El que con seguridad no se ha recuperado de las pérdidas 
de aquella primera edición de La hojarasca es su editor, cuyo nombre e 
historia ni siquiera conocemos. Podemos encontrar la referencia de su firma 
(Ediciones S.L.B., de Bogotá, Colombia) en los catálogos donde se subasta algún 
ejemplar de aquella edición: ahora se pagan a unos 3.000 o 4.000 euros los que 
él no pudo vender baratos en número suficiente. La editorial desapareció sin 
dejar otro rastro, el autor creció hasta donde sabemos.
 
Esta historia no es ni mucho menos excepcional. Desde 
luego, hay muchas otras variantes igualmente frecuentes: la pequeña editorial va 
prosperando y creciendo con los años, autores hay que desaparecen sin dejar 
rastro… lo que no es nada habitual es que un autor de peso haya empezado 
publicando en una gran editorial. Y es que nadie sabe cómo va a resultar un 
libro, si logrará encandilar a un número suficiente de lectores para que su 
edición tenga sentido económico. Así que un editor sensato espera a que un autor 
haya demostrado tener enganche con el público, que haya vendido dos o tres 
millares de ejemplares en una pequeña editorial sin presupuesto que dedicar a la 
promoción, antes de invertir en él, poner en marcha su bien engrasada maquinaria 
comercial y lograr que su siguiente título venda un mínimo de diez veces la 
cifra anterior. Solo así editor y autor pueden ganarse la vida y dar dividendos 
a los accionistas.
 
Es decir, el editor sensato necesita la existencia de 
otros cuantos que no lo son, que arriesgan su capital y energías en libros por 
razones peregrinas (desde el punto de vista comercial): por ejemplo, que le 
gustan. Pero no tiene que preocuparse por estos editores: aparecen por doquier, 
cualquiera sea la situación. Como setas, ha dicho recientemente algún prócer del 
sector. Sí: por suerte para todos no falta la gente con ideas, con ganas de 
probar lo que no se hace, los que arriesgan lo que tienen para ganar más. Y no 
es raro que lo consigan: a veces ganan dinero, con más frecuencia amigos 
interesantes, una vida intensa, una comprensión amplia del mundo que incluye 
cierta sabiduría de desahuciado. Gente, hombres y mujeres, con un gen muy 
activo: el de la innovación, el de no creerse que la manera dominante de hacer 
las cosas sea la única posible o conveniente.
 
Esta división del trabajo entre descubrir y rentabilizar 
no es nada nueva en el mundo de los libros. Lo que ha cambiado es el nombre: a 
las editoriales descubridoras de antes se les llamaba «pequeñas», mientras que 
ahora se prefiere el término «independiente», queriendo decir que no están 
integradas en uno de los grandes, enormes, grupos del sector. El cambio se 
produjo en las décadas de 1980 y 1990, cuando todas las empresas de todos los 
sectores empezaron a devorarse unas a otras, emitiendo mientras masticaban 
palabros como «sinergias», «economía de escala» y otros del mismo jaez, de 
difícil comprensión para los editores que dirigían las pequeñas editoriales pero 
perfectamente integrados en el vocabulario de los contables que pasaron a ocupar 
sus sillones.
 
Por supuesto, no se trata de decir que las editoriales 
poderosas no hagan productos buenos, porque es manifiesto lo contrario: hacen 
muchos libros excelentes, aunque también inundan los escaparates de muchos otros 
que carecen de todo interés, pura hojarasca. Cumplen funciones necesarias, entre 
ellas la de multiplicar libros excelentes que estaban hechos por editoriales 
independientes, abaratándolos y acercándoselos a públicos que previamente no 
tenían acceso fácil a ellos. Pero su concepción del negocio les obliga a poner 
la rentabilidad por encima de cualquier otra consideración, y rentabilidad es 
casi sinónimo de tirada: cuanto más grande, mejor. Por tanto, el interés es 
imprimir y vender muchos ejemplares del mismo título. Y así, no solo descubrir 
nuevos autores, sino también atender las necesidades e intereses de grupos 
minoritarios, experimentar, intentar sorprender… son tareas que quedan fuera de 
su actividad. Es en estas tareas, en consecuencia, donde las editoriales 
independientes se mueven como pez en el agua. El agua en la España de 2012 está 
poblada de una enorme variedad de alegres pececillos juguetones. Mientras los 
contemplamos regocijados, algunos desaparecen rumbo a quién sabe dónde, pero no 
dejan de entrar otros, parecidos pero nunca iguales.
En 
medio de la verborreica hojarasca que aturde las estanterías, el ojeador 
avispado seguirá encontrando aquí y allá la pieza que justifica la búsqueda, la 
lectura que le hará abrir los ojos con admiración, lo mejor del ingenio humano, 
los pensamientos de quienes pasan por el mundo haciendo poco ruido pero 
conmoviendo y enseñando. Para mantener vivo ese flujo necesitamos de empresas 
editoriales que arriesguen. Quizá sea bueno que todos cuidemos de que el 
ecosistema se mantenga, de que la voracidad de los mayores no siga devorando 
hasta que no quede nada.