jueves, 22 de febrero de 2007
Alejandro Finisterre, historias del futbolín
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
Sociedad en Blog personal por Sociedad
Ha muerto Alejandro Finisterre, poeta, editor e inventor del futbolín. En estas líneas le quiero dar las gracias por los ratos que me hizo pasar en un tiempo que hoy mitifico y atesoro.

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Juan Antonio González Fuentes

Ha muerto el español que inventó el futbolín. Se llamaba Alejandro Finisterre, y además de inventor era poeta y editor. A continuación voy a escribir un texto evocador sobre mi relación con los futbolines. Sí, Francisco Umbral ya lo hizo hace unos cuantos días en la última página de El Mundo, y aunque apostaría cualquier cosa a que he jugado al fútbol y al futbolín infinitamente mejor que él, dudo un poco que me salga un texto mejor, pero cada cual hace lo que puede.

La muerte del inventor del futbolín me ha hecho pensar un poco, durante cuantas mañanas seguidas y mientras mojaba los churros en el café muy mejorable que sirven en la chocolatería Áliva. Me ha hecho pensar en la portentosa evolución del ocio infantil y juvenil de los españoles que ha tenido lugar en un tiempo relativamente breve. ¿Sigue habiendo futbolines o salas de billar en las ciudades? Cuando yo era un niño, los futbolines o billares eran unos locales más o menos grandes en los que pegadas a las paredes y enchufados a la corriente había una serie de ruidosas y brillantes máquinas con “flippers”. En otro lugar de la sala había distribuidos con intención varios tradicionales futbolines, unas cuantas mesas de billar resobadas, una novedosa máquina de refrescos, tabaco y chucherías, y de vez en cuando, cercanos a la entrada, algún artilugio mecánico pensado para las distracciones más infantiles: norias minúsculas, aviones que se ladeaban al son de una música horrible, cochecitos de carreras o algún Dumbo que jamás logro levantar el vuelo de la caja a la que estaba pegado.

Aquellos eran lugares en los que si uno se hacía habitual entraba en un inexorable camino de perdición, y todas nuestras madres de clase media y buena familia nos exhortaban a que abandonásemos el vicio por aquellos lugares execrables, lleno de raqueros, vagos y maleantes. Ni que decir tiene que no hacíamos caso a nuestras madres, y pasábamos buena parte de nuestro tiempo de ocio, entre entrada y salida del colegio, en aquellos lugares llenos de máquinas y artilugios alucinantes, y donde nunca había niñas y siempre olía a tabaco malo, orines, colonias baratas y ambientadores de a peseta la tonelada.


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No, no hacíamos caso a nuestras madres, pero habrá que reconocer que cuando entrábamos en las salas a gastarnos los dos o tres duros que habíamos logrado atesorar, lo hacíamos con la prevención de niños decentes y apocados, niños que sabían que en el fondo las pesadas y aburridas de sus madres tenían razón, y que desde luego los individuos que por allí circulaban, casi siempre un poco mayores que nosotros, no tenían ni aspecto ni maneras de llegar a ser algo en la vida. No, no es que supiéramos en qué consistía eso de llegar ser algo en la vida (tampoco lo sé muy bien ahora), pero desde luego esos muchachetes jamás lo iban a ser, eso estaba muy claro.

Recuerdo que en todas esas salas pululaba un “jefe”, es decir, un individuo al que todos los parroquianos llamaban así, y que tenía el mando completo de la situación, o dicho de otra manera, tenía en su poder las llaves que abrían todas y cada una de las máquinas, y con ellas, la capacidad de regalar partidas extra, o recuperar las bolas de madera que hacían de balones en el futbolín. El “jefe” solía ser un tipo de edad indefinible y siempre con algo de tarado y malogrado, de anormal, y a la vez con tintes chulescos, los de alguien que sabe que sin él el cotarro no funciona adecuadamente. Siempre se daban aires de grandeza y eran como el sheriff del saloon, un personaje al que más o menos todos respetaban, e incluso temían.

La pandilla de amigos de entonces (Ricardo, Carlos, Gustavo, Lalo, José Luis, Juan…), acudíamos con cierta asiduidad a varios de esos billares o futbolines. Había uno grande y casi lujoso al comienzo de la calle Camilo Alonso Vega, frente al comienzo de la Segunda Alameda, cerca de la confitería La Góndola, y pegado a la minúscula tienda de comestibles tipo posguerra que pertenecía a la familia de Petre Roman, el que llegó a ser Primer Ministro de la Rumanía post Ceaucescu. Y justo al otro lado de la manzana, al comenzar la calle Floranes, había otro mucho más pequeño y modesto que sin embargo era nuestro preferido. En el piso de arriba de ese local estaban las mesas de billar, y no sé si incluso alguna mesa de ping pong, y todos juntos, con algún primer cigarrillo en la comisura de los labios, nos creíamos unos personajes de leyenda, unos tipos duros que ya lo sabían todo de la vida y que poco más o menos estaban de vuelta de las cosas. Debíamos tener 15 años, y éramos unos memos entrañables y maravillosos.

Sí, los billares, los futbolines… Yo creo que ya no existen, y si lo hacen, es de forma anacrónica, apartada, suburbial y pobre. Ahora los juegos electrónicos a los que son adictos la inmensa mayoría de los niños, adolescentes y jóvenes, ya no implican la socialización que consigo llevaban los futbolines y billares. Ahora todo se resuelve en soledad, frente a la pantalla del ordenador personal, o la consola particular en la que se masacran a monstruos apocados y a los “otros”, categoría inabarcable.

Se me agolpan en la memoria, mientras escribo estas líneas, los sonidos de las bolas al chocar contra las paredes de madera del futbolín, el ruido tan especial y magnífico que surgían de los goles al golpear la bola la tabla final de la portería, los mangos de madera para mover los jugadores del equipo, los muelles, las jugadas que podían hacerse pisando la bola con un muñeco y pasándosela a otro para disparar con él…

Había futbolines maravillosos, grandes y relucientes como el Bernabeu o el Nou Camp. Los había también más modestos y reducidos, como El Sardinero o el antiguo Sadar de Pamplona. Y los había que eran auténticos “patatales” que no te incitaban a meter la moneda por la ranura, empujar del tirador y escuchar el prometedor sonido de las cinco o seis bolas cayendo por los caminos interiores de madera del armatoste futbolero.

El futbolín es parte de una historia de España que pasó a mejor vida. Una forma de entender la infancia y la juventud que hoy está tan lejos de los niños como lo pueden estar los torneos medievales. Pero sólo han pasado…, sólo, y es un decir, veinte o veinticinco años de aquello. Ha muerto el inventor español del futbolín, y los que echamos los dientes jugando con su invento hace ahora años que no lo hacemos, hace años que ya no jugamos a casi nada, para qué nos vamos a engañar.

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música...)