Antono Muñoz Molina

Antono Muñoz Molina



Antonio Muñoz Molina:<i>La noche de los tiempos</i> (Seix Barral, 2010)

Antonio Muñoz Molina:La noche de los tiempos (Seix Barral, 2010)


Tribuna/Tribuna libre
Antonio Muñoz Molina. El tiempo en sus manos
Por Justo Serna, lunes, 4 de octubre de 2010
El pasado día 24 de septiembre de 2010 tuve la oportunidad de compartir con Antonio Muñoz Molina la sesión de apertura del Hay Festival que se celebra en Segovia. Era la cuarta edición y era, como en ocasiones anteriores, una copiosa sucesión de actos culturales. No hay un hilo conductor. En realidad, la misión del Festival es servir de revulsivo, de acicate. Extendiéndose por toda la ciudad, su función es la de provocar implicación, la mutua implicación, de espectadores y artistas, de lectores y escritores. La creación no es un acto que se realice sin el concurso de los destinatarios. Es un proceso complejo en el que la obra se cumple cuando el público la hace propia, cuando la interpreta o malinterpreta, cuando la disfruta o la padece. En Segovia, las exposiciones y las performances son la conclusión, tras un activismo lector o espectador que impresiona. Grupos organizados se apropian efectivamente de la obra para desentrañar su concepción, sus claves.
¿Un ejemplo? A comienzos de ese mes de septiembre empezaba en Segovia la lectura pública de La noche de los tiempos. Pocas semanas después, la novela había sido completada por un variado número de personas, por un espectro amplio de lectores. La sesión en la que intervine con Antonio Muñoz Molina, celebrada en los Salones de Caja Segovia, tenía un público multitudinario: numerosos espectadores dispuestos a confirmar o a descartar lo aprendido, el acto supremo de lectura, la consumación y el contraste de lo sabido por el destinatario y lo sabido por el autor.

Fue una conversación sobre las claves de la novela. El público estaba implicado y la charla discurrió fluidamente. Teníamos en cuenta las preocupaciones que los lectores habían manifestado y teníamos en cuenta los malentendidos que la propia obra ha podido provocar desde su aparición. ¿Se trata de una novela histórica? ¿Pertenece a dicho género? ¿Cuánto hay de ficción en una historia ambientada en el Madrid de 1936? Las palabras que siguen no son una reproducción de lo que allí dijimos. Son mi interpretación –o reinterpretación— de lo que allí debatimos a partir de una historia menuda, una microhistoria de hechos posibles que afecta a personajes arrastrados por la gran corriente del devenir. No esperen una exégesis erudita. Es una reflexión.

Empecemos con algo trivial. El presente es eso que pasa, que sucede justo en este momento. Para vivir dicho presente tenemos automatismos: son rutinas que nos permiten sobrevivir cada día. Podemos emprender la jornada sin hacer grandes reflexiones, grandes investigaciones sobre lo que nos rodea. Emprendemos actos que tienen un marco en el que cada acción posee significado para el actor y para el espectador. El sentido de las cosas está condicionado por ese código. Hasta aquí, todo es previsible, resultado de la tranquilidad que nos proporciona lo que podemos anticipar. Pero tenemos una experiencia embarazosa: no siempre coinciden el significado que le damos a las cosas y el sentido que le dan los espectadores. ¿El resultado? Pues los malentendidos de la vida cotidiana, los desacuerdos: ese conflicto de interpretaciones que nos incomoda.

El presente predecible sólo en parte lo es cuando funcionan los automatismos y las rutinas, la experiencia fatigosa de cada día. Pero el presente impredecible, visto retrospectivamente, no es obvio ni fatal, como tantas veces queremos creer

Aparte de estos roces, tenemos la experiencia de que las rutinas y los automatismos no siempre nos sirven. Algo brusco, inapelable, súbito quiebra las confianzas, las certidumbres. El presente entonces nos parece completamente impredecible. No hay expectativa que se cumpla y todo cobra una dimensión contingente, precaria: la que tienen las cosas humanas. En esa circunstancia, el significado de los actos y los efectos de las acciones son confusos. Justamente por eso debemos guiarnos con audacia y con tiento, sabiendo que la experiencia tiene un valor limitado, limitadísimo. Todo irrumpe sin que lo conocido nos sirva para contener el aluvión de lo nuevo, de lo extraordinario. Propiamente ignoramos qué nos deparará el porvenir. Constatamos otra vez el sentido real de los hechos humanos: estamos a merced de lo casual, de lo fortuito, de lo imprevisible.

A posteriori, cuando las cosas han sucedido y tenemos ya suficiente distancia temporal, distinguimos el proceso o la cadena de actos como algo inteligible. Todo parece ser evidente retrospectivamente, cobrando entonces la dimensión ficticia de lo necesario, de lo inevitable. El contexto nos resulta obvio: en dicha circunstancia, los factores sólo podían producir esos efectos, nos decimos. Es entonces cuando vemos falsamente los hechos como si éstos fueran indudables, con esa fatalidad que tienen las cosas ya acontecidas. Parece haber un destino y un significado que no habíamos sabido apreciar.

Nada de esto es así. El presente predecible sólo en parte lo es cuando funcionan los automatismos y las rutinas, la experiencia fatigosa de cada día. Pero el presente impredecible, visto retrospectivamente, no es obvio ni fatal, como tantas veces queremos creer. La gente no sabe qué va a pasar, pero a la vez espera que las cosas marchen según dictan su sentido común, su sentido práctico y su memoria. ¿Nos sirve la memoria? Por supuesto, hay ciertos actos que se repiten y saber esto nos ahorra esfuerzos. ¿Y cuando los hechos no son repeticiones? Pues entonces la memoria es analogía. Las circunstancias se parecen y en función de esas semejanzas tomamos decisiones. 

Pensemos en el protagonista de La noche de los tiempos. Su nombre, que evoca la bondad bíblica y la ausencia de culpa, es Ignacio Abel. Tiene un mundo previsible, consumado. Tiene una realidad asegurada con rutinas, con automatismos. Dos hechos lo confirman. Primero, su trabajo como arquitecto en el Madrid republicano: ese proyecto del que participa con entusiasmo, la Ciudad Universitaria. Segundo, su vida matrimonial con Adela, una buena esposa con la que ha creado una familia próspera. Tienen hijos prometedores. Sin embargo, dos cataclismos rompen la rutina laboral y quiebran la seguridad doméstica. Con ello, como nos dice el narrador de la novela, “los antiguos actos automáticos quedan cancelados por la incertidumbre”. Por un lado, la aparición de Judith Biely, la joven americana de paso por Madrid, de la que Abel se enamorará con un trastorno emocional irremediable. Por otro, el alzamiento de julio del 36, el golpe militar que se convierte en guerra y que a Ignacio le sorprende en la Capital de España.

¿Cuál es la particularidad de esta novela? Que el autor se convierte propiamente en narrador y, por tanto, nos muestra lo que ocurre en 1936, pero también nos describe sus dificultades de exhumación: ¿cómo acceder a un mundo en el que no se ha vivido, un mundo del que sólo quedan vestigios?

Estamos en una novela: los protagonistas son fruto de la imaginación y los hechos concretos que les acaecen son inventados. Las fuentes en las que se inspira el autor no son únicamente ficticias. Tampoco el contexto. Para que una novela se consume ha de ser leída, por supuesto; pero sobre todo ha de ser creída: debe resultar verosímil. ¿Qué género es éste? No lo demos por obvio: una novela es una estructura verbal en prosa en la que se nos cuenta una historia, en la que se nos muestran unos hechos, en la que suceden cosas que sabemos y en la que ocurren cosas que jamás averiguaremos. Una novela, insistamos en ello, es una sucesión de actos emprendidos por personajes imaginados en un tiempo y en un espacio determinados. La imaginación, la pura invención, necesita hacerse real, presuntamente real, efecto que se logra con el arte de la narración, con la sugestión de verdad, con refuerzos externos y reconocibles. Pero una novela necesita, obviamente, un autor que invente, que construya ese mundo más o menos parecido al histórico: artificio que logra gracias a señuelos, a marcas de realidad. Necesita también un narrador o narradores, aquel o aquellos que cuentan dicha historia: es decir, la novela precisa una voz o voces que relaten; y requiere asimismo perspectiva o perspectivas, el punto de vista desde el que se administra la información.

¿Qué ocurre en La noche de los tiempos? ¿Cómo se verifica lo anterior? La labor del novelista es una tarea imaginaria, incluso fantasiosa: escribe cosas de personajes que, como tales, jamás existieron. Pero la tarea del autor se asemeja también a la del investigador, a la del historiador o documentalista que acude al archivo o a la hemeroteca para informarse. ¿Cuál es la particularidad de esta novela? Que el autor se convierte propiamente en narrador y, por tanto, nos muestra lo que ocurre en 1936, pero también nos describe sus dificultades de exhumación: ¿cómo acceder a un mundo en el que no se ha vivido, un mundo del que sólo quedan vestigios? ¿Cómo recrear lo que el novelista no ha conocido por experiencia directa, ese Madrid del que nunca fue contemporáneo?
Se documenta, sí, pero hay un parte fundamental de la vida, de la vida real, que no deja huella. No me refiero a lo inconsciente o a lo onírico. Me refiero a la vida de vigilia que no se plasma o que reservamos: es, por ejemplo, aquello que pensamos y no verbalizamos; aquello que aventuramos y no realizamos; aquello que nunca podríamos decir. De esa parte conjetural o fantasiosa hay escaso vestigio: tal vez y con algo de suerte podremos hallar algún atisbo en una correspondencia privada, en un diario. ¿Cómo acceder a ese mundo vedado, prohibido? El novelista ha de imaginar valiéndose para ello de relatos autobiográficos (los de Arturo Barea) o de cartas amorosas (las de Pedro Salinas), las fuentes de su inspiración. Pero sobre todo ha de ponerse en el lugar de sus protagonistas: tomarse como trasunto, como remedo de aquellos que quiere revelar. Supone interpretar, captar sentimientos y pensamientos, ahondar en lo íntimo y no sabido. Es trasladarse propiamente a un mundo que no es el suyo: hacer un ejercicio de traducción sin que eso se aprecie, sin narcisismos explícitos.

El autor, finalmente narrador, sabe cómo será el porvenir colectivo. O eso parece, pero si ha de transmitir fuerza y verdad a su relato, si ha de ser verosímil, debe evitar el juicio retrospectivo, la soberbia de quien conoce lo que está por llegar

¿Qué hacen los personajes y qué sentido dan a sus actos cuando el futuro se ignora, cuando ya no valen rutinas ni automatismos? El autor, finalmente narrador, sabe cómo será el porvenir colectivo. O eso parece, pero si ha de transmitir fuerza y verdad a su relato, si ha de ser verosímil, debe evitar el juicio retrospectivo, la soberbia de quien conoce lo que está por llegar. Ha de contar como si ese futuro fuera verdaderamente incierto: entre otras cosas porque, si lo piensa bien, el proceso no se ha cerrado y el tiempo no se ha consumado muchas décadas después.

Antonio Muñoz Molina se desdobla en sus distintos personajes: no sólo en Ignacio Abel. Se desdobla e imagina la reacción que ellos tendrán en el contexto de sus actos. Ha de ser congruente con sus rasgos, pero sobre todo para transmitir fuerza descriptiva y viva el narrador ha de conjeturar sobre sus propios actos en aquel contexto. ¿Qué habría hecho yo en aquella circunstancia? No se trata de hacer copias retrospectivas de una identidad actual, sino de proyectar sentimientos presentes y, por tanto, inciertos en un pasado que aún estaba por cumplirse. Es lo que debería hacer todo buen historiador.

¿Entonces son equivalentes la novela, ésta, y la historia, la que podría escribir un investigador? O, en otros términos, ¿estamos ante una novela histórica? Respondamos: La noche de los tiempos no pertenece a dicho género. El hecho de que esté ambientada básicamente en el verano de 1936 no la hace histórica en el sentido que le dan quienes cultivan el género. En realidad, es una novela sobre el presente, sobre esos hechos que acaecen y de los que no tenemos certidumbre porque se han roto las expectativas o porque la incertidumbre se hace manifiesta. ¿Qué hace el novelista? Inventa, desde luego, pero para reforzar su historia se documenta como un historiador. ¿Y qué haría el historiador? En principio, al investigador le está vedado todo ejercicio de invención. Ha de atenerse a lo efectivamente ocurrido sin añadir nada. ¿Es así? Lo ocurrido deja rastros, esos rastros que luego empleará como fuentes para reconstruir. El historiador tiene datos contrastados que son fruto de la actividad humana, aquellas huellas que los antepasados dejaron: el testimonio de sus vidas, la perspectiva o versión de los hechos que vivieron como observadores o protagonistas.

Pero, como antes decía, de todo lo pensado, conjeturado, sospechado, deseado, fantaseado por nuestros antecesores no hay pruebas íntegras que se conserven en los archivos o en las hemerotecas. Además, ha de atribuir sentido a los actos de los antepasados y ese significado ulterior no viene dado por la fuente: los documentos son parciales y contradictorios. El historiador debe tener cuidado para no atribuir a los individuos que no sabían lo que él cree saber simplemente porque ha vivido después. Entre lo constatado empíricamente y lo pensado o conjeturado sin respaldo documental, el investigador imagina: imagina con cautela, haciendo un ejercicio humano de traducción. Y en este punto es justamente cuando se encuentra con el novelista que quiere ser fiel a la historia pasada o, mejor, a ese presente que aún no estaba cerrado. Se encuentra con el autor convertido en narrador.

La novela, La noche de los tiempos, tiene una gran fuerza dramática por el curso venidero de los acontecimientos, pero tiene también gran poderío por la reconstrucción emocional y escenográfica de los detalles, detalles que vamos averiguando conforme el relator nos los revela: con dificultad, con minuciosa exhumación

La novela, La noche de los tiempos, tiene una gran fuerza dramática por el curso venidero de los acontecimientos, pero tiene también gran poderío por la reconstrucción emocional y escenográfica de los detalles, detalles que vamos averiguando conforme el relator nos los revela: con dificultad, con minuciosa exhumación. Casi todo está en el primer capítulo: allí en esas páginas, el autor nos proporciona lo que necesitamos saber para familiarizarnos con Ignacio Abel. No hay un narrador omnisciente, sino un observador que ve parcial y escasamente las cosas que le ocurren al protagonista. Es cautela y es una información administrada con tiento: por eso hay novecientas y pico páginas para verlo, para tratar de trasladarnos a un mundo que, a la postre, es un país extraño.

"Lo veo primero de lejos, entre la multitud de la hora punta, una figura masculina idéntica a las otras, como en una fotografía de entonces". ¿De entonces? El narrador confiesa indirectamente en qué momento cuenta y, por tanto, en qué época nos describe los hechos. Lo ve, lo entrevé, está al corriente y nos va precisando con mucho cuidado. “En la cartera que abulta en el bolsillo derecho de su gabardina guarda una foto de Judith Biely y otra de sus hijos, Lita y Miguel, sonriendo una mañana de domingo de hace unos meses: las dos mitades rotas de su vida, antes incompatibles, ahora perdidas por igual”. ¿Perdidas por igual? Ese pensamiento es de Ignacio Abel un día de octubre de 1936, cuando se dispone a tomar un tren en la Estación de Pennsylvania, en Nueva York. No sabe qué le reserva el futuro; tampoco el narrador lo sabe con certeza. Lo ve y lo entrevé en la Estación, ya digo, y la descripción es lenta y prudente.

“Ahora lo veo mucho mejor”, nos dice el narrador, “aislado en ese instante de inmovilidad, cercado por los gestos bruscos, por miradas hostiles, la prisa contrariada de los que saben seguro adónde van, cansados del trabajo en las oficinas, apresurándose para tomar trenes…” Abel marcha con torpeza y con el estupor de quien se aventura en un futuro abierto: el tren es metáfora de la vida, cierto, pero es también la marcha literal de quien ha perdido el pasado, de quien se aleja de una España rota y de un matrimonio acabado. Lleva una maleta, “la maleta europea maltratada por los viajes pero todavía distinguida, con etiquetas de colores vivos y nombres de hoteles y de transatlánticos que también podré ver si mi atención actúa como una lente de aumento”, confiesa el narrador. Es decir, pasa del plano general al plano-detalle: el observador ajusta el objetivo para apreciar lo que a simple vista no se aprecia.

En realidad, todo sucede en el presente y el relator fisgonea, curiosea para nosotros. O quizá no; quizá son verbos desdichados, pues no hay frivolidad en este acto; hay esfuerzo de comprensión, una hermenéutica del detalle sabido o sólo intuido, una exégesis de la conducta humana. El narrador está por encima y como en un plano-secuencia se adentra por la ventana o baja al suelo hasta reparar en lo minúsculo, en la superficie de las cosas, esas mismas que revelan todo a poco que uno se fije. “El alma de las cosas no está en sus fotografías sino en las cosas menudas que tocaron, las que tuvieron el calor de las palmas de sus manos”, nos dice el narrador haciéndose eco de un pensamiento de Abel. Se refiere a Judith Biely, pero podría ser la declaración del propio relator cuando quiere acceder a ese mundo desaparecido. Es un testigo indirecto; es un viajero del tiempo, en una máquina que él pone en funcionamiento con recursos vastísimos y a la vez insuficientes

¿Cómo reemplazar esa impresión sensorial y emocional que ya no puede experimentar el narrador? Pues revelándonos esa carencia, no ocultando el abismo que le separa de un presente que no es el suyo. O, como el historiador, viendo y palpando los vestigios que quedan

“Quiero imaginar con la precisión de lo vivido lo que ha sucedido veinte años antes de que yo naciera”, dice el narrador en la página 575. Nos proporciona una pista fundamental. Habla de 1936 y la fecha de nacimiento del narrador es 1956. Pero para imaginar –que es documentar los hechos con lo posible y hasta con lo probable--, “para hacerlo de verdad necesitaría algo casi tan imposible como la clarividencia de un pasado muy anterior a la propia memoria: necesitaría la inocencia sobre el porvenir, la ignorancia absoluta sobre lo que ya es inminente en la que viven cada una de esas personas, su ceguera asombrosa y unánime”, precisa una página después. Es una tarea de empatía y de cercanía.

“Pero quién podrá adelantar la mano traspasando la frontera del tiempo; tocar las cosas, no sólo imaginarlas, no sólo verlas en vitrinas de museos o fijándose mucho en los pormenores de las fotografías”. Tocar, sí, la materialidad de las cosas pasadas en su discurrir cotidiano, esos objetos triviales que, al final, son “un tesoro: subir a un taxi, por ejemplo, percibir los olores que habría en el interior de un taxi de Madrid un día de julio de 1936, a cuero gastado y sudado, sin duda, a la brillantina que se echaban entonces los hombres en el pelo”, añade. Pero “todo ha desaparecido, o casi todo, igual que ha desparecido casi todo lo que podría ver si me fuera concedido el don de ir en ese taxi asomado a la ventanilla, salvo la topografía de las calles y la arquitectura de un cierto número de edificios”. ¿Cómo reemplazar esa impresión sensorial y emocional que ya no puede experimentar el narrador? Pues revelándonos esa carencia, no ocultando el abismo que le separa de un presente que no es el suyo. O, como el historiador, viendo y palpando los vestigios que quedan.

Por ejemplo, “toco las hojas de un periódico –un volumen encuadernado del diario Ahora de julio de 1936—y me parece que ahora sí estoy tocando algo que pertenece a la materia de aquel tiempo; pero el papel deja, en las yemas de los dedos, un tacto de polvo, como de polen muy seco, y las hojas se quiebran en los ángulos si no las paso con la cautela necesaria”, admite. Es decir, la impresión sensorial y emocional sólo se realiza en parte, pues al documento se le adosa el tiempo transcurrido, la materialidad que también se quiebra. Pero, como el historiador, tampoco el narrador renuncia. “No me cuesta nada conjeturar que Ignacio Abel leería ese periódico, republicano y moderno, templado políticamente, con excelente información gráfica”. No le cuesta conjeturar “al cabo de casi tres cuartos de siglo como un zumbido de panal, un rumor poderoso y lejano de palabras perdidas, de voces que se extinguieron hace mucho tiempo”, dice el narrador. Y lo dice para situarse y para regresar con elipsis al momento ya imaginado. “Compró el periódico el domingo 12 de julio al bajarse del tren…”

En fin, da mucha tristeza revivir esa catástrofe que se avecina y que los protagonistas aún ignoran. ¿Habrá futuro para ellos? Cierta vez, con ocasión de un encuentro que preparan, Judith acaba su conversación telefónica diciéndole a Ignacio algo esperanzador: “time on our hands”. Abel disfruta de todo aquello que está aprendiendo, de todo aquello que prefigura un porvenir que no es improbable. El tiempo aún está en sus manos y esa expresión común, esa frase hecha, es la expectativa y es la condición humana, siempre amenazada. Es la contingencia que se opone a la fatalidad de la muerte, de la desaparición, de la simple destrucción.

En las manos del narrador, en las manos del autor, está ese tiempo que ha exhumado para nosotros. Antonio Muñoz Molina ha sido capaz de ello, sí; ha sido capaz de amoldar el curso del devenir para entregárnoslo a manos llenas. Es el tiempo a manos llenas. Es un presente.

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