto nuclear, no así una
“bomba sucia”, mucho más factible, es imposible olvidarse del convencimiento de
los científicos que trabajaban en el
Proyecto Manhattan, buenos
conocedores y hasta amigos de los alemanes, como el húngaro Leo Szilard (enemigo
declarado de la carrera armamentística y partidario de demostrar a los japoneses
el potencial de ingenio antes de lanzarlo), Arthur Compton (físico que escribió
a uno de los asesores de Roosevelt el 22 de junio de 1942: “si los alemanes
saben lo que sabemos nosotros, y no nos atrevemos a descartar que lo sepan,
podían lanzar bombas de fisión contra nosotros en 1943, un año antes de la fecha
prevista para que nuestras bombas estén listas”, p. 245) o el judío-alemán Hans
Bethe, jefe de la división de física teórica del programa (quien sostenía con
meditada convicción que “era preciso construir la bomba de fisión, porque,
presumiblemente, los alemanes también lo estarían haciendo”, p. 259). Por lo
demás, los argumentos que aduce en favor de su posición Diana Preston son en
buena parte factores que lastraban el plan, no el potencial científico que
atesoraban los investigadores alemanes para llevarlo a efecto en caso de
habérselo propuesto y de contar con los medios necesarios. Quizá sea éste el
aspecto del libro que suscite más polémica y objeciones.
En este
extremo, el historiador británico Richard Overy es muy claro (véase
Por qué
ganaron los Aliados, Tusquets, Barcelona, 2005, pp. 310 a 321). Para él,
Alemania contaba con suficientes recursos científicos, humanos (incluso
prescindiendo de los renuentes) y técnicos. Los investigadores conocían las
formas más avanzadas (electromagnética y a través del grafito como moderador)
para obtener material fisible. El problema fue que Hitler nunca vio con buenos
ojos el proyecto nuclear, al contrario que los programas de las V1 y V2, razón
por cual nunca se pudieron generar “los enormes recursos de mano de obra,
materiales y capacidad intelectual necesaria” para llevarlo a cabo. No es que el
líder nazi detuviera los trabajos, sino que su actitud derivó en un menor grado
de apremio que el reclamado respecto a otros proyectos armamentísticos como el
ya de fabricación de cohetes, que recibió cantidades ingentes de medios y mano
de obra debido al entusiasmo que supieron suscitar en Hitler ingenieros como
Wernher Von Braun (se llegaron a construir más de 6.000 cohetes y bombas
volantes con un coste de más de 5.000 millones de marcos).