martes, 29 de mayo de 2007
Un Santander de letras
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
Sociedad en Blog personal por Sociedad
No es muy elevado el número de ciudades españolas que desde la invención de la imprenta se hayan convertido en “personajes” literarios. Santander es una de ellas.

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Juan Antonio González Fuentes

Pensándolo con un cierto detenimiento, la verdad es que no es muy elevado el número de ciudades españolas que desde la invención de la imprenta se hayan convertido, de una manera o de otra, en “personajes” clave de un libro de creación literaria con una proyección e interés que traspase sus propios límites geográficos locales y regionales, es decir, que hayan logrado sumarse con alguna fuerza a la corriente por la que discurren las más frecuentadas aguas de la tal vez mejor literatura española.

Hoy en día, en nuestro país, hasta el más insignificante pueblo ofrece un libro con centenares de páginas en las que quedan anotadas su particular historia, geografía, arte, etnografía, gastronomía, economía, leyendas..., y demás aspectos susceptibles de ciencia o erudición. Por el contrario, quiero insistir en ello, no abundan los lugares que hayan logrado despertar de tal modo el interés de un escritor o poeta de verdadera altura, como para que éste decidiese convertirlos no sólo en el imprescindible decorado ambiental para contextualizar su trabajo poético o narrativo, sino también para hacer de ese lugar una ineludible presencia cuyo pulso y respiración inciden directa y decisivamente en los íntimos entresijos de su construcción literaria, sea esta del signo que sea. En este preciso sentido, francamente no creo que Santander pueda considerarse una ciudad escasa de fortuna como espacio geográfico y simbólico relacionado con la literatura creativa.

Como he sugerido ya más arriba, eruditos y científicos de toda índole y condición han escrito miles de páginas sobre prácticamente todos los asuntos imaginables en relación con Santander. Muchas menos son las páginas y los autores que han hecho de Santander un escenario, una evocación o un impulso literario para sus trabajos, aunque seguro que si nos pusiéramos a ello con paciencia y la adecuada dedicación, encontraríamos muchísimas más referencias de las esperadas, incluso entre escritores extranjeros de algún renombre, de los que ahora mismo, sobre la marcha, se me ocurren algunos: Mayakovski, Pierre Mac Orlan, A. J. Ayer, Kate O’Brien, René Bazin, o Leonora Carrington.


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Bahía de Santander


En consecuencia, la lista de los literatos en español que han escrito en alguna ocasión sobre Santander sería desde luego muy extensa, empezando por los que lo hicieron más atrás en el tiempo, y terminando por ejemplo con el gran poeta valenciano Jaime Siles, quien en su último libro publicado, Pasos en la nieve (2004), incluye un poema titulado “Santander”. Pero no trato aquí de confeccionar esa posible y poco más que curiosa lista (Galdós, Cela, Azorín, Dionisio Ridruejo, la Pardo Bazán, etc...), sino que la intención es señalar a mi juicio cuáles han sido hasta la fecha las obras literarias en las que Santander ha quedado mejor registrada como una insoslayable y particular presencia material e inmaterial; una presencia que influye decisivamente tanto en el armazón exterior del libro o poema como en su latido interior. En otras palabras, lo que quiero es arriesgarme a señalar las principales obras literarias en las que Santander es revelada como un singular estremecimiento ético y estético.

Para mí esta supuración o destilación de lo “santanderino” materializada en palabras (historias, poemas...), encuentra su existencia literaria de más alta calidad, interés y trascendencia para el panorama literario español, en determinas obras de cuatro escritores precisamente cántabros, sólo dos de ellos nacidos en Santander, aunque todos santanderinos por naturaleza y condición. Me refiero a José María de Pereda (Polanco, 1833-Santander, 1906), Gerardo Diego (Santander, 1896-Madrid, 1989), Jesús Pardo (Torrelavega, 1927) y Álvaro Pombo (Santander, 1939).

En diferentes momentos, justo a lo largo de todo un siglo (1885-1983), los cuatro lograron dar a la imprenta su particular evocación de un Santander semejante y a la vez muy desigual entre sí. Los cuatro lo hicieron, claro, atendiendo a diversos conceptos artísticos, estilísticos e ideológicos, a visiones del mundo dispares, a los recuerdos atesorados de un ciudad que los cuatro vivieron igual pero distinta, quizá permanente en su íntima condición, pero cambiante en sus formas, ritmos, composición y anhelos.

Sotileza (1885) de Pereda; Mi Santander, mi cuna, mi palabra (1961) de Gerardo Diego; Ahora es preciso morir (1982) de Jesús Pardo; y El héroe de las mansardas de Mansard (1983) de Álvaro Pombo, junto a la primera parte de la última novela de éste, Una ventana al norte (2004), creo que por el momento cuentan con las páginas que mejor expresan la naturaleza esencial del Santander que en el caso de Sotileza dice adiós al siglo XIX, y del que se desenvuelve durante las cinco primeras décadas del XX en el caso de los otros cuatro títulos. Un Santander, de cualquier forma, que en todos estos libros es captado mecido dulcemente por el spleen nostálgico de un supuesto pasado brillante, abocado a una cómoda mediocridad, sarcástico e irónico, entregado complaciente y candoroso a su progresiva decadencia, escenario de larvadas y silentes tensiones sociales, siempre dudando en la encrucijada entre lo definitivamente periclitado y lo por venir. Un Santander que por estos rasgos, o curiosamente a pesar de ellos, contando con el aplauso o el reproche de los autores mencionados, termina por inocularse en la sangre de sus ciudadanos para no volver nunca a salir de ella.

De indudable peso o con el sello gris de la mera curiosidad hay mucha más literatura en torno a Santander. Hay poemas, muchos poemas (José del Río, Unamuno, José Hierro, Hidalgo, Maruri, J. A. Goytisolo...). Y hay también prosa, mucha prosa. Novelas como El agua amarga (1952) y Sol sin sombra (1954) de Manuel Pombo Angulo; Anzuelos para lubina (1962), Oficio de muchachos (1963) y El precio de la derrota (1970) de Manuel Arce; Hipótesis sobre Verónica (1995) de Enrique Álvarez... Libros de memorias como Autorretrato sin retoques (1996) de Jesús Pardo o Memorias de uno a quien no sucedió nada (1922) de Enrique Menéndez Pelayo... Todos trabajos que en mi opinión, de un modo u otro, presentan firmes entre sus páginas alguno de los “elementos santanderinos” recientemente subrayados. Todos partícipes de esa tensión entre el amor por la ciudad y el disgusto en ella que le sirve a los autores para superar en su escritura la lánguida estampa costumbrista, y pensar la ciudad como una segunda piel, un teatro insoslayable, una forma de ser y estar, una enfermedad benigna o mortal de necesidad.

¿Por qué una ciudad llega a ser literaria? Para mí la respuesta a esta pregunta no depende tanto de la propia ciudad, de su diseño o geografía, de su pasado breve o dilatado, de su arquitectura y monumentos, de sus hermosas playas, impresionantes avenidas o rincones ocultos, sucios y misteriosos..., sino que depende de las dotes del escritor, de su oficio, y sobre todo, de la pasión y entrega que ponga al escribir de ella, en ella.

Santander ha generado y acogido pasión y oficio de escritor. Santander es una ciudad literaria, yo al menos no tengo duda.

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.