Borja Aguiló - Ben Clark (eds.): <i> Tengo una cita con la Muerte (Poetas muertos en la Gran Guerra)</i> (Linteo, 2011)

Borja Aguiló - Ben Clark (eds.): Tengo una cita con la Muerte (Poetas muertos en la Gran Guerra) (Linteo, 2011)

    TÍTULO
Tengo una cita con la Muerte (Poetas muertos en la Gran Guerra)

    AUTORES
Borja Aguiló - Ben Clark (eds.)

    EDITORIAL
LINTEO

    INTRODUCCION Y TRADUCCCION
Borja Aguiló - Ben Clark

    FICHA TÉCNICA
Orense, 2011. ISBN: 978-84-96067-56-1. 172 páginas. 15 €



Alan Seeger, 1888-1916 (fuente de la foto: wikipedia)

Alan Seeger, 1888-1916 (fuente de la foto: wikipedia)

Wilfred Owen, 1893-1918 (fuente de la foto: wikipedia)

Wilfred Owen, 1893-1918 (fuente de la foto: wikipedia)

Rupert Brooke, 1887-1915 (fuente de la foto: wikipedia)

Rupert Brooke, 1887-1915 (fuente de la foto: wikipedia)

William Noel Hodgson, 1893-1916 (fuente de la foto: wikipedia)

William Noel Hodgson, 1893-1916 (fuente de la foto: wikipedia)

Thomas Michael Kettle, 1880-1916 (fuente de la foto: http://irishmedals.org)

Thomas Michael Kettle, 1880-1916 (fuente de la foto: http://irishmedals.org)

Isaac Rosenberg, 1890-1918 (fuente de la foto: www.oucs.ox.ac.uk)

Isaac Rosenberg, 1890-1918 (fuente de la foto: www.oucs.ox.ac.uk)

Rudyard Kipling y su hijo John de pequeño

Rudyard Kipling y su hijo John de pequeño

Teniente John Kipling, 1897-1915 (fuente de la foto: www.findagrave.com)

Teniente John Kipling, 1897-1915 (fuente de la foto: www.findagrave.com)


Tribuna/Tribuna libre
Tengo una cita con la Muerte: el libro donde yace un alegato poético contra la guerra
Por Miguel Veyrat, martes, 1 de noviembre de 2011
Pero tengo una cita con la Muerte
A medianoche en algún pueblo en llamas,
Cuando la primavera se encamine otra vez al norte.
Y yo siempre soy fiel a mi palabra,
No faltaré a la cita
. (1)
Alan Seeger

Siempre me produjo una intensa inquietud el uso del verso de Horacio Dulce et decorum est pro patria mori (2) por los aficionados a incentivar sus acciones políticas y comerciales por medio de la guerra y la superstición religiosa, de las cuales el patriotismo nacionalista es una de las caras. Como tal costumbre lleva a alterar el orden de la secuencia lógica de la vida, volatín que supone perderla matando o muriendo por una causa o una idea, resulta altamente sospechosa. Debo confesar en consecuencia que la “poesía épica” nunca ha formado parte de mis lecturas favoritas. Sin embargo, la aparición de Tengo una cita con la Muerte (en edición de Borja Aguiló y Ben Clark) (3), Antología de jóvenes poetas de habla inglesa que murieron combatiendo en la llamada “Gran Guerra” que arrasó Europa entre 1914 y 1918, me atrajo a pesar de su pertenencia al género como testimonio palpitante de la angustia que quedó insepulta como andrajo inútil tras la batalla, como cualquier grito que pide auxilio en el vacío y muere ya olvidado.
Descubrí también con sorpresa en mi lectura, que el poeta-soldado Wilfred Owen había titulado con aquel inquietante verso horaciano uno de los poemas que cierran el libro. Libro de poemas escritos a lápiz en hojas de fortuna, poco antes de caer sus autores en una más de las fosas comunes de la humanidad ultrajada; en el mismo territorio sembrado de cadáveres que TS Eliot llamaría poco después The Waste Land, ancho de campas baldías donde la primavera no pudo abrirse paso para que brotase otra cosa que no fueran desoladas huesas. En aquél preciso mes de abril de 1919 que siguió al armisticio, denominado por el gran poeta como el “mes más cruel” (4).

No hace muchos días, Leonard Cohen recordaba al agradecer el premio de las Letras Príncipe de Asturias, que la poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Añadía el poeta canadiense no saber de dónde puedan venir las canciones. Inmediatamente me acordé de este libro que aguardaba intonso sobre mi mesa, ya que siempre sostuve —en acuerdo con los fundadores de la Psicología cognitiva, la tríada rusa formada por Luria, Leontiev y Vygotsky—, que el pensamiento nace de la palabra compartida, y de ese lugar nos llega la torrentera del lenguaje. En el momento exacto en que late la emoción —el deseo, seamos claros—, del contacto con el otro. Una metáfora ya recurrente en mi propia poesía, que quiere que la canción sea un grito de dolor, amor o ira, pero modulado en un ritmo reconocido por el cantor, pues viene de lo desconocido. Imagino al primer hombre que lo logró, inclinado ante el megalito levantado con su esfuerzo sobre el cadáver de un ser amado. Es ese el momento en que lo irracional alcanza el bien supremo de la razón poética, expresada conscientemente. Cuando el grito se convierte en canción: Metafísica y música danzando juntas en un punto desconocido de Oriente donde se crea la belleza. Dicho esto, ya podríamos preguntarnos, cómo no, si esa belleza nacida en tal operación cuasi alquímica, lo hace para derrotar al mal como han sugerido algunos artistas y pensadores a lo largo de la historia, o resulta sencillamente gratuita: si se produce casualmente y se basta a si misma, si su efecto es inane y pasajero, o bien cala hondo penetrando, transformando el comportamiento humano. Yo estoy convencido de que la muerte que nos aguarda se comporta como una rutina detenida en la concha del vacío. Y que la velocidad de las tinieblas es mayor que la de la luz cuando la pone en movimiento hacia lo inmenso.

De inmediato, como decía, necesité escribir esta reseña y colocar como título el verso de Alan Seeger que también titula el libro. En efecto, la voz de un soldado, enfrentado a su casi seguro destino mortal, escuchada en el momento de serenarse ya sublimada en un verso inmortal, contiene en sí misma todo el universo poético hilvanado a lo largo de historia de la literatura: desde aquel primer grito humano y desgarrador que evocamos hace un instante, proferido como constatación de la inevitable consecuencia de estar vivo. Quizás por ello, alguien que pudo hacerse las mismas reflexiones que acabamos de expresar, el crítico Brian Gardner, necesitó recoger en una primera Antología (5) precursora de la ahora publicada por Linteo, los versos de aquel puñado de jóvenes poetas muy distintos entre sí, muertos en combate a temprana edad y conmovidos por el impulso netamente humano de superar la velocidad de la luz para ir al encuentro con La Taciturna —como la llamara Paul Celan—; una lucha desafiante por llegar primero al abrazo con la tiniebla o al Oriente eterno, dependiendo de su modo y forma de entender el mundo. Algunos de nosotros, los poetas que no morimos por obra de otros hombres o mujeres, iniciamos también a menudo el mismo recorrido al entonar la trágica salutación final sin necesidad de colocarnos frente a las balas: “Basta un gesto”, como escribió en póstuma anotación Cesare Pavese en su diario, antes suicidarse en la habitación de su hotel turinés.

Del conjunto queda claro que unos cantan exaltados al honor y la gloria, como Rupert Brooke, de morir por un auténtico ideal, cuando otros evocan la gran mentira en que se han visto envueltos, en que lo único verdadero es el rostro burlón de la muerte

Textos escritos pues en el centro del conflicto, en el centro del ruido, como bien señalan los antólogos en su introducción. Y desde centro del ruido, del encuentro entre seres enfrentados con pasión, miedo y desconcierto, nacerán estos poemas entre la miseria, la mugre, las ratas, la sangre, los piojos, los aullidos de los heridos, el olor a carne quemada, a carne putrefacta, el frío, la metralla. En el centro, siempre omnipresente, la memoria, en una foto caída de la cartera del camarada muerto, en el rostro esfumado de una madre, de una hermana, un hijo o una novia, una esposa joven, en la carta de un padre o una madre angustiada. Y siempre, en la metáfora del silencio que es la poesía, el ruido que no cesa. Tronar de las armas. Redobles de conciencia. Algunos de los soldados son ya verdaderos poetas, ya lo vimos, y otros lo son ocasionales y no verán nunca su obra publicada salvo en esta Antología. Mas del conjunto queda claro que unos cantan exaltados al honor y la gloria, como Rupert Brooke, de morir por un auténtico ideal —El honor ha vuelto, como un rey, a la tierra—, cuando otros evocan la gran mentira en que se han visto envueltos, en que lo único verdadero es el rostro burlón de la muerte, el vacío, la nada, la convicción de que en un instante ningún ser o cosa perteneciente a lo real, será ya cierto para siempre. Algunos rezan a un dios ausente y muchos maldicen a quienes les empujaron al desastre, como haría sin duda el propio Brooke tras su exaltación al honor de sus primeros poemas —que animaron por cierto a muchos a alistarse—, pero sin duda recordó poco antes de recibir una bala en la frente la cita de un dístico escalofriante escrito por Kipling (6) a la muerte de su hijo, caído en su primera entrada en combate:

Y si alguien te pregunta por qué estamos muertos,
dales tan sólo un motivo: nuestros padres mintieron.

Brooke también halló, pasados los primeros meses de guerra, que ésta no era más que la puerta de atrás de un mundo frío, cansado, envejecido… Alegoría que encuentra contrapunto político en otros poemas, cuando su camarada Hodgson se queja con amarga ironía: ¡Oh, mírale en la Cámara de los comunes, /aprobando leyes para acabar con el crimen,/ mientras las víctimas de sus pasiones/ marchan a través del barro y el fango/. Alusión a Churchill, culpable del desastre de Gallipoli y miles de víctimas debidas a un grave error estratégico del entonces Lord de Almirantazgo, que tuvo que dejar cargo de modo humillante, pero activo ministro del Interior. Mas la campaña de los Dardanelos no fue el escenario bélico concreto de nuestros poetas adolescentes. La primera frontera espiritual de su radical transformación como hombres sin dejar de ser poetas, se produjo en la larga y mortífera batalla del Somme, en 1916. Por ello los autores del prólogo no se equivocan al comentar que la escrita después de esa batalla, es la verdadera poesía de la Gran Guerra. Solo que en los múltiples frentes abiertos también cayeron miles de soldados de uno u otro bando, algunos de los cuales eran poetas: futuristas italianos, expresionistas y clasicistas austríacos y alemanes, anglomodernistas ingleses, irlandeses, canadienses y norteamericanos —en recuento de un canon somero establecido por el crítico y poeta Jaime Siles. Entre ellos se encontraban grandes artistas, como Dix y Grosz, que plasmaron durante aquellos largos cuatro años sus improntas “del natural” como lo reflejarían en su obra escrita Ernst Jünger y Georg Trakl.

Acaso lo más valioso de esta Antología sea la limpia mirada de unos jóvenes brutalmente sacados del ensueño de una futura vida adulta y plena, la visión cruda del fatum materializado en un punto de fuga ideológico

Acaso lo más valioso de esta Antología sea la limpia mirada de unos jóvenes brutalmente sacados del ensueño de una futura vida adulta y plena, la visión cruda del fatum materializado en un punto de fuga ideológico: no morimos por una bandera, ni por un rey, ni por un emperador,/ sino por un sueño, nacido en la secreta cabaña de un pastor,/ y por la secreta escritura de los pobres/, en versos del irlandés Kettle. Al amparo de esa “secreta escritura” quiero citar la inmensa generosidad de la mayoría de sus autores al asumir en sus poemas el punto de vista de los muertos que les precedieron, de uno u otro campo (en algunos atardeceres, con la guerra detenida durante un largo período como era habitual, se reunían saliendo de las trincheras enfrentadas para tomar juntos una taza de te y contarse historias), como podemos leer en “En los campos de Flandes”, donde las amapolas se mecen/ entre las cruces. Sin embargo, tan sólo con estos versos de “El vertedero de los muertos”, de Isaac Rosenberg, caído el 1 de abril del 18 poco antes de terminar la contienda, ya podríamos cerrar estas líneas de modo determinante , con toda su crudeza, sin sentimentalismos inútiles:

Los sesos de un hombre se esparcieron
sobre la cara de un camillero:
sus temblorosos hombros dejaron caer su carga,
pero cuando se inclinaron para mirar de nuevo,
su agonizante ánimo se hallaba demasiado hundido
para cualquier ternura humana.

… poema hallado casualmente en el bolsillo de la guerrera de un soldado muerto, como si tomara vida la intuición poética de Paul Celan cuando dijo que la poesía era como una botella lanzada al mar. Obedeciendo a este conjuro, alguien encontraba aquí y allá unos versos escritos sobre fiebre, dispersos en la playa de los restos de veintiún hombres reconocibles por su escritura y que querían construir de nuevo el mundo con otros materiales. Sus ideas y pesares se difundieron pues por las mareas contemporáneas que nos sumergen todavía en los crímenes más odiosos inventados por la humanidad, como son la pena de muerte y la guerra, de la cual forma parte la primera en su versión masiva, y nos llegan ahora impresos en estas páginas que me recuerdan a quienes siempre defendieron el derecho de cualquier hombre o mujer a disponer de su propia existencia, en la forma y momento que él mismo decidiese.

A la Naturaleza no se le pueden pedir cuentas, porque ya dispone de vida y muerte y las combina su antojo. Pero sí creo que constituye un supremo delito la incitación al suicidio por cualquier otro ser o ente que no sea uno mismo, y en cualquiera de sus formas; una de ellas será el siniestro empleo de las armas en cualquier guerra, nunca justa por más que los Santos Padres de Patrias e Iglesias —mintiendo, Kipling dixit— intenten convencer a la generosa juventud de lo contrario: No, Non est dulcis nec decorum pro patria mori. En ningún caso. Aunque es muy posible, en definitiva, que me hayan influido para escribir todo esto unas palabras leídas hace muchísimos años en el Corpus Hermeticum (7), rescatado de un rincón del “Índice de Libros Prohibidos”. Con ellas les dejo a ustedes, hablan de lo que creo que constituye la verdadera patria de todo ser humano: “Asciende por encima de toda altura, desciende por debajo de toda profundidad, recoge en ti todas las sensaciones de las cosas creadas —del Agua, del Fuego, de lo Seco, de lo Húmedo—, piensa que estás a la vez en todas partes, en el mar y en la tierra y en el cielo; piensa que no has nacido nunca, que todavía eres un embrión: joven y viejo, muerto y más allá de la muerte. Comprende todo a la vez, los tiempos, los lugares, las cosas: las cualidades y las cantidades.”

Es decir: ¡Vive! Vive vorazmente por encima de todo; circula rápido sobre toda otra cosa que quieran venderte en forma de ideal —por muy sagrado que parezca. Una cita con la vida te espera a la vuelta de cualquier esquina, quizás desconocida hasta ahora. Vive con el erotismo voraz e irrefrenable que pedía d’Annunzio, pero sin su violencia sanguinaria…



SELECCION DE POEMAS DE Tengo una cita con la muerte

CITA

Tengo una cita con la muerte
en alguna disputada barricada,
cuando la primavera vuelva con susurrante sombra
y las flores de manzano llenen el aire
–tengo una cita con la muerte
cuando la primavera traiga los días hermosos y azules
  de vuelta–.

Puede ser que me coja de la mano
y que me lleve a su tierra oscura
y que cierre mis ojos y que apague mi aliento
–quizá pase a su lado en la quietud–.
Tengo una cita con la muerte
en alguna descarnada ladera de colina arrasada,
cuando la primavera regrese, un año más,
y asomen las primeras flores en el prado.

Dios sabe que sería mejor estar bien cubiertos
en seda y ser tendidos con perfumes,
donde el amor palpita en sueño placentero,
pulso cercano al pulso, y aliento al aliento,
donde los despertares acallados son queridos…
Pero tengo una cita con la muerte
a medianoche en algún pueblo en llamas,
cuando la primavera se encamine otra vez al norte,
y yo siempre soy fiel a mi palabra,
no faltaré a mi cita.

ALAN SEEGER


***


DULCE ET DECORUM EST

Doblados en dos, como viejos mendigos envueltos en
   sacos,
las rodillas rotas, tosiendo como brujas, maldecíamos
   en el lodo,
hasta que le dimos la espalda a las bengalas que acechaban
y hacia nuestro lejano descanso avanzamos con dificultad.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos habían
   perdido sus botas,
pero seguían, cojeando, cubiertos de sangre. Todos
   lisiados y ciegos;
ebrios de fatiga; sordos incluso a los zumbidos
de las bombas de gas que caían suavemente a sus espaldas.

¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido, muchachos! –un éxtasis al
   revolvernos,
ajustándonos las torpes máscaras justo a tiempo,
pero aún alguien gritaba y se movía, tropezándose
y confuso como un hombre envuelto en llamas o en cal
   viva.–
Turbio a través de los neblinosos cristales y la espesa
   luz verde,
como bajo el verde mar, lo vi ahogarse.
En todos mis sueños, ante mi visión impotente,
   tira de mí, consumiéndose, atragantándose, ahogándose.

Si tú también, en algún sueño sofocante, pudieras caminar
detrás del carro al que lo arrojamos,
y pudieses ver los blancos ojos retorciéndose en su cara,
Tengo una cita con la Muerte 147
su cara que cuelga, como un diablo enfermo de pecado;
si pudieses oír cómo, con cada bache del camino, la sangre
va saliendo a borbotones de sus pulmones corrompidos
   con espuma,
obscenos como un cáncer, amargos como el bolo
   alimenticio
de viles e incurables llagas en lenguas inocentes;
mi amigo, no dirías con tal celo
a los niños ardientes por una gloria desesperada,
la vieja Mentira: dulce et decorum est
pro patria mori
.

WILFRED OWEN


***


HIMNO A LA JUVENTUD CONDENADA

¿Qué toque de difuntos para los que se mueren como
                                                                              reses?
   Sólo la monstruosa rabia de los cañones.
   Sólo el tartamudeo veloz de los fusiles,
puede escupir sus apremiantes rezos.
   Ninguna imitación para ellos de plegarias o campanas,
   ninguna voz de luto salvo los coros
–los estridentes y chiflados coros– de las bombas que
                                                                           gimen;
y las cornetas llamándolos desde tristes condados.

¿Qué velas pueden ser portadas para favorecerlos a todos?
   No en las manos de los niños, sino en sus ojos
brillará el sagrado destello de la despedida.
   La palidez de las frentes de las niñas será su mortaja;
sus flores, la ternura de las mentes pacientes,
y cada lento crepúsculo, un bajar de persianas.

WILFRED OWEN


***


LOS MUERTOS

¡Soplad, cornetas, sobre los ricos muertos!
   No hay ninguno de estos solitario y pobre de vejez,
pero el morir nos ha hecho regalos más valiosos que
                                                                        el oro.
Estos apartaron el mundo; vertieron el dulce
vino tinto de la juventud; entregaron los años que serían
   de trabajo y alegría, y esa serenidad indeseada
   que los hombres llaman edad; y aquellos que hubieran
                                                                               sido,
sus hijos, entregaron, su inmortalidad.
¡Soplad, cornetas, soplad! nos trajeron, por nuestra
                                                                        escasez,
   Santidad, tan añorada, y Amor y Dolor,
el Honor ha vuelto, como un rey, a la tierra,
   y ha pagado a sus súbditos con un sueldo real;
y la nobleza vuelve a caminar con nosotros,
   y ya nos encontramos frente a nuestro legado.

RUPERT BROOKE


***


A MI HIJA BETTY

en días más sabios, mi querida flor, lanzada
a la belleza orgullosa, como era el orgullo de tu madre,
en ese deseado, retrasado e increíble tiempo,
te preguntarás por qué te abandoné, siendo mía,
y el querido corazón que era tu trono de bebé,
por jugármela con la muerte. Y, ¡oh!, te darán rimas
y razones: algunos lo llamarán sublime,
y otros lo declamarán con tono cómplice.
Así que aquí, mientras las dementes pistolas maldigan
   por lo alto,
y los hombres exhaustos suspiren, con barro como
   colchón y suelo,
sabe que nosotros, infelices, ahora con los muertos
   infelices,
no morimos por una bandera, ni un rey, ni un emperador
sino por un sueño, nacido en la cabaña de un pastor,
y por la secreta escritura de los pobres.

THOMAS MICHAEL KETTLE
escrito cuatro días antes de su muerte, 1916


***


EL VERTEDERO DE LOS MUERTOS

El descenso de la artillería sobre el camino hecho añicos
resonaba con su carga oxidada,
asomando como varias coronas de espino,
y los postes herrumbrosos como cetros que se venden
para detener la marea de hombres brutos
sobre nuestros queridos hermanos.

Las ruedas aplastaban a los muertos dispersos,
pero no había daño alguno, aunque sus huesos crujían;
sus bocas cerradas no emitían ninguna queja.
Allí yacían abrazados, amigo y enemigo,
hombre nacido de hombre, y de mujer;
y las bombas aullando sobre ellos
de la noche a la noche y ahora.

La tierra los ha esperado
todo el tiempo de su crecimiento
preocupada por su deterioro:
¡ahora al fin los tiene!
en la fuerza de su fuerza
suspendidos –detenidos y sujetos–.

¿Qué fieras imaginaciones encendieron sus oscuras almas?
¡Tierra! ¿Han entrado en ti?
a algún lado deben de haber ido,
y arrojada a tu dura espalda
está el petate de su alma,
vaciada de las esencias ancestrales de Dios.
¿Quién los lanzó ahí afuera? ¿quién los lanzó?

Ninguno vio la sombra de su espectro mover la hierba,
o se apartó para que pasara su vida a medio usar
a través de sus malditos orificios nasales y de su maldita
   boca,
cuando la veloz abeja candente de hierro
drenó la salvaje miel de su juventud.

¿Y qué de nosotros que, arrojados a la pira y sus alaridos,
caminamos, nuestros pensamientos corrientes intactos,
nuestros miembros afortunados bebiendo el icor,
pareciendo inmortales para siempre?
Quizá cuando las llamas nos agobien
el miedo pueda atascarse en nuestras venas
y la sorprendida sangre al fin parar.
El aire resuena a muerte,
el oscuro aire brota con fuego,
las explosiones son incesantes.
Atemporales ahora, algunos minutos pasan,
estos muertos cruzan el tiempo con vida vigorosa,
hasta que la metralla clama «¡Un final!»
pero no para todos. con dolores sanguinolentos,
algunos echados sobre camillas soñaban con el hogar,
cosas queridas, manchadas de guerra en sus corazones.

Los sesos de un hombre se esparcieron
sobre la cara de un camillero:
sus temblorosos hombros dejaron caer su carga,
pero cuando se inclinaron para mirar otra vez
el alma agonizante estaba demasiado hundida
para ternura humana.

Dejaron a este muerto con los otros, más antiguos,
tendido sobre el cruce de caminos.

Ennegrecidas por una extraña descomposición
sus siniestras caras yacen,
el párpado sobre los ojos;
la hierba y la arcilla colorada
se mueven más que ellos,
unidos a los silencios más profundos.

Aquí hay uno que murió hace poco.
Su oscuro oído captó nuestras ruedas lejanas,
y el alma asfixiada estiró sus débiles manos
para alcanzar el mundo viviente del que hablaban las
   ruedas lejanas;
la inteligencia embotada en sangre latiendo por un poco
   de luz,
gritando a través del misterio de las torturadoras ruedas
   lejanas
preparado para que el final llegara
o para que las ruedas se partieran,
gritó cuando el tictac del mundo rompió sobre su mirada
«¿Vendrán ellos? ¿Vendrán alguna vez?».
incluso cuando los distintos cascos de las mulas,
las mulas de barrigas temblorosas,
y las ruedas veloces se entremezclaban
con su prominente mirada torturada.

Así tomamos rápidamente la curva,
oímos su grito, tan débil,
oímos su último sonido,
y nuestras ruedas sajaron su cara muerta.

ISAAC ROSENBERG


***


ANTES DE ENTRAR EN LA BATALLA

Por todas las glorias del día
   y la fresca bendición de la tarde,
por ese último roce del sol que yacía
   en las colinas cuando el día acababa,
por la belleza desbordada con esplendor
   y las bendiciones recibidas sin cuidado,
por todos los días que he vivido
   haz de mí, señor, un soldado.

Por todos los miedos y esperanzas de los hombres,
   y todas las maravillas que los poetas cantan,
las risas de los años despejados,
   y cada cosa triste y adorable;
por las románticas edades atesoradas
   con este esfuerzo suyo alto y noble,
por todas sus locas catástrofes
   haz de mí, señor, un hombre.

Yo, que en mi colina conocida
   vi con ojos ignorantes
cientos de Tus atardeceres derramar
   su fresco y bermejo sacrificio,
antes de que el sol oscile su espada de mediodía
   debo ahora todo esto despedir;
por todos los placeres que voy a perderme,
   ayúdame, señor, ayúdame a morir.

WILLIAM NOEL HODGSON
escrito dos días antes de su muerte,
el 1 de julio de 1916



NOTAS:
(1) But I’ve a rendezvous with Death,/ At midnight in some flaming town,/ When Spring trips north again this year,/ And I to my pledge word am true,/ I shall not fail that rendezvous. Alan Seeger (N.Y. 22/o6/ 1888— Belloy-en-Santerre 4/7/1916) uno de los poetas antologados, es el autor del poema que con su primer verso da título al libro Tengo una cita con la Muerte (Poetas muertos en la Gran Guerra), murió animando a gritos a sus compañeros a seguir avanzando mientras yacía herido de muerte por los disparos de seis ametralladoras. Tenía 28 años y al caer llevaba el uniforme de los apátridas por excelencia: el de la Legión Extranjera francesa. Era de los pocos que previamente a la guerra llevó una vida bohemia de poeta, tal como se entendía en la época.
(2) Honroso y dulce es morir por la patria (Horacio, Odas, 3, 2, 13).
(3) Tengo una cita con la Muerte. (Poetas muertos en la gran guerra) Linteo Poesía, 2011. Selección, traducción y prólogo de Borja Aguiló Obrador y Ben Clark.
(4) April is the cruellest month . . . Así comienza el primer verso de The Waste Land, publicado por Faber&Faber, Londres 1922 (Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta,/ mezclando memoria y deseo,/ removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.)
(5) Brian Gardner, Up the Line to Death. The War poets 1914-18 (Methuen Publishing Ltd., 1964.
(6) El único hijo varón del Nobel Kipling —autor en su juventud de la guerrera balada Tres soldados”—, John Kipling, tuvo que alistarse en el ejército al estallar la guerra. John murió a los 18 años, en la primera batalla en la que tomó parte, la batalla de Loosen, en el frente Occidental, septiembre de 1915. Toda la obra posterior que el dolor dictó al poeta del famoso poema “If”, conocido por el verso “Serás un hombre, hijo mío”, fue censurada. Los escuetos versos de referencia que motivan esta nota dicen así: ““If any question why we died, / tell them, because our fathers lied”.
(7) Corpus Hermeticum, o Tabula Smaradigna, nombre por que se conoce el conjunto de escritos redactados en el antiguo Egipto por el alquimista Hermes Trismegisto, fue originalmente compendiado durante el Renacimiento y traducido del griego por el neoplatónico Marsilio Ficino por orden de Cosimo di Medici, circa 1464.