Boris Pahor: <i>Necrópolis</i> (Anagrama, 2010)

Boris Pahor: Necrópolis (Anagrama, 2010)

    TÍTULO
Necrópolis

    AUTOR
Boris Pahor

    EDITORIAL
Anagrama

    TRADUCCCION DEL ESLOVENO
Barbara Pregelj

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 257 páginas. 17,70 €



Boris Pahor en marzo de 2007 (foto de Matjaž Rebolj; fuente: wikipedia)

Boris Pahor en marzo de 2007 (foto de Matjaž Rebolj; fuente: wikipedia)


Reseñas de libros/No ficción
Boris Pahor: Necrópolis (Anagrama, 2010)
Por Eduardo Laporte, lunes, 5 de julio de 2010
La editorial de Jorge Herralde publica en España Necrópolis, obra fundamental en la literatura de campos de concentración, que fue publicada por vez primera en 1967. Más de cuarenta años después, Pahor, nacido esloveno en 1913 en la italiana -y metaliteraria- ciudad de Trieste, presentó en Barcelona esta nueva publicación de la mano de Anagrama. En las páginas de esta obra autobiográfica, el autor repasa su estancia como prisionero del campo de concentración de Dachau, fábrica de matar judíos que desde hace décadas abre sus puertas como museo de las atrocidades perpetradas por el nazismo. Pahor se atreve a visitar ese siniestro paraje del que él, como Viktor Frankl, Jorge Semprum o Imre Kertész, pudo salir con vida, y se enfrenta a la banalización de unos turistas incapaces de asumir todo aquel horror con una visita veraniega de media tarde. Pahor hace de tripas corazón y asume que aquella pareja que se desvive por besarse en los recovecos de ese Dachau convertido hoy en Memorial jamás podrá comprender, de raíz, todo lo que entre aquellas paredes ocurrió. Quizá por eso, porque las imágenes no siempre son suficientes, se animó a escribir este libro, para luchar contra un olvido calamitoso y una frivolización del sufrimiento perfectamente estúpida.
La literatura puede, a veces, cumplir una función. No sabemos exactamente cuál es, y delimitarla del todo es matarla un poco. Escribir un libro para concienciar, así, de entrada, resulta algo empobrecedor. Una obra literaria no puede tener una prioridad tan definida; fracasaría, además, si partiera de entrada con ese planteamiento. Lo leí hace poco de los libros de Jostein Gaarder: literatura y pedagogía es un matrimonio complicado, por lo que Jostein Gaarder podrá escribir libros estupendos que nos acerquen a la filosofía, pero nunca optará al Nobel.

Boris Pahor, en Necrópolis, hace literatura. La hace porque hay una música indefinida, indefinible, que impregna todas sus páginas y que no sabemos que es. Belleza, dignidad, insumisión, humanidad, pero sin que digamos “esto es belleza, dignidad, insumisión, humanidad”. ¿Cuál fue el motor, la raíz que impulsó a este escritor esloveno a ponerse frente a frente a unos fantasmas de tan difícil digestión como es la amalgama de recuerdos de una estancia en un campo de concentración nazi? Yo diría que tres.

En primer lugar, la rebeldía ante una tendencia a la banalización, a la falta de empatía ante un sufrimiento que corre el riesgo de desdibujarse, de entenderse como un capítulo extraño y poco menos que irreal en el imaginario colectivo. Se pregunta Pahor qué concepto de aquello se hacen los visitantes que acuden a Dachau y contemplan unas fotografías ampliadas con una multitud de “cabezas rapadas, pómulos salientes y mandíbulas parecidas a las cerraduras, colgadas en el interior de los barracones”. Bien, esas fotos son ilustrativas, y quizá hicieron por transmitir la existencia del genocidio nazi mejor que mil libros, que millones de palabras. Qué habría sido de los nazis sin esas tremebundas fotografías de los cuerpos reducidos a huesos cubiertos de una miserable capa de piel, de aquellos camiones que cargan cadáveres como estiércol rumbo al más siniestro de los crematorios, tras la ominosa y letal ración de Zyklon-B. Se habrían ido de rositas, seguramente. Pese a estar orgullosos de sus genocidas atrocidades, pues no era sino una plasmación práctica de su ideología, el aparato nazi trató a toda prisa de ocultar todo lo concerniente a su particular praxis para hacer prosperar la raza humana e intentaron por todos los medios tapar todo aquello que les pudiera comprometer. Sin embargo, fue tal la magnitud documental del Holocausto que no pudieron escurrir el bulto. Por desgracia, otros regímenes totalitarios con métodos de represión no tan aparatosos pero sí igualmente selectivos y con similar deseo de erradicar al diferente, corrieron mejor suerte y le colaron un gol a la Historia, que pasó por alto sin juzgarles.

Es encomiable la elegancia y la falta de autocompasión con la que Boris Pahor va narrando lo que ve en su visita al campo de concentración, codo a codo con esos turistas con alma de borregos, y esto de borregos lo digo yo, no Pahor

Sin embargo, a veces la foto queda coja sin pie de página. Qué sería la muerte del miliciano de Robert Capa sin la guerra civil española de fondo. Las fotos, las imágenes, están para ilustrar algo que se ha de conocer previamente. Son secundarias en el sentido de secundar, de servir de vehículo a un mensaje más potente, como puede ser el literario. Así lo cree, al menos, Boris Pahor, y por eso escribe Necrópolis y no se conforma con enviar a los museos una foto de su figura famélica de cuando su paso por Dachau. Reproduzco un pasaje de Necrópolis que expresa fielmente esta idea:

“Ningún panel podrá jamás ilustrar el estado de ánimo de un hombre que tiene la sensación de que el tazón de hierro de su vecino contiene medio dedo de líquido amarillo más que el suyo”.

Por eso, Necrópolis.

La segunda razón para escribir este libro la enuncié antes. Esa pareja, un chico negro y una mujer menuda, blanquita, norteamericanos, buscando un refugio para saciar su deseo, para besarse, entre los hornos crematorios y una “doble barrera de alambre que tienen delante de sus ojos, que parece no molestarles en absoluto”. No hay acritud avinagrada en ese Pahor metido a curioso observador del Dachau de sus horrores, sino más bien un asumir que aquello les queda demasiado grande a esa gente. Aprehender todo aquello no se consigue en una tarde. Como tampoco es fácil de asumir, y estas pequeñas confesiones espontáneas enriquecen mucho el libro de Pahor, que un día habría unos enamorados besándose en las escaleras que otrora usaron esos sacos de huesos andantes que fueron los miles de presos confinados en aquel lugar. Es encomiable la elegancia y la falta de autocompasión con la que Boris Pahor va narrando lo que ve en su visita al campo de concentración, codo a codo con esos turistas con alma de borregos, y esto de borregos lo digo yo, no Pahor. “Me ha alcanzado una ola de turistas y me retiro hacia el fondo”, dice, en la página 63, sin gravedad ni histerismo ninguno.

No creo que haya un intento meramente pedagógico, un “¡eh, mirad lo que viví, idiotas!”. La obra de Pahor va más allá de esa intención utilitarista de la literatura. Sí, pero hay un deseo latente de luchar contra eso, y el resultado es este libro.

Al leer una obra como esta nos alejamos de la pareja besucona de Dachau y nos sentimos, de alguna manera, mejor. Nos alejamos de cualquier complicidad filonazi, filosalvaje, al empatizar con el relato de Pahor


Otra de las causas, por decir sólo tres, que me atrevo a plantear como generadoras de este libro, reside en un capítulo en la infancia de Pahor que aparece en el libro y que figura, destacada, en los principales resúmenes biográficos del autor. Me refiero al incendio de la casa cultura eslovena que los fascistas perpetraron en 1920, y que el niño Pahor presenció con ojos incrédulos. “A quien en la edad escolar haya conocido el pánico de una comunidad aniquilada a la que se obliga a mirar impotente cómo las llamas consumen su teatro en el centro de Trieste, a éste le han mutilado la visión de su futuro para siempre”, dice en la página 42 de Necrópolis.

Tres motivos, entre otros muchos, que dan como resultado este descarnado, pero no exento de una extraña belleza, libro.

Dicho todo esto, ¿disfruta el lector al viajar por sus páginas? Porque una obra puede ser todo lo éticamente comprometida que se quiera, pero si no contagia al lector de una cierto entusiasmo, habrá fracasado. No es un libro fácil, diré, antes que nada. No es un tema ligero, ni una obra de tumbona y playa. Ahí reside precisamente, su valor. Al leer una obra como esta nos alejamos de la pareja besucona de Dachau y nos sentimos, de alguna manera, mejor. Nos alejamos de cualquier complicidad filonazi, filosalvaje, al empatizar con el relato de Pahor. Es cierto que el estilo es, y esto puede ser tanto virtud como defecto, algo anárquico, pues anárquicos son los recuerdos y afloran acordes a unas leyes en apariencia arbitrarias. El autor no se ha preocupado en exceso de ordenar ese material, y suelta lo que viene a su mente sin mayor manipulación que un ajuste a los códigos literarios más sencillos. Arma de doble filo, pues tiene el valor de un testimonio oral, directo, como si tuviéramos delante a un orador de primer orden ante nosotros, pero también puede acabar confundiendo al lector. Es la apuesta de Pahor y toda apuesta implica un coste de oportunidad.

Tiene algo esta obra literaria que recuerda a los Relatos autobiográfios de Thomas Bernhard. El recuento de las desgracias, muchas de ellas de tipo físico, tuberculosis, cruentas neumonías y afecciones pulmonares sin fin, pérdida de toda esperanza, enfermedad, poquedad, miseria. Recuerdan a ese paraje desolador de quien no tiene nada más que un corazón que aún late, y que se aferra a ese único don como a un clavo ardiendo. O a los libros de Juan Carlos Onetti, un tipo que un día dijo que se tumbaba en la cama y no se levantaba más, pero que siguió escribiendo hasta la muerte. Recuerdo una vez que le pregunté a Mario Vargas Llosa, que presentaba su estudio sobre el escritor uruguayo (El viaje a la ficción, Alfaguara, 2008), si existía alguna brizna de esperanza en todo aquel universo oscuro y “crapuloso” que trazaba Onetti en sus novelas. “El mero hecho de haberlas escrito es toda una demostración de esperanza, una victoria del ser humano sobre la fatalidad”, me vino a decir.

Lo mismo se puede aplicar a Necrópolis, de Boris Pahor. Un libro que al leerlo, nos convierte en cómplices de esa feliz victoria, y nos invita, sutilmente, a no bajar la guardia jamás.