Es con tal desazón y pesadumbre que presento de nuevo a los lectores de mis 
columnas, Juego de ojos, reflexiones ya antiguas. ¿Un grito en el 
desierto electoral? Espero que no.
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Pensemos en el papel cada vez más ritualizado de la comunicación. Esto es, 
cómo en las sociedades modernas o las más desarrolladas, se le está dejando cada 
vez más a los medios la responsabilidad de decidir sobre aquello que afecta la 
vida social y la vida política. 
El hombre medio parece haber decidido 
que la importancia y la credibilidad de los medios puede llegar a reemplazar su 
opinión y actuación, reemplazo que se antoja como letargo, como alejamiento de 
los hombres de la actividad que a lo largo de su historia les ha caracterizado: 
la política. 
No parece extraño entonces que algunos consideren el 
quehacer político como patrimonio casi exclusivo de los medios. Una realidad que 
podemos constatar cada vez con mayor frecuencia es la extendida percepción de la 
existencia de los hechos merced a su inclusión en los medios. Y como 
consecuencia la sensación de que lo que no nos es servido por los medios no 
existe, o corresponde a una dimensión ajena. 
Los siglos XIX y XX son 
ricos en ejemplos. Sin excepción, todos los movimientos populistas de este 
periodo utilizaron los símbolos y los ritos como instrumentos de comunicación. 
Pero fueron los nacionalsocialistas alemanes quienes mejor entendieron y 
comprendieron la capacidad de los medios como vehículo para insertar en el 
imaginario social la 
realidad que su propuesta política pretendía 
construir. 
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Walter Lippmann entendió bien los 
alcances movilizadores de la prensa y su función al interior de la sociedad, 
pero llegó a una aguda conclusión: la prensa no puede suplir a las instituciones 
políticas. Lippmann escribía en 1922 y sus ideas no han perdido vigencia: 
mejorar los sistemas de recolección y presentación de las noticias no es 
suficiente para perfeccionar la democracia, pues verdad y noticia XE "verdad y 
noticia:no son sinónimos" no son sinónimos. La función de la noticia es resaltar 
un hecho o un evento. La de la verdad, sacar a luz datos ocultos. La prensa –hoy 
los medios-, en una de las afortunadas metáforas de Lippmann, es como un 
faro cuyo haz de luz recorre incesantemente una sociedad e ilumina 
momentáneamente, aquí y allá, diversos episodios. Y si bien éste es un trabajo 
socialmente necesario y meritorio, es insuficiente, pues los ciudadanos no 
pueden involucrarse en el gobierno de sus sociedades conociendo sólo hechos 
aislados.
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¿Hasta qué punto los medios reconocen pero se benefician de este rol? 
¿Tiene realmente la llamada sociedad civil alguna posibilidad de inhibir la 
pretensión de los medios de ser los paladines de la democracia cuando 
manifiestamente están lejos de serlo? ¿Podemos encontrar mecanismos de 
“autodefensa social” en este contexto? Esta visión pudiese parecer exagerada, 
pero no lo es si aquilatamos la extensión y profundidad que los medios alcanzan 
en el tejido social. Quizá un camino inicial pase por desconfiar de afirmaciones 
complacientes y tranquilizadoras, de la especie: “prensa y 
democracia "democracia" se encauzan y determinan 
recíprocamente”. No hacemos bien a uno ni a otro concepto. No entronicemos a 
los medios como defensores de la democracia, démosles la responsabilidad que les 
corresponde: informar a la sociedad. Sólo en la medida en que se logre la 
confesión de una responsabilidad, esto es, que los medios asuman que ésa es la 
tarea que les toca y que corresponde al resto de la sociedad evaluarla y actuar 
en consecuencia, incluso políticamente si se requiere, estaremos encontrando el 
punto de convergencia entre medios y democracia. Perfeccionar la democracia 
requiere mejores instituciones, no necesariamente más medios.
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Los medios que conocemos repiten de alguna manera lo que en la antigua 
Grecia se conoció como el foro público, llamado por algunos estudiosos 
contemporáneos la esfera pública. De la misma forma que en aquél, 
los ciudadanos en principio debían poder reunirse en éste para discutir sobre 
los temas comunes. Es decir, los medios como foro de la democracia. Si bien 
durante los siglos XVIII y XIX la prensa tuvo un rol importante en este sentido, 
esta función política ha sido colocada en un segundo plano y ha sido reemplazada 
por una función mayoritariamente comercial. 
Se debe estar prevenido 
contra la confusión semántica en esta comparación de los medios con el foro 
público y el papel que debiera asumir en la esfera 
pública, pues no basta que un gobierno ofrezca a su sociedad, por ejemplo, 
un “servicio de difusión pública” para que se garantice el concepto de esfera 
pública. Por el contrario, la corta historia de la transmisión pública nos 
ofrece numerosos ejemplos de cómo en el escenario político la mayoría de las 
empresas de transmisión pública en realidad contribuyeron al control de la 
esfera pública más que a su expansión dinámica. 
Reconozcamos que 
el papel mediatizador de los medios está quizá enunciado teóricamente pero 
no está suficientemente explorado en la práctica ni puesto en tela de juicio. El 
riesgo social que ello conlleva es la despolitización, el imperio de la falsa 
comunicación, es decir, la ausencia absoluta de la interacción, la prevalencia 
de la no-comunicación. La cultura de la pantalla ha reemplazado al pensamiento, 
y la auto referencia mediática a la prueba de la realidad. Al distraernos, 
abandonamos el mundo. 
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El régimen de propiedad de los medios, generalmente privado, no cancela el 
riesgo de corrupción debido al ejercicio prolongado de una actividad que, a 
diferencia de muchas otras actividades comerciales, se nutre justamente del 
contacto con el poder. Se podría plantear la alternancia en el poder en el 
manejo de los medios -no en el cambio de propietarios- lo cual cabría 
perfectamente en un código de ética, tema tan de moda en estos días. 
Debemos preguntarnos si en el fondo no hemos tenido que aprender a vivir 
con un nuevo fundamentalismo, que podría expresarse así: los medios -como 
continuidad- se consideran depositarios de la verdad y de las necesidades 
sociales, sobre todo si de derechos democráticos y de justicia se trata. Pero no 
sólo por la actividad que les es propia, que es la de investigar, recoger y 
difundir los hechos cotidianos, sino porque el discurso de reclamo democrático 
consideran haberlo ganado gracias a su experiencia de relación con los grupos de 
poder. 
Siguiendo esta línea de pensamiento, la información no es un bien 
que se ofrece a la sociedad para que ésta configure los mecanismos de relación 
que considere pertinentes con el poder, poder que -además- la propia sociedad ha 
otorgado, sino que se convierte en patrimonio para una relación de poder a 
poder. Tenemos que la sociedad ya no es capaz de enterarse por sí misma de lo 
que sucede en su entorno, de lo que sucede fuera de sus fronteras y, sobre todo, 
no tiene acceso a muchos sucesos de la vida política. Ese espacio en el que la 
sociedad no es capaz de incidir, incluso por cuestiones prácticas y por la 
complejidad de la vida moderna, es ocupado por los medios, que adquieren por esa 
vía el papel de líderes. La realidad es que la actividad propia de los medios 
les hace acumular poder, tanto frente a otros poderes establecidos como frente a 
la sociedad a la que dicen servir.
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En materia de comunicación, con lo que tropezamos continuamente es con una 
gran cantidad de medios cuya oferta es el entretenimiento. Podemos además 
constatar fácilmente que los empresarios de la comunicación apuestan a ganar por 
esta vía dado que tal mercancía se vende mejor y más fácilmente. Ergo, las masas 
lo que están consumiendo son programas de entretenimiento en radio y televisión: 
música, películas, programas de concurso, series policiacas, dibujos animados o 
telenovelas. Lo mismo sucede con los impresos. 
¿Y la información? 
Los noticieros -de radio, de TV- y la prensa escrita, tienen naturalmente 
un público, el que sin duda representa el núcleo más activo, o potencialmente 
más activo, cuando de discutir asuntos públicos se trata, pero no es comparable 
con el porcentaje de población cuyos patrones de consumo se orientan al 
entretenimiento. 
Resulta notable que para cierta clase de información que 
pudiera ser juzgada poco relevante como la deportiva, se exigen hechos “duros”: 
cifras, realidades, nombres concretos, situaciones, fechas, resultados... 
mientras que para otra que se antoja de mayor relevancia y que tiene que ver con 
el análisis de la sociedad, como la información política, se aceptan 
declaraciones, presunciones, rumores, deducciones y exageraciones.
Quizá 
fuera conveniente recuperar la suspicacia política con que fueron escudriñados 
los hechos sociales en las décadas de los setenta y ochenta -acusadamente las 
manifestaciones culturales-, con la ventaja de la mirada retrospectiva que nos 
permite distanciarnos de los determinismos, para fabricar nuevas herramientas de 
análisis y conocimiento de los medios contemporáneos.