Y a mí ese párrafo me recuerda a 
mi madre mandándome a comprar una caja de mariposillas (candelillas les llama el 
narrador) adonde Antonio, quien bien podría ser Suisso, el todopoderoso tendero 
del pueblo de Amizmiz, que luego Yeshuá cita en el monólogo interior de su 
memoria. Mariposas, mariposillas, no he conocido el tifus, pero era un niño gris 
del tardofranquismo, entristecido cada Semana Santa al son de una oscura música 
clásica que invadía las horas escasas de parrilla televisiva, un churumbel al 
que el infantil runrún popular había metido en la sesera que los judíos mataron 
a Cristo, que morder la hostia consagrada era cosa de judíos. De la otra bestia 
negra del franquismo, la masonería, nunca nadie me habló, quizá porque esas 
materias no eran del entendimiento de los pobladores de barrios obreros. El 
Nesim protagonista, para más INRI, además es masón. 
Antonio me vendía la débil cajita cuadrada de cartón conteniendo las 
mariposas, delgadísimo trocito circular de corcho con otro redondel de papel 
basto encima, y una mecha atravesándolos. Nunca conseguí que mi madre me dejara 
jugar con aquellos barquitos que se ponían en el tazón. Ella se cuidaba de que 
la mecha encerada no llegara a perforar la interfase agua/aceite, porque la 
llama se alimenta solo de este último; se esmeraba en poner el aceite justo para 
que alumbrara toda la noche y evitar  con la falta de combustible aquel 
efecto espectral de la llama temblorosa que tilila como una estrella lejana en 
extinción, malos augurios para las almas de los difuntos a los que se les 
ofrendaba aquello en la mesa de la cocina, faros flotantes alejados de todo 
material inflamable.
Arrinconados ya en la noche de los tiempos (hace mil años) mis terrores 
infantiles alimentados en parte por esas lucecitas nocturnas, (un día) descubro, 
no en un ensayo, sino en esta novela, que mi madre cumplía los mismos ritos que 
los judíos. Lo que demuestra que a las distintas culturas nos unen más cosas de 
las que nos quieren hacer creer. Y encuentro (sin ser un libro de historia, sino 
una novela), que los estados nacionales, por el mero hecho de ser estados, son 
opresivos. Se despejan  de paso mis ideas neblinosas (no solo confundo la 
historia sagrada) a propósito de la formación de un estado que con los 
sedimentos del sufrimiento y del dolor de 6 millones de los suyos inmolados en 
el Holocausto, ha levantado los muros del odio a partir de acciones no menos 
criminales (en la página 154, Ari, soldado israelí descubre sobre el terreno las 
matanzas de Sabra y Chatila: “…uno de mis mejores amigos se volvió loco, yo 
lo quería mucho, pasamos juntos tantos peligros, él gritaba en mitad de la 
noche: veía sangre por todos lados, a unos hombres enmascarados con pasamontañas 
negros degollar a niños, entrar en trance, ebrios de orgía entre los gritos de 
los supliciados, así que lo amarraron y lo embarcaron en un helicóptero para 
llevárselo a un hospital, él fue quien unos días antes decía míranos, somos los 
nazis de pelo rizado y ojos negros, los demás quisieron partirle la cara, es 
curioso, a pesar de su físico, es de origen alemán sus padres murieron en 
Auschwitz, qué duro, qué terrible, nosotros no conocimos eso…”. 
Y de la desmemoria nacen los engaños. Tal es el 
alcance de la mentira aplicada a  los judíos del 
Magreb
En mi introducción he intentado plasmar lo que Juan Goytisolo dice en el 
preliminar de la novela a propósito de la escritura de Edmon Amran El Maleh: 
“La palabra poética no se somete a la lógica del discurso racional: salta de 
un tiempo a otro conforme a una acronía sabiamente dispuesta”.  
Ya sé que ni lo he conseguido ni mi palabra es poética, y mea culpa: soy un 
lector perezoso. “El escritor judío marroquí recientemente fallecido no 
recurre a la consabida trama novelesca de la que se alimenta el lector 
perezoso” señala líneas antes el propio Goytisolo. Y antes aún, en el 
principio dice “Contar el argumento de Mil años, un 
día sería la forma más segura de traicionar la propuesta narrativa 
del libro”. 
Además de lector perezoso soy un ignorante (y no solo de los hechos 
históricos y de la literatura marroquí, que más quisiera yo). Por eso no tendré 
más remedio que “traicionar la propuesta narrativa del 
libro” sin con ello puedo evitar que otros lectores ignorantes y/o 
perezosos abandonen a las pocas páginas la lectura de una novela extraña, modelo 
de disparidad polar en su estilo, pues su discurso discurre a ratos entre lo 
normal acostumbrado (trama lineal, clara) y lo tumultuoso alimentado de lo 
simbólico poético. Este último aspecto es el que puede “asustar” al 
perezoso/ignorante, pero hay que señalar que si a veces uno puede no penetrar en 
la idea, hay una manufactura poética agradable al oído (algo parecido me pasa 
con Franco Batiatto: siempre me resultó críptico, pero me deleitan sus 
canciones). 
Mil años, un día es una novela que sin buscar el sello de 
“histórica” remueve los oscuros lodos históricos del sionismo a través de la 
antipatía que el propio Nesim  profesa a esa ideología. Una antipatía 
compartida con su creador, judío marroquí que por voluntad propia no quiso que 
sus obras se publicaran en Israel (página 229: «El Mito del sionismo es 
educaros a su imagen, a su total sumisión, destruyendo todos los valores de la 
Diáspora»).  
Termino ya con lo de su morfología de pieza ficcional rara, para tratar de 
ponerla en valor por sus logros como compendio enciclopédico: tratado sobre la 
tutela colonial y sus efectos represivos perversos, pero también sobre la 
fascinación bidireccional París-Amizmiz, Amizmiz-París. Deslumbramiento, que 
como en toda narración donde lo colonial tiene sitio, culmina en la historia de 
amor entre actores de ambas orillas del mapa colonizador-colonizado, nuestro 
Nesim y Antoinette de Villerveille, esposa de militar de alto rango. Vida 
diaria, no pintoresquismo, que arropa la acción “normal”, y que para un 
desconocedor como el que suscribe raya en lo antropológico; finalmente como 
melancólica recreación memorística de una juventud, la de Nesim, tentada por el 
suicidio. 
Nesim que asiste en la lejanía al ascenso al poder de Hitler; Nesim que 
convive con los árabes como con cualquier otro vecino; Nesim  marcado por 
el horror que luego dosifican judíos como él (página 104: “El horror bien 
administrado deja de ser horrible”) cristalizado en Sabra y Chatila, otro 
de los ejes que sostiene la novela… Nesim construido a veces de forma 
sedimentaria, conocemos partes de su vida que se nos acumulan como estratos 
geológicos, y otras como material magmático, trozos incrustados dentro de otros, 
pero a pesar de todo, página 71: “Nesim era, en verdad y sorprendentemente, 
un hombre sin recuerdo”. 
Auschwitz, Tel-Aviv, Beirut, Tierra.  “La 
metáfora es una puerta para que nazca lo que existe”, afirma el 
narrador
Y de la desmemoria nacen los engaños. Tal es el alcance de la mentira 
aplicada a  los judíos del Magreb (aunque lo mismo podría ser extensible a 
los judíos de cualquier otro orbe geográfico excluido el 
europeo):
1 - Engañados por parte de la potencia ocupante que despliega su “fanfarria 
conquistadora” (no canso con las transcripciones, mire en la página 97 donde la 
encontramos en forma de una lúcida ironía que sin embargo recuerda el verbo 
encendido de un falangista español). Y en la página 111: “… y las jóvenes 
judías de buena familia bajo su dirección intentaban recorrer con sus dedos 
bíblicos, por primera vez en esta historia milenaria, el teclado domesticado. 
Los años locos, la Belle Époque habían cruzado el océano…”. Potencia 
ocupante  que en su estampida  teje las redes del que será su poder en 
la sombra a través del “divide y vencerás”, página 197: “«ahora que nosotros 
los franceses nos marchamos vosotros, los judíos, os quedaréis solos y los 
árabes os degollarán como corderos», el borde de la mano de monsieur Prosper se 
abatía, seco, justo sobre la carótida…”.
2 - Engañados por una parte de los suyos, los judíos supervivientes al 
martirio nazi, judíos de una pureza casi aria, ahora dime de dónde eres y te 
diré quién eres, y proporcionalmente mi tierra prometida te abrirá los brazos, 
página 173 “Miren ustedes, decía, se van a quedar en este campamento durante 
algún tiempo, más adelante veremos, en cualquier caso, por primera vez sonreía 
seguramente de modo irónico, en cualquier caso (sic) estarán mejor que en esas 
cuevas donde ustedes vivían en el Atlas… Inaudito pero aquel hombre no bromeaba, 
y después nos dijo: ahora os vais a convertir en judíos, erais unos idólatras, 
avodá zara, apikoros, alucinados temblábamos agachábamos la cabeza avergonzados, 
quizá estábamos ante el Eterno, un profeta…” La sal en la mollera, página 
196: “Aquí no sois judíos, sois unos idólatras, solo allá recuperaréis la 
pureza de la fe de nuestros antepasados” .
3 - Engañados por los nuevos fanáticos de aquí (territorio marroquí): “… 
algunos como el jefe Robert se volvían histéricos, no hay que confiar en 
ellos, cuando se vayan los franceses nos degollarán a todos, y hacían correr 
rumores: habían raptado a unas chicas, las habían obligado a convertirse, a 
casarse con árabes, habían matado a unos judíos, les iban a quitar su dinero, su 
fortuna, sus bienes, pronto no podrán salir de sus casas, ya han empezado a 
tirarles piedras, ahora os lo puedo decir con toda franqueza, no había nada de 
eso, pero les tenían que quemar el suelo bajo sus pies para que se decidiesen a 
partir, para convertirlos en refugiados, gritar que estaban en peligro de 
muerte, todo eso está lejos ahora, cansan aquellas mentiras los bulos con los 
que nos llenaban la cabeza quedan lejos, quedan ya muy lejos, muy atrás!”. 
Et voilà, página 204: “…unos barcos negreros cargados de esclavos 
encadenados a la palabra prometida, el año que viene en Jerusalén, bizhad alh, 
bizratael, si Dios en su poder lo quiere.” Hay que arrimar el hombro en 
unos territorios necesitados de mano de obra, página 173: “… luego os 
enviaremos a construir ciudades nuevas, eso es lo que 
decía…”.
4 - Engañados por sí mismos, autoengañados: página 223, “Una 
extraordinaria explosión acababa de ocurrir en el núcleo de la palabra 
Auschwitz, Tel-Aviv, Beirut! el izquierdista sionizado podía proseguir su 
soliloquio, narrar cómo los náufragos del 68, maoístas, trotskistas, 
marxistas-leninistas, izquierdistas con etiqueta de origen, todos ellos en su 
mayoría habían elegido el camino de la yeshivá, el Talmud y la Cábala, se habían 
puesto en sus cabezas rabiosas la kipá azul, exhibido con ardor unas raíces y 
una identidad imaginarias, adorado lo que habían quemado hasta entonces, 
magnificado en el delirio, la confusión, al nuevo Estado, su gloria cantada en 
las hazañas de la guerra santa.” 
Auschwitz, Tel-Aviv, Beirut. La Beirut mártir encarnada en el niño Hamad, 
foto periodística, realidad o pesadilla que persigue a Nesim, la Beirut en la 
que el pueblo perseguido mil años perpetra un día los crímenes de Sabra y 
Chatila, días en que Nesim visita la ciudad por segunda vez y enloquece ante la 
barbarie, se revuelve contra los suyos… “«El momento de la supervivencia es 
el momento del poder. El horror ante la visión de la muerte se vuelve 
satisfacción porque otra persona es la que ha muerto.  …  En la 
supervivencia cada hombre es enemigo de los demás y la aflicción no es nada 
cuando se mide con ese elemental triunfo»”.
Auschwitz, 
Tel-Aviv, Beirut, Tierra.  “La metáfora es una puerta para que nazca lo 
que existe”, afirma el narrador en la página 29. “Tierra”, o “tierra”, es 
indiferente, excusas, el ser humano es metáfora, puerta para la mentira, puerta 
a su vez para la maldad, Tierra, tierra, Mil años, un día, no se pueden poner 
puertas a la maldad; carece de límites espacio-temporales.