Reseñas de libros/No ficción
¿El historiador inocente?
Por Anaclet Pons y Justo Serna, domingo, 31 de diciembre de 2000
Reseña del texto de un historiador sobre la lejanía y la proximidad culturales, sobre la posibilidad de acceder a los mundos de nuestros antepasados y la actitud desprejuiciada que ha de mantenerse.
Imaginemos a un curioso, a un ávido lector deambulando entre
las novedades de una librería. No sería extraño que viera removido su interés
si, al hurgar entre los anaqueles en los que se yuxtaponen y multiplican el
número de los libros, reparara en un título ambiguo e inaudito como es el de
Ojazos de madera. Colocado entre los volúmenes catalogados como de “no
ficción”, el curioso no acertaría a entender el objeto y su razón. Quizá el
subtítulo, quizá la contracubierta, quizá el índice, le permitieran averiguar
que, en efecto, no es un libro común, que es una obra difícil de clasificar, una
obra que exige de los libreros imaginación, competencia y experiencia para poder
identificarla y etiquetarla. Para unos, formaría parte de la sección de
historia, pues reconocería en Ginzburg a un autor distinguido de esa disciplina;
otros lo incluirían en la de antropología, dado que su tema, el de la distancia,
parece aludir al problema de la comunicación entre culturas y al de la
comprensión del otro; y, en fin, habría quien lo tomaría por un texto de
estética, atendiendo a algunos de los conceptos clave que allí se tratan,
propios de la crítica literaria o del arte. Probablemente -concluiría el librero
avispado-, la mejor solución sea depositarlo en ese apartado inespecífico que
denominamos ensayo y que recoge aquellos volúmenes incómodos y variopintos que
rebasan los límites de las distintas disciplinas, aquellos volúmenes ambiguos
que interpelan a especialistas de diversos géneros. Mayor razón para esta
conclusión, si, además, ese librero averigua que la traducción al castellano
viene precedida por el dato trivial pero incontestable de haber sido una obra
galardonada en Italia con dos célebres premios literarios en el apartado de
ensayo.
Es decir –y ésta podría ser la tesis subyacente del libro-, en cada uno de
nosotros hay un forastero que se siente incómodo dentro de su propia
identidad
Como se sabe, este género permite un tratamiento más libre de
ciertos temas y objetos de conocimiento, tanto por ser variados los referentes
que se emplean, procedentes de disciplinas diversas, como por dejar el ensayista
su impronta, una marca de subjetividad, que hace manifiesta de una manera
explícita, sin cancelar su yo o al menos la expresión transfigurada de su yo.
Sin embargo, la peculiaridad de este libro, el dato que lo hace un ensayo
peculiar -como sucede con otros del propio autor-, es la heterogeneidad
de los asuntos tratados y la sutil coherencia retrospectiva que los hilvana. En
realidad, el volumen es una recopilación de artículos, de los cuales tres son
inéditos, escritos entre 1991 y 1996, y tratan objetos tan dispares como los
mitos, los símbolos, las imágenes, la iconografía cristiana o conceptos tales
como los de extrañamiento o estilo. Cada uno de esos artículos, que a su vez son
ensayos breves, son trozos de sí mismo, costurones que el autor se ha arrancado
tiempo atrás y que ahora ha puesto en relación. La vecindad que les da en este
volumen es la de participar todos ellos del problema de la distancia, de la
dificultad y necesidad del extrañamiento. Es decir –y ésta podría ser la tesis
subyacente del libro-, en cada uno de nosotros hay un forastero que se siente
incómodo dentro de su propia identidad, un Pinocho que nos mira sin entender o
un Pinocho al que miramos sin adivinar sus intenciones o su zozobra. Si el otro
está dentro de nosotros, al extraño, al diferente o al distante, habrá que
entenderlo como el traslado de esa parte oscura de uno mismo. En un autor como
Ginzburg, que ha leído con fruición y con aprovechamiento a Mijail Bajtín, no ha
de extrañarnos semejante posición; en un historiador que ha frecuentado a Freud
como referente e inspirador de su perspectiva, no ha de sorprendernos que acepte
como propia la tesis de la “inquietante extranjeridad” que anida en nuestro
interior.
Sin embargo, esa formulación explícita que nosotros detallamos
es la expresión manifiesta de una tesis implícita a la que Ginzburg no se
esfuerza en llegar. Justamente por eso, quizá al lector aún le queden dudas
sobre la coherencia del volumen; quizá aún le pueda parecer de difícil acomodo
que temas tan diferentes permitan ser encajados dentro de ese hilo conductor. No
obstante, esta forma de operar no es nueva en Carlo Ginzburg. Recordemos, por
ejemplo, que algo semejante ocurría con su libro Mitos, emblemas,
indicios (Barcelona, Gedisa), en donde, pese a trazarse de piezas sueltas,
el autor nos alertaba muy sucintamente sobre su congruencia: la de la morfología
en la historia. Tal y como la entendía entonces, y como reaparece en
Ojazos, la morfología se refiere a los parentescos de familia –al modo de
Wittgenstein o de Propp- que el observador percibe entre formas culturales
distantes o diferentes. Por consiguiente, objetos diversos pueden tener una
coherencia secreta y se puede descubrir una conexión entre fuentes históricas
alejadas unas de otras. Por eso, tanto en éste como en sus otros volúmenes, los
itinerarios que emprende son milenarios y, como él mismo nos advierte, “el
camino que voy a seguir (será) aceptablemente tortuoso”. Un camino que puede
llevar, por ejemplo, desde Cicerón hasta Feyerabend o desde el emperador Marco
Aurelio al crítico ruso Victor Sklovski, “un camino fatigoso que requerirá
cantidad de idas y venidas espaciales y temporales”.
Cuando el lector se aventura en un ensayo de Ginzburg no sabe cuál es el
objeto auténtico de la obra, porque, pese a su enunciado explícito –la distancia
cultural, por ejemplo-, detrás siempre hay una meta implícita, un objeto
escondido que justifica ese itinerario tortuoso que el autor ha empedrado a
partir de los atisbos que va hallando y que a modo de señales le permiten ir
avanzando
Lo que abruma en Ginzburg es el despliegue de su
extraordinaria erudición, las copiosas, las torrenciales referencias que parecen
brotar simultáneamente y en competencia para hacerse un hueco en el relato; lo
que deslumbra es ese continuo y desordenado vaivén que hace obligatoria
la tutela de un lector admirado y fatigado, un lector que precisa la guía y la
mano firme de un autor que sabe dónde lo quiere llevar. Ésta, que es la mejor
virtud de Ginzburg, es también el motivo principal de los reproches frecuentes
que se le dirigen. En efecto, cuando el lector se aventura en un ensayo de
Ginzburg no sabe cuál es el objeto auténtico de la obra, porque, pese a su
enunciado explícito –la distancia cultural, por ejemplo-, detrás siempre hay una
meta implícita, un objeto escondido que justifica ese itinerario tortuoso que el
autor ha empedrado a partir de los atisbos que va hallando y que a modo de
señales le permiten ir avanzando. Y así, por ejemplo, Feyerabend, el célebre
filósofo de la ciencia que se autoproclamara anarquista y contrario a las
verdades instituidas autoritariamente por el saber institucional, aparece en el
capítulo dedicado al estilo estético. ¿Con qué fines? ¿Por sus declaraciones a
propósito de la inconmensurabilidad de las obras? En realidad, Feyerabend es
evocado, analizado y finalmente denunciado por sus lamentables, por sus tibias
afirmaciones, por sus olvidos y por no asumir en la vejez, en la autobiografía
que escribiera poco antes de morir, su responsabilidad como oficial del ejército
del Tercer Reich. ¿Cuál sería el objeto escondido de esa alusión de Ginzburg? No
lo es Feyerabend propiamente, ni tampoco el concepto de estilo, es decir, lo
explícito del ensayo, sino el paradigma relativista o el escepticismo
epistemológico que, como él ha destacado en otras ocasiones, nos deja
desprotegidos frente a la negación del Holocausto y de la verdad
histórica.
Llegados a este punto, el lector puede muy bien preguntarse de
qué asunto trata realmente Ginzburg en esta obra. La respuesta, ahora y en sus
libros anteriores, es siempre la misma. Hay distintos objetos yuxtapuestos,
asociados, subordinados, tratados con suficiente aparato documental y, a la vez,
con medida ambigüedad y estudiada imprecisión. En realidad, si todo gran autor
tiene una única obra cuya urdimbre va tejiendo con los hilos de sus diversos
trabajos, en el caso de Ginzburg eso también se hace evidente. Esos objetos
yuxtapuestos, esos temas y las preocupaciones que le mueven, son recurrentes y
varían de acuerdo con el énfasis que pone en cada momento o de acuerdo con los
modos de presentación. Por eso mismo, las obras de Ginzburg ni se modifican ni
se corrigen ni se actualizan, dado que son ensayos cerrados en donde el autor ha
arrancado una parte de sí mismo y la ha volcado en la escritura. Son retratos de
cada una de las épocas del propio autor y no consienten retoques.
A pesar de todo, a pesar de los indicios que ya hemos dado, Ojazos de
madera no deja de ser un rótulo sorprendente, oscuro, ambiguo (...) Los
ojazos de madera son los de un muñeco en fase de creación, que después, al
final, será humano
Una prueba fehaciente de esto último, pero también de
los otros rasgos con los que hemos descritos esta obra y a su autor, es el
título del libro, un título connotativo, de consecuencias varias y que no cumple
sólo una función ornamental. A pesar de todo, a pesar de los indicios que ya
hemos dado, Ojazos de madera no deja de ser un rótulo sorprendente,
oscuro, ambiguo. Parece extraño que haya tomado como título las primeras
palabras que Gepetto le dirige a su muñeco de madera cuando observa que los ojos
que le acaba de tallar se mueven y le miran. Y, sin embargo, utilizar a Pinocho
también tiene su sentido. ¿Cuál? Si la propia figura de Pinocho ha sido objeto
de innumerables interpretaciones, la referencia literaria de la que Ginzburg se
apropia también entrañaría ambigüedad e incluso un conflicto de
interpretaciones. El propio Ginzburg deja sin aclarar el sentido que quepa
atribuirle y sólo por inferencia contextual puede el lector conjeturar su
significado metafórico.
Los ojazos de madera son los de un muñeco en fase
de creación, que después, al final, será humano; los ojos que provocan la
desazón y la extrañeza en su autor, en Gepetto. El carpintero se siente incómodo
ante la mirada de un extraño, un extraño que está fabricando a su imagen y
semejanza, que tiene una vida propia que él no le ha dado. Desde este punto de
vista, la frase de Gepetto puede ser tomada, en efecto, como una alusión
metafórica del extrañamiento, de la distancia que nos separa a los humanos, de
los atributos que nos hacen diferentes. El carpintero sería, en este caso, como
aquel historiador que solicitado por un extraño emprendiera con esfuerzo la
comprensión empática del otro. A la vez, si miramos como Pinocho, lo haremos sin
dar nada por sentado, como un salvaje, como un niño, con una mirada ingenua,
examinando “la sociedad con ojos distanciados, extrañados, críticos”, que es a
lo que Ginzburg parece aspirar explícitamente. ¿No será ésta una defensa del
historiador inocente? ¿Pero es posible hacer esta apología implícitamente
rousseauniana en alguien que es poseedor de una mirada culturalmente saturada y
de la que no podría predicarse la ingenuidad? ¿O es que, acaso, esa cultura
errática y universal de la que es portador –aquello que mejor define su linaje
hebreo- es precisamente lo que le faculta para comprender la ingenuidad y lo
extraño? Más aún, no sabemos si éste, el de la inocencia, es el sentido real de
la metáfora, si resume el objeto explícito y escondido del libro. Dueño de un
significante poderoso, señor de la connotación, el historiador Carlo Ginzburg no
se pronuncia y al no pronunciarse sobre su obra, al no aclarar el sentido que le
atribuye, se comporta como un écrivain, por emplear palabras de Roland
Barthes.