Hay libros que desde un primer momento son capaces de atrapar al lector en
una suerte de rapto amoroso, incluso cuando, como sucede con el caso que nos
ocupa, lo hacen ofreciéndonos el testimonio desgarrado de una de las víctimas de
los totalitarismos que destruyeron la idea cosmopolita y civilizada de
Europa.
Por eso precisamente, porque vivimos bajo la vorágine de una
época que recuerda aquel reinado de los “Tiempos sombríos” del que hablara
Bertolt Brecht, la lectura de El mundo de ayer. Memorias de un europeo de
Stefan Zweig (Viena, 1881, Petrópolis, Brasil, 1942) nos brinda un documento
biográfico de primera mano sobre los efectos políticos y morales que es capaz de
desatar el odio irracional que portan consigo alguno de esos discursos de
barbarie que, como sucede hoy con el integrismo islámico, o ayer con el nazismo
o el comunismo, instituyen un “dogma deliberado y programático de antihumanidad”
que aboca a los hombres a esa vivencia atroz del horror y el odio
colectivos.
Escritas en su mayor parte en la
habitación del hotel brasileño en el que vivía exiliado, las memorias que
reseñamos aquí fueron terminadas poco antes de que se suicidara, dos años
después de su huida de Europa
Comenzadas cuando Zweig decidió abandonar Europa en la
primavera de 1940, estas memorias fueron cobrando forma bajo el efecto de las
noticias que hablaban del imparable avance de los pánzer de Hitler. De hecho, la
descripción que hace de su estancia juvenil en el París de antes de la Primera
Guerra Mundial se haya mediatizada por el hecho de saber que la capital francesa
acababa de caer en manos alemanas, de modo que aquella imagen luminosa y
brillante, repleta de encanto y felicidad que tenía alojada en su memoria nos la
muestra entenebrecida por la sombra de la svástica que se proyectaba al tiempo
de redactar las páginas dedicadas a sus vivencias parisinas. Escritas en su
mayor parte en la habitación del hotel brasileño en el que vivía exiliado y sin
más ayuda que el pasado que llevaba “detrás de la frente”, las memorias que
reseñamos aquí fueron terminadas poco antes de que se suicidara, dos años
después de su huida de Europa, quizá porque como anticipa premonitoriamente en
su prólogo: “¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos
un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad!”.
Decía
Hofmannsthal con esa sabiduría estética que hizo de él uno de los poetas más
grandes que dio el desquiciado siglo XX que “la riqueza, lo que moralmente es
posible, está representada interiormente en formas, no en conceptos. Así se
distingue al que ha penetrado en el templo de la formación del que permanece en
el umbral”. Y esto es lo que precisamente se percibe desde la primera página del
libro que comentamos: esa formación sólida que engendra la libertad de los
espíritus egregios y que toma nota de la pluralidad del mundo sin perder la
cohesión necesaria para la vida. Por eso resulta llamativa la serenidad
admirativa con la que Zweig escribe sobre la seguridad del universo paterno en
el que nació y que las generaciones posteriores desbarataron debido a un exceso
de vitalidad fáustica y, sobre todo, a una autoconfianza ciega en las
posibilidades que irradiaba una Modernidad burguesa que se creía capaz, incluso,
de digerir su propia negación.
Lo más significativo del libro es
contemplar el atractivo trágico de los detalles de la vida de un hombre
excepcional que fue capaz de seguir viviendo obsesionado por el fenómeno
misterioso de la “creación” artística y, con ella, del cultivo de la belleza y
la eternidad
En este sentido, las memorias de Stefan Zweig tienen mucho de
esa reflexión que Machado de Assis comenta en Esaú y Jacob cuando dice:
“Querido amigo, yo no sé cómo ocurrió todo, y así te lo cuento. Si no hay más
remedio lo explico, con la condición de que ello no se convierta en habitual.
Las explicaciones roban tiempo y papel, retrasan la acción y acaban por aburrir.
Lo mejor es leer con atención”. Y mucha atención precisamente es la que logra
despertar el relato de vivencias y acontecimientos que Zweig nos pone delante de
los ojos. Pero una atención trágica y ceñuda que nos sumerge en una especie de
“impaciencia del corazón” en la que el lector no puede eludir la impresión que
engendra el dolor ajeno, incluso cuando es colectivo y se asocia a esa sucesión
inenarrable de fracasos históricos que colocaron a Europa al borde de su
desaparición.
Y es que bajo aquellas “inmensas fuerzas impersonales” de
las que hablaba T. S. Eliot, todo lo conseguido por generaciones y generaciones
de europeos fue malbaratado atrozmente en medio de una especie de aquelarre
demoníaco que golpeó sin tasa el espeluznado rostro de una civilización que, en
apenas tres décadas, fue sacudida por terremotos históricos que provocaron no
sólo la caída de imperios milenarios, sino la edificación de tiranías y ensayos
revolucionarios que hicieron del sufrimiento algo mecánico.
Con todo, lo
más significativo del libro es contemplar el atractivo trágico de los detalles
de la vida de un hombre excepcional que fue capaz de seguir viviendo obsesionado
por el fenómeno misterioso de la “creación” artística y, con ella, del cultivo
de la belleza y la eternidad, y todo ello, en medio de las ruinas provocadas por
el más “enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica
del tiempo…”, un triunfo que, edificado sobre la derrota de la razón, hizo
cierta aquella reflexión de Trostki que recordaba que aquel que hubiera deseado
llevar una vida tranquila, “no debería haber nacido en el siglo XX”.