José Antonio Baños: <i>Eros, entre Apolo y Dionisos. Homoerotismo en la poesía antigua griega</i> (Carena, 2010)

José Antonio Baños: Eros, entre Apolo y Dionisos. Homoerotismo en la poesía antigua griega (Carena, 2010)

    AUTOR
José Antonio Baños

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Totana, (Murcia, España), 1948

    BREVE CURRICULUM
Licenciado en Filología Hispánica y profesor retirado de lengua y literatura española. Es autor de La profundidad del acantilado, Diario inacabado y El árbol seco (Carena, 2009)



José Antonio Baños (foto de Jesús Martínez)

José Antonio Baños (foto de Jesús Martínez)


Tribuna/Tribuna libre
José Antonio Baños: Eros, entre Apolo y Dionisos. Homoerotismo en la poesía antigua griega
Por José Antonio Baños, sábado, 1 de mayo de 2010
Este ensayo de José Antonio Baños, Eros, entre Apolo y Dionisos. Homoerotismo en la poesía antigua griega (Carena, 2010), que rebasa los límites de lo estrictamente literario, nos sumerge en el complejo y fascinante mundo del sentimiento homoerótico que sustenta la vida y la poesía antigua griega. Con una clara intención didáctica, el libro interesará por igual tanto al aficionado a la poesía como al interesado en el conocimiento de la civilización griega. En poesía lírica, como en otros campos de la cultura, la Grecia de los siglos anteriores al cristianismo sentó unas bases que todavía sustentan nuestra civilización. Una gran parte de esta producción gira en torno a las manifestaciones del erotismo. Y, desde nuestra perspectiva actual, la primitiva lírica amorosa griega es mayoritariamente homoerótica. Este “homoerotismo” echaba sus raíces en unas instituciones educativas y sociales que se fueron “degradando” conforme desaparecía lo que conocemos como Clasicismo.

HOMOEROTISMO EN LA LÍRICA GRIEGA ARCAICA

“…La historia de la homosexualidad -del deseo
homosexual- es la historia de un rechazo, de una
afrenta y de un silencio”.

Luis Antonio de Villena


Consideraciones generales

‘Rechazo’, ‘afrenta’, ‘silencio’. Tres palabras con las que Luis A. de Villena, en Amores iguales, sintetiza la visión que del deseo homoerótico ha tenido la sociedad occidental a partir de la toma del poder por el Cristianismo como institución político-religiosa. Tres vocablos, tres conceptos, tres sentimientos que nunca figurarían en el lenguaje, en el pensamiento ni en el corazón de la sociedad antigua grecolatina, en especial en la sociedad griega arcaica, la comprendida entre los siglos VII y VI a. de C. Esta opuesta concepción que hacia el homoerotismo diferencia a nuestra cultura judeocristiana de la mentalidad pagana, sin embargo, no debe hacernos caer en uno de los prejuicios con los que un gran sector de nuestra sociedad -desconocedor del complejo mundo de los sentimientos de la Grecia antigua- evoca todo aquello que tiene que ver con el amor y el erotismo griegos: el pensar que las relaciones afectivas en la antigua Grecia eran predominantemente de carácter homosexual. Ya de entrada hay que manifestarlo, por obvio que parezca: en la cultura grecolatina, como en la nuestra, el amor se podía manifestar tanto entre parejas heterosexuales como homosexuales. “Lo esencial -como afirma con rotundidad F. Rodríguez Adrados- es, sin embargo, lo siguiente. Todo amor -el de hombre y mujer, el de hombre y hombre, el de mujer y mujer- es concebido por los griegos y sus poetas de igual manera: como una atracción casi automática, de base divina y cósmica, que experimenta un individuo hacia otro. Una atracción a la que este segundo individuo puede asentir o no, por la que puede dejarse arrastrar o no, trayendo con ello al primero bien felicidad bien dolor” [Sociedad, amor y poesía en la Grecia antigua, Alianza Editorial, 1996]. El sentimiento erótico griego -continúa diciendo R. Adrados- es una “fuerza tumultuosa que arrastra a los hombres y a las mujeres, que […] los saca de la previsibilidad de lo cotidiano”. [Pero] “en Grecia, esta fuerza irracional, divina, no estaba circunscrita al antiguo esquema heterosexual. El hombre se enamoraba de la mujer o la mujer del hombre, el hombre del hombre, la mujer de la mujer: en la realidad o en el mito que le servía de guía e intérprete”.

Este período de la civilización griega antigua, al que los historiadores y estudiosos en general han convenido en denominar Arcaico, se sitúa entre finales del siglo VIII y el inicio del V a. de C., una fase relativamente breve, de poco más de doscientos años, situada entre la Edad Oscura (siglos XII-VIII a. de C.) -período en el que la historiografía tradicional sitúa el hundimiento de la cultura micénica a causa del asentamiento político dorio- y la época Clásica (siglos V-IV a. C.). Pese a no ser tan bien conocida como la fase del clasicismo, la edad Arcaica supuso un cambio revolucionario por lo que a la evolución de las mentalidades se refiere. Es ésta la época en la que el hombre griego (y, por extensión, el occidental) empieza a tener conciencia de su individualidad y, por tanto, de su capacidad de elegir, es decir, de su destino como hombre libre. El griego de los siglos anteriores (sobre todo el del período micénico) no puede sentirse responsable profundo de sus actos debido a su subordinación a la voluntad caprichosa de los dioses: “[…] el hombre homérico [es decir, el del período anterior a la Edad Arcaica] no se define de forma abstracta, independiente, por referencia a un yo individual y característico. El hombre homérico se define por su status, incluso por su función dentro del grupo. Fuera del grupo y sin la intervención de los dioses (cualesquiera que éstos sean) no es nadie, no tiene identidad. Todavía no existe un sujeto, un hombre libre y, por tanto, responsable. Habría que esperar un poco para que esto sucediera” [Bernardo Souvirón, Hijos de Homero. Un viaje personal por el alba de Occidente. Alianza Editorial, 2008]. Es precisamente con el nacimiento de la lírica y de los primeros balbuceos filosóficos cuando la mentalidad griega, sin volver la espalda al mito, empieza a interrogarse sobre los misterios de la naturaleza y a analizar los actos humanos sin tener como guía exclusiva a la religión. Ahora, a partir del siglo VII, el antiguo héroe homérico (para el cual, el mayor valor reside en la gloria obtenida con las armas) deja paso al ser que se siente ‘individuo’ y, por tanto, libre, al hombre que reflexiona sobre el valor moral de sus actos y sobre la responsabilidad de los mismos. B. Souvirón, en su apasionado estudio sobre la mentalidad griega anterior al clasicismo, y al reflexionar sobre la ‘ausencia de la idea de libertad’ en el hombre del período micénico, apunta que “será necesaria […] la irrupción de la poesía lírica -con su mundo radicalmente opuesto al de la épica, cargado de connotaciones individuales y de propuestas valientes y difíciles-, para que la voluntad de elegir, asociada a la libertad individual, aparezca por primera vez entre los antiguos griegos” [Hijos de Homero, o. c.]. En el período Arcaico, en consecuencia, y como afirma F. J. Gómez Espelosín, “el objetivo final era la consecución de la areté, la capacidad de ser el mejor, a través de un estilo de vida esencialmente competitivo que se reflejaba en casi todas las manifestaciones de la civilización griega, como los juegos, o en instituciones ritualizadas, como el simposio o banquete” [Introducción a la Grecia Antigua, Alianza Editorial, 2004].

Aunque no incidan específicamente en nuestro estudio (el homoerotismo en la lírica primitiva griega), creo conveniente hacer referencia a otros cambios político-sociales que situarán en su contexto oportuno a los poetas líricos arcaicos. Me limito solamente a mencionarlos: las monarquías oligárquicas de las épocas micénica y oscura van dando paso al fenómeno de la polis (o ciudad-estado), a excepción, tal vez, de Esparta; como preámbulo a los inicios de la democracia (Atenas), la mayoría de gobiernos griegos pasan por el período de las tiranías; se afianza el uso de la escritura alfabética -de origen fenicio-, que empieza a generalizarse a partir del siglo VIII; la transmisión oral de los poemas homéricos se codea con la fijación escrita de los mismos; se llevan a cabo las más importantes colonizaciones griegas por ambos extremos del Mediterráneo, y, en general, la cultura y el arte griegos amplían lo que fue su reducto primitivo: la Grecia continental y las islas centrales del Egeo.

Hablar de homoerotismo en la Grecia arcaica supondría, para los griegos de los siglos VII y VI a. de C., cuando menos, un contrasentido. Poetas como Mimnermo, Solón de Atenas, Semónides, Alcmán o Íbico gesticularían con extrañeza si hubieran previsto que los lectores de milenios posteriores dedicarían una atención especial a las relaciones afectivas entre personas del mismo sexo. Para otros cantores líricos (Simónides, Safo, Alceo y, sobre todo, Anacreonte o Píndaro), la atención de un crítico literario por sus composiciones amorosas ‘homoeróticas’ conllevaría, tal vez, una especie de insultante intromisión en su trabajo creativo, si tenemos en cuenta que, para ellos -y para la mentalidad aristocrática que representaban-, el nivel más alto y digno de afectividad era el que se daba entre parejas masculinas (o, en el caso de Safo, entre mujeres). Por tanto, el hecho de que unos individuos -nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI d. de C.- hagan una parcelación de sus composiciones con el fin de observar y analizar con lupa aquellos poemas, fragmentos o incluso versos en los que el ‘yo’ lírico expresa sentimientos amorosos (o simplemente eróticos) entre dos hombres o dos mujeres, sería visto, en el mejor de los casos, como un atentado a su concepto del amor y de la afectividad.

Pero, y a pesar de su obviedad, hay que repetirlo una vez más: si uno de los temas capitales de la lírica es la manifestación del complejo de sentimientos amorosos, en la lírica griega arcaica (o preclásica) se daba por supuesto que la expresión más solemne de esta intimidad era la que sentía un amante varón por un amado también varón. La mujer (salvo en el caso de la escuela lésbica de Safo), por regla general, quedaba excluida -como tal mujer- de ser sujeto u objeto de la comunicación amorosa. Ya desde Homero, es el varón el portador de los valores más elevados de aquella civilización: el heroísmo, las gestas guerreras, la amistad, el amor… La mujer -pese a las excepciones- era tan sólo un elemento (tal vez más importante que otros) de la vida doméstica, como el esclavo o, me atrevería a decir, los animales de la granja familiar. La mujer -esposa o concubina- era tan sólo la pieza ‘casi’ humana que suministraba descendencia al varón noble y que, también, le procuraba placer sexual cuando, acabada la batalla, la discusión política en el ágora, los ejercicios deportivos en el gimnasio o el banquete entre amigos, este varón acudía al rescoldo del hogar y, entonces, se desfogaba sexualmente con la esclava (o esclavo) y engendraba hijos en la esposa o en la concubina. Hablamos, claro, de la aristocracia, que era, a fin de cuentas, el sector más importante del público al que se dirigían los poetas griegos arcaicos. Por lo que respecta al trabajador (siervos o esclavos), la cuestión cae fuera del cometido de este libro.

Es natural que, para quien no esté familiarizado con el conocimiento de esta civilización (y me estoy refiriendo en especial a la griega de las generaciones anteriores a Pericles y Platón), pueda -todavía- resultarle extraño y chocante que el aristócrata griego de los siglos VII y VI a. de C. ‘gustase’ de compaginar la amistad y afectividad erótica entre hombres con la práctica del sexo (que no del amor) con la mujer. ¿Eran estos individuos bisexuales? Se ha especulado con esta hipótesis: Michel Foucault parece que admite dicha posibilidad. Y B. Souvirón escribe al respecto: “Un rasgo que diferencia de manera radical nuestra sociedad y la de la Grecia antigua es que, de una manera u otra, el hombre moderno (y la mujer) se ve forzado a elegir un modelo heterosexual u homosexual y, una vez elegido el modelo (de una manera consciente o inconsciente), éste tiende a hacerse incompatible con los otros modelos posibles. Cuando alguien es homosexual, esta posibilidad excluye, en términos generales, la conducta heterosexual. Esta situación es completamente desconocida en Grecia, donde la diferenciación o, incluso, la oposición entre un modelo u otro no se contempló, que yo sepa, nunca. Nadie se presentaba como homosexual o como heterosexual y lo normal era que los hombres (y también las mujeres, como es claramente el caso de Safo) participaran de ambas naturalezas […]. Salvando las distancias y el anacronismo, permítaseme que me tome la licencia de decir que los antiguos eran lo que hoy en día (no entonces) llamaríamos bisexuales, aunque el término tiene en el presente connotaciones morales y sociales que en Grecia no hubiera tenido” [Hijos de Homero, o. c.]. Por mi parte, creo que, más que hablar de ‘bisexualidad’ en el sentido en que entendemos dicho término en la actualidad, habría que pensar en que los roles sexuales y de género de nuestra cultura judeo-cristiana no encuentran ni correspondencia ni paralelismo con los roles que aquellos griegos daban a los conceptos de sexo, amor, afectividad y familia. Y, si añadimos a esta radical diferencia de mentalidad, el hecho de que las orientaciones sexuales son, en un grado considerable, el resultado de una educación y de un aprendizaje -no son sólo biología-, habremos hallado parte de las claves que nos hacen ‘entender’ cómo operaban la afectividad, el amor y el sexo en la mentalidad griega de la época que estamos considerando.

Hay que tener presente otro elemento importante a la hora de enfrentarse al ‘misterio’ de esta intersección entre homoerotismo y heterosexualidad en la sociedad griega preclásica. Me refiero a que los valores morales y éticos que aparecen en la poesía de estos ‘primitivos’ se sintetizaban en la primacía que para ellos tenía la idea de ‘belleza’. Lo ‘bello’, para un poeta griego arcaico, no se corresponde con nuestra semántica de ‘belleza’. Para la modernidad que surge en Europa a partir del siglo XVIII, el concepto de ‘belleza’ prioriza la armonía de las formas, la que se puede percibir con los sentidos físicos; nosotros, por lo general, hablamos de bello para referirnos principalmente a sensaciones visuales o auditivas: a un paisaje natural, a un cuerpo joven femenino o masculino, a una escultura o a una flor (motivos todos que se perciben con la vista), o a una composición musical (sentido auditivo). En el caso de las artes de la palabra -poesía o novela-, somos más reticentes a la hora de echar mano del calificativo de ‘bello’; aunque menos en la poesía, no es muy usual decir de una novela que es ‘muy bella’; diríamos, mejor, que es ‘interesante’, ‘ingeniosa’, ‘dura’, ‘cómica’, ‘sentimental’ o emplearíamos cualquier otro calificativo que connote menos sensorialismo y más abstracción. Nosotros, hombres modernos, hemos reducido las acepciones del vocablo ‘belleza’, recortándole casi todos aquellos valores que no tienen que ver con lo sensorial. Con aquellos griegos, sin embargo, no ocurría así. Términos morales que para nosotros son cotidianos (‘alma’, ‘conciencia’, ‘honestidad’, incluso ‘bueno’ o ‘malo’), para ellos apenas si eran conocidos (pensemos, por ejemplo, que el significado de ‘alma’ empieza a tener peso específico con Platón).

Por consiguiente, para un poeta arcaico como Solón, Teognis o Píndaro, decir que un ser humano -un varón, si queremos afinar más- participaba de la categoría de lo ‘bello’ suponía una suma de valores, tanto externos como internos, tanto físicos como morales. La belleza que Safo encuentra en sus discípulas no es sólo la armonía del cuerpo. La glorificación que Píndaro hace de los triunfadores masculinos en los juegos atléticos no evalúa únicamente las proporciones de un cuerpo joven y desnudo. Para la mayoría de estos líricos cantores, un cuerpo bello y armónico (y que, por tanto, puede despertar una pasión erótica) vendría a ser la envoltura de un espíritu noble, heroico y valeroso. Este concepto de la belleza física del joven adolescente como ‘preámbulo’ de la belleza moral fue, más tarde, retomado por Sócrates y, sobre todo, por Platón, para construir toda una teoría filosófica del amor. Pero lo que sí me interesa resaltar es que, tanto en los líricos arcaicos como en el platonismo, los ‘ejemplos’ humanos de los que el poeta o el filósofo se sirve pertenecen únicamente al género masculino (excepción hecha, como venimos diciendo, de la poesía sáfica).

En la lírica homoerótica griega -y no sólo en la de la edad arcaica-, por tanto, es constante que prime el valor de la belleza en el objeto amado. Esta condición, sin embargo, no es necesaria en el amante, el cual, si intenta al menos acercarse al objetivo de esta ‘belleza moral’, debe exigir que el cuerpo de su amado, en tanto ‘recipiente’ de valores más elevados, muestre a la vista armonía y proporción. “El amante o la amante -apunta R. Adrados, o. c.- no tienen por qué ser bellos: Safo no lo es. Pero la amada o el amado sí lo son, con esa tierna belleza femenina o feminoide. Y su sola vista despierta el éros del amante”. Aquí se encuentra el porqué de la importancia dada por los antiguos griegos a la belleza que entra por los sentidos, en especial a la belleza visual. El amor (o el ‘Amor’) empieza a despertarse con la ‘visión’ de la armonía que muestra lo bello en su estadio más superficial, la proporción en las formas corporales.

Y, para concluir, podríamos añadir los presupuestos que conforman otra manifestación artística, las artes plásticas figurativas. Tanto en la cerámica como en la escultura, son característicos estos recursos estructurales:

a) Predomina, con mucho, la representación masculina sobre la femenina.

b) Por lo general, el varón aparece desnudo; la mujer, vestida (“el desnudo femenino, en una sociedad dominada por el hombre, es tabú; la mujer debe mostrar su cuerpo lo menos posible” [R. Adrados, o.c.]; sin embargo, con el inicio del helenismo, en el siglo IV, esta consideración del desnudo cambió: el arte también recreó el cuerpo desnudo de la mujer).

c) En la cerámica sobre todo, y en las escenas de afectividad, el erotismo es más patente cuando es homoerótico que cuando la escena muestra a una pareja heterosexual.

Si el arte tiende a mostrar, consciente o inconscientemente, una realidad social, es evidente que en el de la época arcaica griega el concepto de ‘bello’ (tanto como motivación de la relación erótica o como símbolo de los valores morales) es prioritario -o, diríamos, casi único- en el varón, tanto por lo que se refiere a su cuerpo como a su espíritu. La mujer, que empieza a perder importancia social, queda reducida al ámbito de lo doméstico -cosa que se acentuará en el período clásico- y, por consiguiente, su peso en las artes -tanto plásticas como literarias- es menor.

* * *

Antes de pasar a un recorrido, breve y limitado, por el tema homoerótico en los poetas arcaicos griegos, creo necesario unas precisiones históricas y literarias:

1. Los estudiosos, como ya hemos dicho, sitúan este período entre finales del siglo VIII (Eumelos de Corinto) y mediados del siglo V a. de C., cuando muere Píndaro, poeta que, para muchos filólogos, supone el postarcaísmo o el preclasicismo.

2. Son éstos los siglos en los que el espacio de la Hélade (la Grecia continental, la Grecia jónica, la Grecia insular y Sicilia) está fragmentado políticamente -rasgo político que sólo acabará con Alejandro Magno-; estos estados son gobernados por regímenes aristocráticos o por tiranías. Al final de este período, Atenas despliega su particular democracia, con Pericles, mientras que la mayoría del resto del territorio griego sigue bajo el mando de la ‘tiranías’.

3. Gran parte de esta poesía no entraría en nuestros parámetros de lo que llamamos ‘poesía lírica’, ya que, como dice Juan Ferraté [Líricos griegos arcaicos. El Acantilado, 2000], “…esa poesía es, en una medida muy superior a lo que puede presumir y aceptar tal vez el lector moderno, una poesía embebida en la circunstancia, referida a la ocasión de que surge, enraizada en motivaciones locales y temporales…”. Por tanto, y como sucede en cualquier período cultural ‘arcaico’, esta poesía -continúa diciendo Ferraté- “…es esencialmente derivativa e imitativa […] … ni siquiera tenemos seguridad acerca de la identidad real entre el ‘yo’ empírico del poeta y el ‘yo’ que se nos exhibe”. A este respecto, R. Adrados (o. c.) cree que, “a veces la lírica es personal: el poeta -un Arquíloco, una Safo, los poetas helenísticos de la Antología Palatina, un Catulo o bien los elegiacos latinos- habla de sus propias experiencias amorosas, cita a amigos y enemigos […]. De otra parte, existe a veces el problema del ‘yo poético’, de en qué medida el ‘yo’ del poeta responde a él mismo o no”.

4. En esta lírica, el texto es un elemento más de la performance, tan importante como la música o la danza. Evidentemente, la poesía era un arte para ser oído y que invitaba a la participación festiva, sobre todo cuando se trata de composiciones corales: ¿una anticipación de la tragedia ática del siglo V? La difusión de la lírica arcaica era básicamente oral: “La épica y la lírica literarias eran ejecutadas en las grandes fiestas de Delos, Delfos, Esparta, Atenas, Corinto y otras más: allí acudían los poetas locales así como los grandes artistas internacionales” [R. Adrados, o. c.].

5. A diferencia de la lírica moderna, la arcaica griega, en palabras de Maria Rosa Llabrés [Poemes lírics de la Grècia Antiga. La Magrana, 1999], casi siempre (traduzco del catalán) “… se dirige desde el ‘yo’ de un poeta que habla en nombre propio a un ‘tú’ individual o colectivo sobre el cual quiere ejercer una influencia”.

6. Aparte de otros temas (patrióticos, de filosofía práctica, mitológicos, de elogio…), el amor erótico es, obviamente, uno de los principales. Sobre el mismo, me remito de nuevo a las palabras de Mª R. Llabrés: “… la temática amorosa está presente […] en las canciones de boda y en las de banquete. En la lírica literaria encontramos matices muy diferentes a la hora de expresar el amor: el heterosexual en Arquíloco […]. Y el homosexual, presente en [Anacreonte] y en muchos otros (Teognis, la poetisa Safo…). Tal vez es aquí [en el poema homoerótico] donde se llega a una mayor profundidad y a una expresión más personal del amor, partiendo de antiguas concepciones iniciáticas que hacen que el amante introduzca al joven del mismo sexo en las normas de su sociedad. De una forma u otra, el amor se concibe como un elemento dominador, irracional, enviado desde fuera por unas divinidades poderosas (Eros, Afrodita) que inundan con su dulzura o conducen a la desesperación”.

7. En íntima relación con el tema del amor (especialmente el homoerótico), aparece el de la vejez y el paso del tiempo como obstáculos para el goce erótico, así como una anticipación de lo que, en poetas posteriores, tanto griegos como latinos, será el tópico del carpe diem.

8. Tanto en el tratamiento amoroso como en otros temas, un importante elemento estructural es la poetización del mito, del cual se sirve el poeta como ejemplo de lo que quiere transmitir o como invocación al dios al inicio del poema.

9. Por lo que se refiere al registro estilístico, presenta gran importancia el uso de imágenes más o menos metafóricas, las cuales, en muchos casos, pueden ser vistas como pequeños núcleos temáticos dentro del poema general. A este respecto, dice Bruno Gentili, en Poesía y público en la Grecia Antigua (en traducción de Xavier Riu. Quaderns Crema, 1996): “En la esfera amorosa, la metáfora y la imagen devienen instrumentos de objetivación de estados psíquicos […]: un amplio repertorio de metáforas animales, agonísticas, náuticas, agrícolas, itifálicas, simposíacas, imágenes de Eros como viento, forjador, púgil, guardián, cazador, niño alado, que describen la variedad y cualidad de los aspectos de una vivencia amorosa”.

10. Por último, cabe señalar que, ciñéndonos ya a la expresión de la afectividad homoerótica, esta primitiva poesía griega (pese a haber sido ‘censurada’ en algunos períodos posteriores al inicio de la Era Cristiana) expresa todas las contingencias del eros homoerótico con un lenguaje -salvando escasas excepciones- exquisito, muy alejado del realismo (a veces grosero) que encontramos en los poemas de la época helenística o de la literatura latina, lo cual, a mi juicio, tiene una explicación: es esta fase de aproximadamente dos largos siglos (VII y VI) la que ve el florecimiento de lo más noble del amor pederástico. No olvidemos que Platón, en sus últimas obras, rechaza el goce físico entre hombres, y, de admitirlo, es sólo como pórtico o preámbulo a la consecución de la ‘belleza superior’, la del alma (lo que, tal vez equivocadamente, se ha dado en llamar popularmente ‘amor platónico’).

Si resumimos, por lo que se refiere a los aspectos temáticos en la lírica arcaica nos encontramos con dos grandes bloques: por un lado, el tema de la mujer enamorada del hombre, que procede de la poesía semítica, y, por otro, cuatro variaciones de la problemática amorosa que, según los estudiosos, son de origen griego, a saber: el amor homoerótico (masculino y femenino), el tema del hombre enamorado de la mujer, el amor recíproco y el amor del viejo.

También considero importante hacer unas breves reflexiones sobre el complejo mundo de la religión griega antigua, y observar hasta qué punto esta dimensión de lo religioso se muestra presente en el tratamiento poético del eros. (El poeta griego, y no sólo el arcaico, cuando habla de la ‘locura’ erótica -vaya o no acompañada de nuestra concepción moderna de ‘amor’-, no tiene in mente el género del objeto del deseo, es decir, no maneja ideas preconcebidas en el sentido de si va tratar de una relación homosexual o heterosexual; para el poeta, lo importante es el hecho de la fuerza de la atracción de un ser humano por otro -al margen de si es hombre o mujer, joven o viejo-; quizá, el único ‘prejuicio’ que limita al poeta es si este objeto de deseo cumple o no con los cánones de la ‘belleza’, concepto, por otro lado, también bastante complejo en la cultura griega).

De entrada nos encontramos con otra dificultad, en parte terminológica. ¿Son intercambiables, en una aproximación moderna al sentimiento religioso griego antiguo, los vocablos ‘religión’ y ‘mitología’? Muchos investigadores parecen utilizar como casi sinónimos ambos términos; otros, con más exactitud, confiesan que es difícil “distinguir propiamente entre religión y mitología” (B. Souvirón, o. c.). En el campo de la filología y de la crítica literaria se tiende a hacer uso de la palabra ‘mito’ (y sus derivados) para referirse indistintamente tanto a las ‘divinidades’ del panteón griego como a las figuras ‘semidivinas’ o ‘heroicas’, lo cual, a mi juicio, entra dentro de la lógica si tenemos en cuenta, por un lado, que los llamados ‘héroes’ participan -para bien o para mal- de los caprichos de los dioses, y, por otro, si consideramos cómo, en las peripecias eróticas de muchos dioses y diosas, sus parejas son humanos (o humanas).

Como veremos, es prácticamente imposible hallar un poeta griego (épico, lírico o dramático) de cualquier período que no haga referencia en su obra a dioses, diosas o seres heroicos que han tenido trato con la divinidad. Por lo que respecta a aquéllos, tres inmortales son los que se llevan la palma en este ránking: Zeus, como padre de los dioses y como la figura divina más sujeta a los deseos de la carne; Afrodita, como diosa del amor (o mejor, de la sexualidad), y Eros -en su doble versión, como encarnación de las fuerzas cósmicas del deseo y como diosecillo hijo de Afrodita-. A estas tres divinidades habría que añadir Dionisos, dios del vino y del desenfreno, el cual suele estar presente (con su cohorte de sátiros) como elemento que acrecienta los placeres de toda actividad erótica.

Y llegamos, por fin, a lo que, personalmente, considero más interesante en la imbricación que la cultura griega antigua establece entre religión (mito) y erotismo, imbricación que supone una -si no la principal- de las más importantes oposiciones entre las religiones ‘paganas’ y las monoteístas (especialmente la cristiana, en tanto que religión positiva y, por consiguiente, plasmada en un conjunto de normas fuertemente ritualizadas). Para cualquier politeísmo, las fuerzas que rigen el deseo erótico como fuente de vida y de plenitud han cobrado una singular importancia en el marco de los panteones de las diversas religiones. Como consecuencia, el deseo de unión sexual, al margen de la procreación, tanto en las religiosidades orientales como en la griega, ha sido ritualizado y, consiguientemente, normativizado, pero -y aquí creo que reside su importancia- nunca (o casi nunca) ha sido proscrito ni, por supuesto, se ha visto envuelto en un aura pecaminosa. El cristianismo -una de las tres religiones ‘del Libro’, y la que a nosotros más nos interesa-, sin embargo, al pasar a institucionalizarse a partir del siglo IV, ha visto la actividad erótica en sí misma como algo que aleja al hombre de Dios. Aunque resulte obvio, cabe recordar que la Iglesia Cristiana sólo considera ‘legítimo’ el placer sexual en tanto contribuya a la reproducción, por lo cual -y ahí tenemos el último Catecismo de la Doctrina Católica-, (no puedo asegurar lo mismo de las otras confesiones cristianas protestantes ni del cristianismo ortodoxo bizantino, simplemente porque desconozco sus últimas prescripciones oficiales al respecto), si cualquier individuo católico hace uso del placer erótico para fines ajenos a la continuidad de la especie es reo de pecado.

Es cierto que, en lo que a asuntos morales se refiere, no siempre lo que legisla una confesión religiosa y la práctica cotidiana de los fieles que la siguen recorren el mismo camino. Pero, dicho esto, volvemos al asunto que nos interesa. Frente a las restricciones que el Cristianismo (y las otras dos religiones monoteístas) impone a la libre expresión del erotismo y de la sexualidad, el politeísmo griego antiguo no sólo no rechaza, sino que ve el deseo de unión erótica como una fundamental dimensión de la persona, sin hacer ningún tipo de distingos si esta unión adopta una variante homosexual o hetero. Esta visión de la fuerza del eros se confirma con la entronización de Afrodita como diosa del erotismo y de la sexualidad, y, por si fuera poco, con el ejemplo de Zeus, padre de los dioses, ejemplo de constante actividad erótica (y no solamente heterosexual).

En cualquier paseo superficial que hagamos por la mitología griega veremos que el impulso que tiende a que un individuo (mayormente masculino) se sienta atraído eróticamente por otro constituye un auténtico leitmotiv narrativo, incluso antes de que Zeus ostentara su poder sobre los otros dioses (una de las últimas publicaciones que insisten en este tema se debe al filósofo francés Luc Ferry, La sabiduría de los mitos. Aprender a vivir II. Taurus, 2009). Además, cualquier conocedor de los mitos griegos sabe que en las intrincadas aventuras de dioses y héroes, el sexo se convierte en una fuerza determinante, desencadenante, en bastantes ocasiones, de tragedias espeluznantes.

Aun a costa de hacerme reiterativo, concluyo insistiendo en que, en esta preponderancia del eros en la religiosidad griega antigua, el hecho de que la pareja de amantes sea homosexual o heterosexual carece de importancia. En los relatos míticos, y vistos desde nuestra concepción judeocristiana del impulso erótico, no sólo aparecen relaciones homosexuales; la fuerza erótica, a veces, también se encauza en lo que para nosotros podría ser considerado una aberración: incesto y bestialismo (muchas de las relaciones de dioses son incestuosas; Zeus, por su parte, no tiene reparo en transformarse en animal cuando, en su obsesión erótica, las circunstancias le impiden aparecer con cuerpo de hombre).

Concluyo insistiendo en dos hechos que interesan especialmente en nuestra revisión de la poesía lírica homoerótica (especialmente en la de la época arcaica):

El mito (y lo religioso), si es utilizado abundantemente por la lírica erótica (homo o heterosexual), se debe al hecho de que la religiosidad griega antigua considera el erotismo como una dimensión básica del desarrollo anímico de la persona.

En el poema homoerótico, la invocación a la divinidad es tan natural y abundante (o mayor incluso) como en las creaciones amorosas heterosexuales.



Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de José Antonio Baños, Eros, entre Apolo y Dionisos. Homoerotismo en la poesía antigua griega (Carena, 2010).