jueves, 27 de septiembre de 2007
Marcel Marceau: el arte del silencio
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
Artes en Blog personal por Artes
Marcel Marceau fue el mimo por excelencia, el artista que transformaba sus gestos en un diccionario de emociones cuya música era el silencio

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Juan Antonio González Fuentes

Hoy ha vuelto a salir el sol con cierta fuerza. En Madrid echo mucho de menos los cambios de clima a lo largo de un mismo día. Desde que frecuento la capital, hace ya más de seis meses, el aburrido sol no ha dejado de brillar, y la temperatura hasta ahora ha sido siempre primaveral o veraniega.

El pasado fin de semana llegué a Santander desde Soria bajo una tromba de agua apoteósica. La mañana del sábado, jugando al fútbol, cayeron algunas gotas sobre el verde césped, pero el sol también se dejó ver entre las nubes grises. Por la tarde casi podríamos creer que estábamos en primavera, pero con la llegada de la noche el frío se hizo intenso. El domingo por la mañana estuvimos a punto de ir a la playa a darnos el último chapuzón del año bajo un intenso calor del sol, pero por la tarde todo el cielo se cubrió de un gris oscuro y amenazante.

Me apasiona que el escenario cotidiano de mi vida ofrezca tantos cambios de decorado. En este sentido Madrid me aburre y me cansa. A Madrid marchamos en coche el domingo ya casi de noche M y yo. Hasta Burgos me tocó conducir a mí, y luego fue ella la que nos acercó a la capital. En apenas tres días bajé desde Santander a Soria a dar una conferencia sobre Antonio Machado, regresé a mi ciudad, luego bajamos a Madrid y el lunes por la mañana regresé a Santander en autobús. La verdad es que voy notando con intensidad el paso de los años y el cansancio que estos esfuerzos conllevan: pasar de dar una conferencia ante especialistas machadianos en Soria y realizar una lectura poética en el Casino soriano, a jugar al fútbol a la mañana siguiente a 300 kilómetros de distancia, para luego hacer 400 por la noche y hacerlos de nuevo de regreso al día siguiente en un autobús lento, lento como una tortura hecha a conciencia.

En la mañana de mi regreso desde Madrid se me olvidaron los “cascos” habituales para enchufarlos en el asiento del autobús y poder escuchar música o el sonido de la película. Me alegré del olvido, pues las dos películas proyectadas eran de esas que produce Hollywood como una indigestión, y últimamente el único canal oíble del autobús sólo emitía composiciones de músicos eslavos poco apetecibles. Así que me enfrasqué en la lectura de la última novela de Don DeLillo (que ya comentaré en estas páginas), y en la de la prensa, enterándome entonces por los obituarios de la muerte del mimo Marcel Marceau.


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Marcel Marceau


No puedo precisar si al artista lo vi actuar una o dos veces en toda mi vida. Sé que mi abuela me llevó a ver la actuación de un mimo hace muchos, muchos años, y yo juraría que era el francés, pero quizá no. El problema a este respecto es que todos los mimos del mundo han sido Marcel Marceau, o dicho al revés, el genio del mimo francés asoló la competencia hasta encarnarse él mismo en el género: Marcel Marceau era el arte del mimo.

Sí puedo asegurar que al artista pude verlo actuar en la plaza Porticada santanderina dentro de la programación del Festival Internacional de Santander. Ya le precedía entonces, claro, la leyenda, y su presencia en el inmenso teatro porticado fue un acontecimiento que levantó mucha expectación. Recuerdo sin embargo que el entusiasmo suscitado en el público presente en un principio no se vio recompensado. Sobre el escenario hecho con maderas había un decorado y unos elementos escénicos realmente mínimos y modestos. Salió el mimo ante el público con la consabida cara blanca, la camiseta a rayas y los pantalones muy anchos, es decir, salió como Bip, su célebre personaje. Pasaron algunos minutos y la chispa de la emoción no apareció por ningún sitio, no incendió la seca yesca emotiva de los que estábamos allí reunidos.

Pasó lo que viene sucediendo desde hace mucho tiempo en las artes escénicas con un público habituado a las “perfecciones” que ofrece la gran pantalla. En el cine los personajes lucen casi perfectos para encarnar a sus personajes, los decorados son fabulosos, y los efectos especiales convierten en posible lo imposible. Además, lo que vemos, es fruto de repeticiones y repeticiones, de tomas que se han vuelto a realizar hasta que el director del asunto ha quedado a gusto, más o menos satisfecho. El cine fascina generalmente por su credibilidad compleja y construida pacientemente. Casi todos en el mundo actual somos, ante todo, espectadores de cine, televisión y pantalla de ordenador personal; somos público de imágenes.

Quizá ahí resida la razón principal por la que las artes escénicas en general, los que vemos en directo sobre las tablas de un escenario nos deja desconcertados, desilusionados en un primer momento diría yo. Sí, todo nos parece groseramente pobre, artificial e impostado: las voces, los gestos y movimientos, los decorados, las luces... Nada brilla con la “artificiosa naturalidad creíble” de una película.

La primera vez que uno acude a una representación operística ocurre casi siempre lo que comento. Se alza el telón y los decorados son grotescos, se les ve a la legua las entretelas. Los cantantes actores no dan el tipo. ¿Cómo va a ser el héroe ese cantante bajito y entrado en carnes, cómo va a ser la heroína esa señora mayor con peluca y movimientos torpes? Uno debe despojarse poco a poco de su vestimenta de espectador de pantalla grande y debe vestirse con el más estrecho e incómodo de espectador escénico, teatral. Uno debe buscar dentro de sí al niño que fue, al niño que montado en una silla de casa cabalgaba sin embargo en un brioso corcel de color negro; al que señalando con un dedo manejaba un revólver inagotable; al que un palo cualquiera de servía de espada invencible; al que el patio del colegio le parecía un estadio construido para albergar a las cien mil personas que contemplaban sus regatas y goles; al que un armario abierto o el hueco de un árbol se le volvían castillos inexpugnables, submarinos bajo aguas turbulentas, cohetes destinados a la luna o aviones surcando las nubes.

Si uno logra la conversión, la transformación..., entonces el primer gran paso está dado y puede alcanzar a atesorar la semilla de la representación. Y los elementos que los artistas ponen en juego comienzan a hacerse camino en tu entendimiento y en tus entrañas. No hay primeros planos, no hay panorámicas, no hay planos medios, no hay travellings ni zooms, no hay movimientos de cámara..., pero sí hay gestos, tonos de voz, canto, música, movimientos, luces, palabras, diálogos, ojos, muecas, manos crispadas...

En la plaza Porticada recuerdo que pasaron unos minutos y que todos acabamos poniéndonos el traje de niño, su mirada al menos. Y que el actor solitario, el mimo Marcel Marceau de cara blanca que se movía en un decorado exiguo, que se comunicaba con cada uno de nosotros sólo con gestos, muecas, movimientos lentos y rápidos..., empezó a asombrarnos, a conmovernos, a explicarnos historias, vidas y pálpitos, a deletrearnos con gestos precisos cosas que hasta ese instante sólo intuíamos. Y el asombro recorrió de repente todo el teatro al aire libre, nadie ni nada se movía, sólo el mimo, el personaje que sin palabras contaba historias maravillosas, alegres o tristes. Todos fuimos conscientes de asistir a un milagro: el milagro del arte con Mayúsculas, universal, grande, grande.

Marcel Marceau fue el mimo por excelencia, la suma y conjunto de todos los mimos que en el mundo han sido, de todos los artistas que se han expresado moviéndose sin bailar y mudos por un escenario. A él le debemos a Bip, ese Charlot conmovedor, mudo y de pantomima que, vestido con una vieja chistera de la que salía una flor roja (metáfora melancólica y perfecta del vivir esperanzado en la desesperación), enseñó a muchas generaciones que el arte de verdad sólo precisa para materializarse de talento, emoción y sinceridad. Marcel Marceau nos lo demostró una noche inolvidable en la santanderina plaza Porticada. Marcel Marceau fue el mimo por excelencia, el artista que transformaba sus gestos en un diccionario de emociones cuya música era el silencio. Yo nunca olvidaré aquella noche en la que conocí a Bip y me contó sus emociones sin palabras.

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.