LA PIEDRA QUE SEGUIRÁ CANTANDO
Por Miguel
Veyrat
Le livre survit au livre
Edmond
Jabés
Teníamos dieciocho años. Y reíamos, cantábamos, llorábamos
y bebíamos. Daniel Riu ya había publicado un libro de poesía. Yo también, pero
el suyo era el bueno. Ya en aquel primer libro, llamado Momentos, y con
qué acierto, Daniel daba a entender lo que sería a lo largo de su vida su
entendimiento secreto y fugaz de las cosas, el afán de nombrarlas de nuevo, de
poner tibiamente la mano por encima y sentirlas palpitar para despertarlas a una
nueva aventura vital incorporándolas a la propia respiración: o el lacerante
dolor de perderlas. Ya entonces su palabra poética brotaba desnuda y veraz, sin
adornos ficticios, sin rimas ni corsés, con un ritmo interno perfecto en el
diástole-sístole del decir.
Daniel Riu empezó a encarnar para mí esa
tercera vía que en la polémica abierta y dura entre Heidegger y Sartre pretendía
distinguir la prioridad de paso entre esencia y existencia, entre Ser y Tiempo o
entre Ser y Nada. Daniel investía ya tempranamente al homo viator que
enunció más tarde un Gabriel Marcel todavía marxista, cortando la polémica al
anunciar que el hombre “es” al tiempo que avanza, y que al conocer existe. Así
avanzó poéticamente Daniel, casi sin saberlo, desentrañando la esencia que la
más dura experiencia de saberse vivir latiendo le proporcionaba. Y así nos lo
cantaba a sus amigos. Así era, tal como existía. Sencillamente. Dando “voz a los
silencios” y “abriendo agujeros en el aire” por donde se filtrase el
conocimiento.
Ahora, sí,
sé cosas que antes no
sabía.
Tal como hubiera querido Hölderlin al anunciar en su verso que
“Poéticamente habita el hombre la tierra”, ha ido poblando Daniel Riu Maraval
paso a paso, libro a libro, el aliento de su tránsito por su propia vida entre
los seres y las cosas. Ha caminado conociendo, reconociendo, identificando,
nombrando, asombrándose ante la injusticia y el dolor de los demás, denunciando,
conmoviéndose, apasionándose ante “las mentiras de los ángeles” o el “nacimiento
de las madrugadas”, y comunicándolo al oído del amigo que le acompaña en el
paseo, para implicarle en su secreto.
Daniel y yo dejamos de vernos
durante casi cincuenta años: nos dispersamos, cada uno tras sus propios anhelos
y un buen día, no hace mucho, Daniel localizó un libro mío en un librero de
viejo, lo compró, me buscó con denuedo, con tenacidad de hormiga, me localizó en
alguno de mis destinos periodísticos, me abrazó efusivamente en larguísimas
conversaciones telefónicas y después puso entre mis manos sus breves, intensos,
densos, ligeros, profundos versos.
Ahora, ya viejos los dos, me llega el
último libro escrito por Daniel Riu y me pide que lo inicie con unas líneas como
pórtico. ¿Y qué voy a hacer yo más que contar, como estoy haciendo, cómo es
Daniel, cómo era, cómo sigue siendo, cómo lo leemos, lo queremos sus lectores?
Ya sé que la tradición en la llamada “vida literaria” pide que el prologuista
ilustre con hondas frases y sabias citas ad hoc el elogio del poeta, que
ahonde en los lagos de la filología, la filosofía o la lingüística para exaltar
sus habilidades y virtudes. Pero en este caso no va a hacer ninguna
falta.
Porque basta con abrir este libro de enigmático título —ya
volveremos a él— por cualquier página, para que salte al aire la auténtica
poesía escapándose para siempre del silencio, existiendo con voz propia,
naciendo directamente del lenguaje que en choque brutal con la emoción balbucea
un canto nuevo. Basta con abrirlo, este libro, para sentirse ganado por él y no
poder dejarlo hasta terminar de leer el último verso, pues la lenta elegía que
brota de su primer poema pide que el aliento siga sin desmayo “por la ambigua
orilla” hasta la invocación final:
Volved a sembrarme en esta
tierra
donde el jilguero canta.
Sembradme sin ojos y sin
boca,
sin dolor y sin sombra.
Sembrad mi corazón desnudo,
como un
sonido dulce
una semilla cierta
o un secreto.
Bastaría en
verdad leer sólo estos versos a quien ignorase todo de la obra de este poeta
cierto y certero, para adivinar enseguida cuán adentro lleva y de qué modo se
adentra en la poesía de la que conoce a la perfección su esencia. Pues es su
poesía sonido puro que procede de la semilla cierta del secreto. Es instrumento
de conocimiento que al nacer precede al pensamiento, que a su vez se torna
pasión pura, que es luego canto y sólo canto. Y en ello no se busca el poeta a
sí mismo sino a todos y a cada uno.
“Poesía es reintegración,
reconciliación, abrazo que cierra en unidad al ser humano con el ensueño de
donde saliera, borrando las distancias”, dice María Zambrano. Y tal parece que
este libro se le escapó al poeta para cumplir tal propósito, y con él cerrar un
círculo, un ciclo vital. Su tono mayor es elegíaco, de despedida, de recorrido
por cada pequeño o gran dolor sentido, de constatación de que “han cesado los
prodigios”, de interminables ecos que proclaman “el derrumbe de los almendros”,
de que
las tinieblas invaden
y perdemos los nombres de la
piedra.
¿Pero quién nombró a la piedra? ¿Cuántos son los nombres de
la piedra? ¿Noventa y nueve, como los de Jhvé o Alá? ¿Quién, qué es la piedra?
¿Por qué invoca Daniel Riu sus nombres perdidos? Existe en la Tradición —eso que
el poeta conoce por intuición, pues la Tradición con mayúsculas la ha creado él
a lo largo de los siglos directamente desde la Naturaleza— una relación
estrechísima entre el ánima y la piedra. Desde Prometeo, procreador del género
humano, las piedras han conservado un aroma humano. La piedra y el hombre
presentan un doble movimiento de ascenso y descenso: el hombre nace del espíritu
y a él retorna.
La piedra tallada con la que construimos los templos no
es sino la obra humana: desacraliza la obra de Dios, simboliza la acción que se
sustituye a la energía creadora del Universo. La piedra bruta ha sido siempre el
símbolo de la libertad, andrógina, viva, caída del cielo y que sigue viviendo
entre nosotros. Cuando la talla el hombre, la piedra de la palabra nace para
servir, para comunicar colaboración, amor, verdad, belleza. Y piedra es ahora y
siempre símbolo de conocimiento, como bien sabían los practicantes de la Gaya
Ciencia, que yace enterrada —Pistis Sophia, piedra filosofal o bien
ruah Elohim, aliento de Dios, como quería el Abraham fundador del primer
templo en torno a la piedra negra Ka’aba, símbolo de la luz oscura— y
sólo se levanta ante la voz del iniciado para dar comienzo a su transformación
espiritual .
Solamente un auténtico iniciado, un poeta como Daniel Riu
puede evocar el fin, la pérdida de los nombres, la propia vida, pero dejar en su
lector la verdadera emoción de saber que la piedra seguirá alentando, que su
fuerza ígnea, magmática, seguirá golpeando sílex contra sílex mientras la talla
un hombre que tiene el don del canto, para hacer brotar el fulgor que da lugar
al fuego. Que algunos llaman Verbo, otros Logos, y que en estado puro no es sino
Poesía cuando se une al amor que le da forma y lo comunica: tan auténtica esta
vez que cuando ustedes comiencen a leerla notarán que forma ya parte
irremediable de su propia vida y desearán —como yo mismo deseo, para brotar con
él de nuevo—, que ahora mismo siembren su propio corazón, desnudo, muy cerca del
de su autor, con el que siempre
Somos entrega, sangre,
instante,
somos un ruido despertado,
una palabra sólo,
un ansia
detenida.
Madrid, a 9 de abril de 2005
***
( No indagues el nombre de los signos
)
No indagues el nombre de los signos,
las lunas vulneran
y el
enigma penetra
y nos arrastra.
Hemos amado
y amamos
todavía,
hemos vagado clamando las señales
aunque la longitud es
inmensa
y estremece.
Cuando llegue
habrá un silencio
triste
y el pájaro caído
ofrendará sus alas
endureciendo al
aire.
Dolerán la carne y el recuerdo
y la lluvia, vencida,
quebrantará
los frutos.
Somos entrega, sangre, instante,
somos un ruido
despertado,
una palabra sólo,
un ansia detenida.
***
( Arrancad esta noche )
Arrancad esta
noche.
La lágrima ennegrece,
nos manchamos de luces
que no
alumbran,
fracasan los acentos,
un paisaje de alambres
nos
circunda
y en las pieles
fermenta la promesa.
¿Qué espera al
otro lado de los bordes?
¿Quiénes ocuparán las playas?
¿Qué vendrá después
del llamamiento?
Preguntad,
preguntad a los soplos,
cuentan que
hay sílabas de menta
liberando verdades.
***
( Antes que nos olviden )
Antes que nos
olviden,
antes que deshabiten los caminos
y se haga amargo el
fuego,
ven conmigo,
aún laten las bocas,
aún nos llegan
sombras
azules
y palabras.
Por un momento seremos transparentes,
nos
crecerán los ojos,
palpitará la roca,
pisarás otros ruidos,
renacerán
los vientres
y estrecharemos la tierra
siempre blanda.
Antes
que derrumben
el centro de las flores
y se enturbie la
alondra,
dejaremos abiertas
en la nube
la caricia y el
árbol.
***
( Tengo un dolor nacido )
Tengo un
dolor nacido,
un alba vacilante
y un ángel pálido a mi lado
coronado de
musgos
y tristezas.
Tengo un puñado de viejos horizontes,
una
penumbra clavada dulcemente
y una hoguera sin llama.
Tengo
secretamente hundidas
las manos en la tierra
para que así no puedan
arrancarme.
Tengo sobre mi espalda
los pasos
desandados,
despojos de tibiezas
y anillos de nostalgias.
Tengo
una música tardía,
también tengo un latido
y un presagio
y un árbol
alzado
que me aguarda.
***
( Vacilan las raíces )
Vacilan las
raíces
enmudecen los himnos
y renuncia el sueño
que se aleja
en
busca de una oquedad
o un limbo.
Ha envejecido el roce,
todo se
precipita,
todo se humilla
y se destruye.
¿De qué han servido
las plegarias?
¿Por qué los surcos no fecundan,
las aves doblegan en su
vuelo
y revientan los signos sin protesta?
Palpo el
vacío,
estoy lleno de ausencias
de coronas antiguas
y memorias.
Sé
–confusamente- que me adentro,
que han renunciado los asombros
y que no
germinan las palabras.
Sé que giran inciertos los espejos,
que no hay
retorno
ni músicas
ni labio.
Extrañamente olvido los
racimos,
escucho el desvelo de los pactos
y someto mi tiemblo
al ciclo
inexorable del milagro.
Qué ambigua es ya la orilla.
Brota
un dolor distinto
que no cede,
algo desconocido y tibio,
algo tan
íntimo
como el aliento nuevo.
Es solamente nuestro,
es algo que acude
lentamente,
que se ciñe a los cuerpos
y que acalla.
Concluyen
los prodigios,
un eco interminable
proclama el derrumbe del
almendro,
las tinieblas invaden
y perdemos los nombres de la
piedra.
Presiento profundas las arenas,
acaricio los
vientos,
conjugo lejanías,
me entrego a mi abandono,
me
obscurezco.
***
( Volved a sembrarme en esta tierra
)
Volved a sembrarme en esta tierra
donde el jilguero
canta.
Sembradme sin ojos y sin boca,
sin dolor
y sin
sombra.
Sembrad mi corazón desnudo,
como un sonido dulce
una semilla
cierta
o un secreto.