Les había despertado la curiosidad, y por ello Asunción tocó la gloria y la 
eternidad, y se colocó imaginariamente una corona de laureles, como la que se 
ganó 
Kenenisa Bekele en los 10.000 metros, en los Juegos Olímpicos de 
Atenas 2004. Algo de esa chispa y de la guirnalda de hojas de laurel aparecen en 
la primera novela de 
María Asunción Frexedas, profesora temeraria con los 
giros lingüísticos, y escritora desde hace una guerra: “Me cabreó tanto la 
invasión de Iraq de 2003 que pensé que todas esas reflexiones que hacía tenía 
que plasmarlas en papel. Y me puse a escribir”. 
La voz antigua de la 
tierra (Ediciones 
Carena, 
2010) nace de su voz, tan honda como los sepulcros de la Vía Appia. Se trata de 
una historia de amor que transcurre y balbucea y crepita en Malasia, en los 
entreveros de una historia de amor entre Oriente y Occidente, y en cuyo regazo 
se sientan otras —igualmente verdaderas— historias de amor: “Estamos dando la 
espalda a muchos pequeños campesinos en aras de la Era Financiera”, pronostica, 
y más que adivinar, constata; y más que consentir, se consterna. “Nos estamos 
cargando el planeta. En Malasia, mal que bien, conviven tres etnias. Esta es una 
novela de amor, de amores, con la tierra como símbolo.” 
Cuenta María 
Asunción Frexedas, de nervios de punta, de una torpeza reconvertida en genio, de 
estatura como la de 
Ricky Rubio, o un pelín menor ;-), que los jueves, 
sus clases de Lengua y Literatura suenan a 
Quevedos con 
quejíos 
tan prolongados en sus versos existenciales ("la postrera sombra que me llevare 
el blanco día"), que devienen en estreñimientos por el futuro malhadado que al 
ser humano espera, resignado a irse por las patas abajo, y que ella, en su banal 
intento de hacerse un hueco en la atención de la turba adolescente —con los 
dedos escopeteados por las ansias de los nuevos sms y trabados al iPhone, al 
iTunes y al iPad, como una pareja de gansos enamorados en la Ponia que no para 
de decirse “sí quiero sí quiero sí quiero” (realmente existe la ‘Generación 
Nini’) —, ella, digo, les canturrea las 
Últimas tardes con Teresa, 
empezando por la segunda parte: “Transcurrió aquel invierno cargado de vagos 
presagios y, al llegar al verano, los Serrat se trasladaron de nuevo a su Villa 
cerca de Blanes con la servidumbre”. Mueven el culo tantas Teresas en su clase, 
que si alguna de ellas, con la cabeza gacha, leyera los trasfondos de los 
personajes que 
Marsé recogió de la calle de Camelias, se daría cuenta de 
que antes de que pite su móvil con la advertencia del nuevo mensaje, hubo vida 
en este mundo. 
María Asunción Frexedas es profesora “por vocación y 
oposición”. Lo repite tantas veces y tan de verdad, que la primera vez suena a 
ironía de funcionario de prisiones, la segunda a recochineo, y la tercera a 
compromiso inequívoco y a responsabilidad (“somos un servicio público, no una 
empresa privada”), algo para tomárselo tan en serio como las visitas del 
presidente ruso 
Dimitri Medvédev al polvorín de Daguestán. Le gusta 
afianzarse como profesora, se siente cómoda en el papel de Anya, la Princesa de 
las Nieves, que busca flores en el bosque como quien busca las ganas de aprender 
debajo de las gorras de béisbol. En 1978, egresada de la Universitat de 
Barcelona, en la que cursó Filosofía y Letras, aprobó las oposiciones y continuó 
su itinerario románico por las escuelas. La bastaron dos: un instituto en 
Cornellà, en el que ejerció en sus primeros años, y el instituto Joanot 
Martorell, en Esplugues, en el que sigue. Con los años iría acumulando clásicos 
(“El 
Licenciado Vidriera de las 
Novelas ejemplares es una joya. El 
libro debe dar placer”), iría cambiando pañales de la misma manera que se gastan 
los pañuelos por culpa de un resfriado (tiene cinco hijos locos por las 
Ciencias), pecaría con voluptuosidad en su puesto de trabajo (“realmente me 
apasiona, en una oficina me hubiera ahogado”) y robaría tiempo al tiempo sin su 
permiso ni su anuencia ni su perdón (“hice una adaptación cinematográfica de la 
novela 
La sombra del viento, de 
Carlos Ruiz Zafón, y el autor se 
quitó el sombrero”). 
“¿Que por qué soy profesora? Pues no lo sé.” 
Miente. Sí lo sabe. Quiere ser profesora porque cree en el afán de superarse, 
cree en los cálculos infinitesimales de las rimas, de tan alta composición como 
las páginas de 
Jon Lee Anderson en 
The New Yorker sobre las 
favelas de Río de Janeiro, recogidas en 
El dictador, los demonios y otras 
crónicas. En definitiva, quiere ser profesora por pura lógica matemática, 
por la misma innata apetencia que 
Freud sentía por su diván o 
Einstein por sus dados o 
Joe DiMaggio por su bate. O 
Buda 
por los tallarines con gambas. Es decir, ansias de saber, que es lo mismo que 
ansias de enseñar, dos verbos complementarios, como dormir y despertar, y reír y 
llorar, y comer y soñar. “Quiero potenciar todas las facultades del chico”, 
dice, antes de tomarse un cortado en el bar L’Anglès, de la calle de Gavà, 
después de dejar en el párquin el coche que, cuando ha de cruzar Barcelona, le 
trae por el camino de la amargura, más largo y con más atascos que el de 
Santiago. “Hay que distinguir entre escolarización y educación. La educación es 
también un derecho. Pero cada vez nos lo ponen más difícil.” 
Se lo pone 
chungo el 
conseller de Educación de la Generalitat, 
Ernest 
Maragall, quien si mantuviera un cara a cara con esta mujer impulsiva y 
acalorada y agotadora, saldría tan escaldado que dejaría el cargo con sus primas 
y sus ínsulas y se metería a fraile en la abadía de Montserrat. No lo dice ella, 
lo digo yo. Lo que no digo yo y lo dice ella es que en la información 
institucional sobre normativas, estudios, centros de enseñanza y trámites del 
profesorado faltan datos: “Se miente sobre el fracaso escolar, hay mucho más del 
que se pone sobre la mesa”. ¿Qué es 
fracaso escolar? “Se fracasa cuando 
no se hace funcionar la cabeza ni se despierta la sensibilidad. Además de 
transmitir pensamientos hay que enseñar a pensar. Enseñar a pensar.” En general, 
en su opinión se condensan todos los votos que no entran en las urnas, el Gran 
Partido de la Abstención, pese a que ella vote con la tranquilidad de los 
clientes del balneario de Sharm el Sheik: “La ciudadanía se aleja de la política 
y asiste con espanto a la desvergüenza de los políticos. ¿Debatir sobre los 
toros cuando hay más de cuatro millones de parados?”.
Hummm… 
Miguel 
Hernández y 
Jesulín la compararían con un toro, porque incita y 
arremete, y, el segundo, aprendería de su maestrazgo que no es lo mismo 
cenó que 
cenaba ni es lo mismo 
Benedicto XVI que la 
castidad, que 
im-presionante se escribe separado, y aprendería qué es un 
verbo y un adverbio y una oración subordinada. “Me encanta la sintaxis y me 
encanta analizar oraciones.” 
Muchos de sus exalumnos aún no han resuelto 
un problema más sencillo que un trabalenguas y más complicado que un algoritmo. 
Uno de esos jueves de cielos plomizos escribió en la pizarra una oración como un 
acertijo, y 
Jordi y 
Abigail y 
Hassam reaccionaron como si 
les hubieran hecho una llave de judo. Entre sus no-tesoros, en alguna libreta 
perdida con las lecturas obligatorias de 
Cachito, de 
Arturo 
Pérez-Reverte; 
El alquimista impaciente, de 
Lorenzo Silva; 
Tres sombreros de copa, de 
Miguel Mihura, y 
Leyendas, de 
Gustavo Adolfo Bécquer; se encuentra, igual que la vajilla desportillada 
de la abuela, este reto, profundo como 
La voz antigua de la tierra: ¿cuál 
es el sujeto y cuál el predicado en la frase siguiente: “Lo que pasa es que no 
me gusta examinarme”? Y ¿por qué?