Hace tiempo que
Tarantino decía que tenía muchas ganas de probar con ese género tan genuinamente
americano que es el western, aunque él se refiere a la película como un
southern. Quizá porque el western que ha compuesto Tarantino sirve de vehículo
de expresión a una temática fundamentalmente ajena al género. Tarantino
reflexiona sobre la historia norteamericana, sobre uno de sus episodios más
oscuros, cuyas consecuencias históricas llegan hasta la segunda mitad del siglo
XX y la lucha por los derechos civiles de los negros. El sistema esclavista y su
profunda implantación en el deep
South norteamericano se pone en escena a la manera del director: un esclavo
que ha ganado su libertad de manera inesperada, Django –Jamie Foxx- comienza un
implacable plan de venganza con el fin último de liberar a su mujer. En el
inicio del film, en sus primeras secuencias con los títulos de crédito, y Django
caminando encadenado por un pedregoso desierto junto a otros tres compañeros de
cautiverio, con el tema musical “Django” anunciando tristemente su destino en alguna explotación texana,
nada hace presagiar que apenas en el minuto cuatro de metraje ese destino
quedará irreversiblemente modificado. Un cazarrecompensas de origen alemán, el
Dr. Shulz – Christopher Waltz- que ejecuta una orden de busca y captura contra
los hermanos Speck, sus captores, con un resuelto conocimiento de las leyes
penales norteamericanas, va a reclutarlo en su persecución de tres asesinos
condenados. Estamos en 1858, dos años antes del estallido de la Guerra civil
americana, en algún lugar de Texas.
Tarantino, fiel a su estilo y a sus mitos
cinematográficos, se inspira a nivel formal en el spaguetti wetern, ese
subgénero que dio en los años setenta del siglo pasado películas ásperas,
sucias, fronterizas e intensas de la mano de directores como Sergio Leone, y con
actores muy duros como Clint Eastwood. También en el cine de Sam Peckinpah, otro
de esos directores casi de culto, que firmó el magnífico western otoñal Grupo salvaje, alejado de los clásicos
americanos del género firmados por directores como Howard Hawks o John Ford,
aunque es sabido que una de las películas favoritas de Tarantino es Rio Bravo. Y por cierto que en el
film utiliza esas hermosas
secuencias de sus protagonistas cabalgando entre las montañas al atardecer que
recuerdan a los maestros.
No puedo pasar por alto ese característico humor
“tarantinesco”, utilizado como vehículo de expresión y crítica, colocando a su
protagonista, un esclavo negro, en el rol de justiciero, valeroso y vengativo,
un asesino de blancos esclavistas del Sur, dueño de su destino. Así lo hizo
también en su anterior película Malditos
bastardos, en la que un comando
judío mata-nazis, asesinaba sin piedad al enemigo alemán, comandado por el teniente Aldo Raine, que tenía por costumbre arrancar
las cabelleras de sus víctimas al estilo apache. Tarantino se mofa del
tratamiento más generalizado en el cine de estos caracteres, y convierte a los
siempre victimizados judíos o negros en implacables máquinas de matar. Y así nos
presenta al Django ya liberado, y asociado con el Dr. Shulz: vestido con un
llamativo traje azul, montado en su caballo, desafiando las normas reservadas a
los de su color de piel.
Esa manera de contar, ese sello propio, característico
de Tarantino, en este caso en un
género típicamente americano, muestra la ingente cantidad de cultura popular USA
que el director atesora, y que ha ayudado a conformar la perspectiva que nos ha
ido ofreciendo a lo largo de su filmografía de la sociedad americana de los
últimos veinticinco años. Ese
estilo, de sombra muy alargada sobre gran parte del cine posterior, se puede
rastrear en la aclamada Pulp Fiction, en su iniciática Reservoir Dogs , o en Jackie Brown, donde realizó su
particular homenaje a la subcultura negra de los años setenta, y recuperó a la
estrella de la Blackplotation, Pam
Grier. Ni que decir tiene que Tarantino elige para contar sus historias un
estilo “destroyer”, casi siempre excesivo en la plasmación de la violencia, y
que constituye el núcleo de las críticas que se hacen a su cine. Yo siempre lo
he interpretado como un lenguaje narrativo al servicio de una suerte de crítica
despiadada a casi todos los establishments de la gran nación en la que creció.
Como el Bukowski, poeta desgarrado del americano pobre y solitario que sobrevive
a su propia vida entre sexo compulsivo, drogas y alcohol. En este film la
secuencia final de la venganza desaforada de Django, mientras se desata un
frenesí de destrucción cargado de excesos que hace saltar por los aires la casa
de la plantación Candyland, encierra también un curioso ejercicio de
actualización cinematográfica de un escenario del ochocientos, con la canción de
“Le llamaban Trinidad” de fondo.
En el plano interpretativo, las actuaciones me parecen
notables con excepciones. Christopher
Waltz hace una gran interpretación de ese personaje renovador, ajeno a la
densidad de las normas sociales del sur esclavista americano, europeo, con su
propio código ético, que no cree en la esclavitud. Jamie Foxx, no termina de
construir con solvencia al esclavo vengador protagonista, lo que probablemente
lastra el desarrollo general de la trama. Leonardo Di Caprio borda en mi opinión
a ese rico heredero esclavista, cuya gran afición es la lucha a muerte de
mandingos, ilustrativo de la decrepitud sureña. Y finalmente el imprescindible
de Tarantino Samuel L. Jackson hace una notable aportación al elenco de
personajes, con ese esclavo privilegiado de una ambigüedad que en el tramo final
de la película desconcierta y sorprende.
En
definitiva, Django desencadenado no
alcanza la brillantez del cine del Tarantino de los noventa, pero es una película notable, que
divierte y contiene la esencia de uno de los directores norteamericanos más
interesantes de las últimas décadas.