jueves, 1 de febrero de 2007
Verdi e Isaiah Berlin, o de erizos y zorras
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
Artes en Blog personal por Artes
La mejor catalogación de artistas con la que me he topado nunca es con la que hizo el pensador Isaiah Berlin, estableciendo diferencias entre erizos y zorras.

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Juan Antonio González Fuentes

Hace ya algún tiempo acudí a la Filmoteca de Cantabria para ver la película de Robert Mulligan Matar a un ruiseñor, cuyo argumento está basado en la novela homónima de la escritora sureña Harper Lee, buena amiga de ese inaugurador de géneros narrativos que fue Truman Capote.

Pues bien, uno de los momentos más emocionantes de la película es cuando su protagonista, el abogado Atticus Finch, interpretado por Gregory Peck, le explica a su hija pequeña que para intentar comprender a los demás, a los otros, hay que calzarse sus zapatos y caminar un buen rato con ellos.

Yo creo que el astuto pensador Isaiah Berlin estaría bastante de acuerdo con esta imagen, con este ponerse los zapatos de otro para procurar entenderlo mejor. Es más, puede decirse que a lo largo de toda su larga trayectoria intelectual, Berlin no hizo otra cosa que calzarse los “zapatos ideológicos” de sus contrarios, buscando probar así la solidez de sus propias ideas y, llegado el caso, modificarlas y mejorarlas.

Es evidente que Isaiah Berlin era un hombre de fe inquebrantable en las ideas y en la influencia decisiva de éstas en la conformación de los individuos y las sociedades. Sobre sus ideas políticas, sobre su visión de la historia de las ideas..., imagino que se va a tratar mucho aquí, y con más conocimiento de lo que yo pudiera hacerlo, así que mi aportación va a limitarse a subrayar; como ya lo hiciera Mario Vargas Llosa hace más de 20 años en su atinado prólogo a El erizo y la zorra, el hecho de que Isaiah Berlin escribiera ensayos de gran densidad intelectual utilizando técnicas novelísticas, logrando que las ideas y los mismos pensadores fluyan por sus páginas como si se tratase de “héroes de una novela de aventuras”.

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Isaiah Berlin


Esta característica es deudora desde luego de la tradición narrativa anglosajona, tradición que tan magníficos frutos ha venido dando tanto en el campo de la novela y el relato, como en el terreno de la historia y el ensayo, y dentro de este último apartado pienso en el Lytton Strachey de La reina Victoria, Retratos en miniatura y Victorianos eminentes, o en una de mis últimas lecturas, las transparentes, profundas, sabias, hermosísimas páginas que G. K. Chesterton dedicó a R. L. Stevenson.

El gusto de Berlin por “narrar” ideas trasluce a mi modo de ver al menos dos cuestiones muy importantes unidas entre sí: el respeto intelectual por los creadores, y el íntimo convencimiento de que en el trabajo de éstos pueden encontrarse nuevos temas de reflexión, o la propia reflexión servida en su forma más iluminadora. Así, para Isaiah Berlin, en la obra de los grandes poetas (Borís Pasternak, Anna Ajmátova, W. H. Auden o Stephen Spender pueden servirnos de ejemplos consistentes) muchas veces se encuentra formulado de la mejor manera posible el espíritu palpitante de las ideas, por lo que cualquier pensador que se precie debe estar muy atento a los frutos de la creación artística de su tiempo. En este sentido, y dejo aquí esta idea tan sólo apuntada, Berlin opina además como el convencido moralista que es, y le cuesta disociar la grandeza intelectual de la rectitud ética.

Creo que esta forma de pensar de Isaiah Berlin tiene mucho que ver con su educación sentimental en la heterodoxia hebrea y en la heterodoxia de los “círculos artísticos oxonienses”, como así lo dejan entrever aquí y allá Michael Ignatieff en su estupenda biografía berliniana, o el poeta Stephen Spender en su interesante autobiografía Un mundo dentro del mundo.

Este contacto con la heterodoxia felizmente contribuyó a alejar a Berlin de la más estricta ortodoxia académica, y a la hora de pensar y redactar sus propias ideas le hizo tener muy en cuenta pulsaciones, fuentes y materiales de carácter literario, musical...; elementos éstos de reflexión que, por regla general, son poco frecuentados en nuestra vida académica, y que sin embargo proporcionan al desarrollo y consolidación de las ideas de Berlin un amplio margen de maniobra, una gran eficacia en su función expresiva y comunicativa, y una muy notable capacidad evocadora.

Un buen ejemplo de esta forma de trabajar del pensador británico es su libro El erizo y la zorra. En él, Berlin plantea, entre otras cosas, una “investigación seria” sobre la forma de pensar la historia en el inicio de la contemporaneidad, pero lo hace partiendo de un verso del poeta griego Arquíloco y planteando una atenta y sabia lectura de las novelas de Tolstoi.

Hasta tal punto está presente el interés de Berlin por el arte y la literatura en sus trabajos que, como si de un entretenido juego se tratase, dedicó parte de su tiempo a establecer grupos de escritores, pensadores y artistas, atendiendo, lógicamente, a su forma de pensar y crear. La más conocida de estas clasificaciones es la de erizos y zorros, relatada en El erizo y la zorra. Los primeros son los detentadores de una visión general, un principio único universal y organizador que por sí solo da significado a cuanto son y dicen. Los segundos persiguen muchos fines distintos y sostienen ideas centrífugas; su pensamiento está desperdigado y es difuso. Entre los primeros Isaiah Berlin sitúa, por ejemplo, a Dante, Platón, Nietzsche, Proust, Ibsen, Dostoievski..., y entre los segundos a Goethe, Balzac, Pushkin, o Shakespeare.

Hay otra clasificación de este mismo tipo que es mucho menos conocida y que a mí me resulta igual o más interesante que la célebre aludida. Es la que aparece en su brevísimo e impagable ensayo sobre la naïveté (ingenuidad) del compositor italiano Giuseppe Verdi, ensayo dedicado, por cierto, al poeta W. H. Auden.

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Giuseppe Verdi


En las páginas de este intenso trabajo, Berlin parte nuevamente del fruto de la reflexión de un creador/poeta, punto sobre el que me interesa mucho llamar la atención. Si en El erizo y la zorra el mecanismo reflexivo del profesor de Oxford se puso en marcha gracias a la metáfora de un poeta antiguo griego, en La Naïveté de Verdi (1969) todo se desencadena tras la lectura del escrito Über Naive und Sentimentalische Dichtung (1795) de Friedrich Schiller; ensayo en el que el alemán distingue dos tipos de poetas, concepto utilizado por él para definir a todo tipo de creador, a todo tipo de pensador: los ingenuos (concepto desmarcado aquí de su acepción ordinaria) y los sentimentales.

Los sentimentales son los creadores conscientes de sí mismos. Su obra se caracteriza por ser sátira, elegía, negación, ataque a la llamada “vida real”, afirmación de un mundo definitivamente perdido. Tienen una comprensión reflexiva del objeto; de ellos no podemos aprehender sus sentimientos de primera mano, sino la reflexión de su alma, lo que piensan acerca de esos sentimientos como espectadores de sí mismos. Son poetas desde la autoconsciencia. Dentro de este grupo Berlin coloca, entre otros, a Wagner, Marx, Nietzsche o Dostoievski...

La obra de los poetas ingenuos brota de la visión directa de la realidad. No hay en ellos esfuerzo alguno por llegar “más allá”, a un infinito inasequible, no tienen ninguna intención ulterior. El conocimiento directo de las emociones humanas conforma todo su equipo expresivo. Su arte se ajusta a las reglas de una convención, ofrece unidad interna, un sentido de pertenencia a su propio tiempo, a la sociedad en la que ha surgido.

Pues bien, para Isaiah Berlin, el último de los grandes maestros ingenuos de la música occidental fue Giuseppe Verdi, y junto a él, dentro del mismo grupo de poetas ingenuos, el polemista británico pone a Shakespeare, Goethe, Dickens..., o a otro compositor de óperas italiano, Gioacchino Rossini.

En su reflexión Berlin se decanta claramente por los poetas ingenuos frente a los sentimentales. En este sentido, Roger Hausheer, en la introducción a la edición española de Contra la corriente, nos recuerda que Berlin siempre mostró poco interés por escritores (‘poetas’) decadentes, que no se sintió “naturalmente atraído” por figuras como Dostoievski, Kafka o Beckett.... “aquellos que describen estados marginales de la mente, tipos de experiencia rarificados, exóticos o ‘anormales’, humores demasiado desviados del duro y eterno núcleo de las emociones y pasiones, de las relaciones humanas básicas”.

Por eso nuestro autor prefirió siempre a Verdi en lugar de aquel al que de manera un tanto artificiosa la crítica de entonces colocaba como su principal antagonista musical, Richard Wagner. A Berlin, como escribe Ignatieff, “le encantaba el arte ‘ingenuo’, especialmente Verdi...”. Ya en 1935 Isaiah le había transmitido a su amigo Stephen Spender algunas opiniones al respecto: “Wagner era uno de esos artistas incapaces de sentir emoción directamente. Tenía que preguntarse: ¿Qué es la pasión erótica?, ¿qué son los celos?, para después dedicarse a construir una paráfrasis musical de emociones que no podía sentir de primera mano, mientras que Verdi llegaba al corazón directamente, porque él mismo sentía las emociones y no le hacía falta parafrasear...”.

En este punto no puedo estar más que de acuerdo con Isaiah Berlin. Cuando escucho el dúo de amor de la escena segunda del segundo acto de Tristán e Isolda, siento que me hallo ante algo grandioso y deliberadamente trascendente, ante una sobrecogedora construcción reflexiva en torno al amor. Pero nunca he sentido a Tristán o a Isolda como seres humanos, en todo momento los he sentido como dioses localizados en una distancia imposible. Sin embargo, cuando escucho a Rigoletto decir “Oh, mia figlia! Non lasciarmi non dei. Non morir!”, a Violeta Valéry “Addio! Del passato bei sogni ridenti”, a Don Carlo “Ella giammai m’aò”, o a Otello “Or morendo, nell’ombra, in cui giacio... Un bacio, un bacio ancora, ah! un altro bacio...”, tengo la completa seguridad de estar escuchando voces radicalmente humanas que expresan con verdad y pasión emociones primordiales: amor erótico, amor a la patria, amor paterno y filial, odio, celos, locura, soledad, alegría, poder, compasión... La obra de Verdi es la expresión genial, a través de las convenciones del melodrama con música, del juego de relaciones y sentimientos en los que los hombres y mujeres se han reconocido a lo largo de vastos periodos de su historia, alcanzando además lo que John Rosselli llama “nuevas alturas de experiencias imaginativas”. Y ésta es, sin duda, una de las razones por las que el pueblo italiano se identificó de forma tan plena con las óperas del maestro de Busseto, logrando éste lo que no pudieron hacer, por ejemplo, ninguno de sus compatriotas novelistas contemporáneos, a excepción de Manzoni y su I promessi sposi, es decir, ofrecer un modelo personal, nacional (profundamente italiano en su latido musical), universal (inteligible para todos), de profundizar en el conocimiento de la vida humana. Así, para los italianos del siglo XIX las óperas de Verdi fueron el equivalente de las novelas de Dickens para los ingleses o las de Balzac para los franceses.

Un motivo nada desdeñable que, en mi opinión, ayuda a explicar tan singular y preciado logro verdiano, es la necesidad del maestro de ir directamente al grano. Con mucha frecuencia olvidamos que la ópera italiana del siglo XIX estaba más cerca en sus objetivos del cine de Hollywood o de la televisión actual que del “sagrado” y “trascendente” acontecimiento artístico en el que hoy parece haberse convertido. Verdi deseaba y necesitaba que sus óperas tuviesen éxito de público, y para lograrlo se atuvo siempre a una fórmula muy efectiva a la vista de los resultados: “en la ópera –escribió en 1872– lo que se requiere por encima de todo es musicalidad: fuego, espíritu, vigor, entusiasmo”. Ya en torno al año 1847 le había escrito a su entonces libretista Francesco Maria Piave: “¡Pasión! ¡Pasión! ¡No importa de qué tipo, pero pasión! Quiero poesía con unos cojones bien grandes”. En definitiva, de lo que se trata, y aquí interpreto libremente a Verdi, es de que al caer el telón, el público sienta en su interior el abracadabrante cosquilleo de los placeres variados y contradictorios que sólo la ópera proporciona.

Pasión, fuerza, vigor dramático, concisión, variedad, delicadeza mordaz, agilidad narrativa... Sí, estos rasgos los exudan las óperas de Verdi por cada una de sus notas, pero cabe preguntarse: ¿en eso consiste el arte del de Busseto?, “pasión y cojones”, por utilizar sus mismas palabras. No, evidentemente. Los biógrafos coinciden en señalar el interés de Verdi por aparentar ser un campesino misántropo, tosco e ignorante. Este disfraz le servía en esencia para cultivar una muy apreciada soledad y para mantenerse al margen de los tontos juicios al uso: “acepto los silbidos con la condición de que no se me exija que dé las gracias por el aplauso”, escribió en una de sus numerosas cartas. Pero no cabe ninguna duda de que estamos ante uno de los músicos más cultivados y sutiles de la historia, perfecto conocedor de los dramas de Shakespeare o de los entresijos de la commedia dell’arte.

Verdi siempre fue consciente de que en arte copiar la verdad puede ser una buena cosa, pero inventar la verdad es mejor, mucho mejor. Así, en sus óperas, Verdi inventa una realidad transida de real y poderosa emoción que aflora diáfana a través de una refinadísima estructura musical cuya clave última está en el tratamiento genial del ritmo. La instrumentación verdiana es límpida, y en ella se entremezclan los registros pequeños con los mucho más amplios, dependiendo de la concreta situación dramática a la que se refieran, pero en ellos siempre hay variedad y carácter. En Verdi es la música la que impulsa y da forma al drama, la que controla la temperatura emocional de lo que sucede en el escenario. Como escribe H. S. Power, “lo que produce impacto no es la ópera como drama, sino el drama como ópera”. Verdi pone en escena su verdad (experimentada en propia carne, como nos recuerda Isaiah Berlin, de ahí su contagiosa convicción), y lo hace representando en última instancia un diálogo, una negociación entre almas, algo en lo que en el terreno operístico únicamente le iguala Mozart.

Si repasamos lo dicho en los últimos párrafos, no nos sorprenderá nada que Isaiah Berlin concediese al creador de Aida la categoría de poeta ingenuo, y que no disimulase su entusiasmo por él, algo en lo que coincide con personas tan dispares como George Steiner, Herbert von Karajan, James Joyce, José Hierro o, perdonen la osadía, yo mismo. Sin embargo, hay algo que me molesta profundamente de la reflexión de Berlin en su texto sobre Verdi. Me refiero al poco disimulado tono de desdén y parcialidad que sus palabras desprenden hacia los llamados “poetas sentimentales”. Un desdén que no parece sustentarse sólo en el propio gusto personal, lo que sería desde luego comprensible y legítimo, sino que además aduce razones envueltas con el brillante celofán de la objetividad, cuando en estos “asuntos del arte” la objetividad no suele encontrar suficiente oxígeno como para sobrevivir el tiempo suficiente.

Me explico. Berlin se decanta por los poetas ingenuos frente a los sentimentales, y dice de Verdi que, en el sentido de Schiller, es “el último gran poeta ingenuo de nuestra época”. Hasta aquí todo perfecto y no hay nada que objetar. Los peros creo que deben ponerse cuando para apoyar estas ideas, Isaiah Berlin emplea un conjunto de argumentos perfectamente válidos si su utilidad fuese sólo la de apuntalar una opinión personal, pero que resultan bastante ineficaces –incluso sospechosos de nostálgico y yermo conservadurismo– cuando se lanzan con la intención de establecer alguna conclusión de carácter general, como creo que sucede en el caso que nos ocupa.

Pongamos un ejemplo de lo que quiero insinuar. Escribe Schiller del poeta sentimental: “... Su alma no sufre impresión alguna sin volverse inmediatamente a contemplar su propio juego... De esta manera nunca recibimos el objeto mismo, sólo lo que la comprensión reflexiva del poeta hace del objeto; y aún cuando el poeta es el objeto, cuando él quiere retratarnos sus sentimientos, no aprehendemos sus sentimientos directamente de primera mano, sino, sólo la reflexión en su alma, lo que él pensó acerca de ellos como espectador de sí mismo”. A lo que Berlin apostilla inmediatamente después: “De aquí que el efecto (seguro que quiso decir ‘defecto’) del artista sentimental no sea el goce y la paz, sino la tensión, el conflicto con la naturaleza y la sociedad, el anhelo insaciable, la neurosis notoria de la edad moderna, con sus agitados espíritus, sus mártires, fanáticos y rebeldes, y sus predicadores coléricos, camorristas subversivos, Rousseau, Byron, Schopenhauer, Carlyle, Dostoievski, Flaubert, Wagner, Marx, Nietzsche, que no ofrecen paz, sino una espada”.

Con estas palabras Berlin parece dar por hecho, entre otras cosas, que los poetas sentimentales son rebeldes, coléricos, camorristas, subversivos, neuróticos e insaciables, aunque no precisa qué demonios quiere decir, por ejemplo, con eso de camorrista o insaciable. Pero es que además, en ningún momento desciende a dar razón de porqué ser todas esas cosas en el mundo del arte o el pensamiento implica necesariamente algo negativo o repudiable, cuando la historia ofrece abundantes muestras de los avances, descubrimientos y conquistas realizadas por algunos de los “camorristas” aludidos por Berlin. Y es que siempre he pensado que quizá uno de los defectos más evidentes de nuestro pensador es el de dar un buen número de cosas por sabidas y aceptadas, lo que, por otra parte, parece bastante propio de la naturaleza astuta, pero desperdigada y difusa, de un buen “zorro” como Isaiah Berlin.

Como punto final a estas páginas quiero señalar que confrontando las dos clasificaciones de artistas y pensadores aludidas más arriba, ha llamado mi atención el hecho de que, generalizando claro está, se pueda establecer una estrecha relación entre, por un lado, los que Berlin llama erizos y poetas sentimentales, y por otro lado, los zorros y poetas ingenuos. Así, haciendo un rápido repaso por los nombres que aparecen en las dos clasificaciones berlinianas, nos encontramos con que nuestro autor califica a Dostoievski o a Nietszche como zorros y como sentimentales, y a Shakespeare, Goethe o Pushkin como zorros y como ingenuos, dependiendo siempre del trabajo que consultemos. Claro que establecer o no una efectiva relación entre todas estas categorías supondría entregarse quizá fascinado a un trabajo serio de investigación, reto para el que, plagiando a Isaiah Berlin su frase final de La Naïveté de Verdi, no estoy cualificado.

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música...)