El Abuelo refunfuñaba porque los compases de la bagatela 
Para Elisa 
los interpretaba con el tempo de una oda. Apenas tocaba las teclas, estas 
producían un sonido intenso y desvariado que hacía chirriar los dientes hasta 
del gato. Por eso, el Abuelo abandonó sus clases de piano con el convencimiento 
de que tras las cortinas tornasoladas los críticos de arte nunca se pararían a 
escuchar su música. No se hizo la miel para la boca del asno.
Cuando 
nació la Madre, una noche desmemoriada y de dádivas prometedoras, el Abuelo 
regaló a su hija un piano Royal de filarmónicas vértebras y con raya a un lado, 
de un negro brillante como los ojos de su retoño. La Hija del Abuelo, emancipada 
de sus deberes paternales, y con el maletín de sus pinceles en los dedos, 
aprendió a conjugar las sílabas y las melodías, y se graduó con los pies en la 
tierra, aunque luego ejerciera de maestra de Física y Química en los depósitos 
de las escuelas. 
Cuando nació la Hija de la Madre, la Nieta del Abuelo, 
el piano había envejecido lo suficiente para dar las notas como si fueran una 
escalera de color. El re, el la y el do invertían sus términos y sonaban con 
desánimo si es que unas manos divinas no les acariciaban el costado como era 
debido. 
Ani Khachatryan, la Hija de la Madre, la Nieta del 
Abuelo, es pianista de plenilunios en las farmacias del deseo. Quién lo diría. 
“No me gustaba nada, me obligaban”, se queja de vicio, porque si tocar con saña 
sabe hacerlo mejor que nadie 
Richard Clayderman, domar a las fieras con 
sonatas corresponde a esta mujer de sólida presencia. “No me gustaban las cuatro 
horas semanales de solfeo”, dice con desagrado, con los seis años de 
conservatorio cursados a cuestas. “Mi preferido era el 
Claro de Luna, 
de
 Beethoven. Yo tenía un pianazo, y ahora tengo un organillo 
pequeño con el que me conformo.” 
Ani es un bumerang. Cuando nosotros 
vamos, ella ha vuelto, y ha hecho la compra y le ha dado tiempo a arrellanarse 
en el sofá y a sorber su refresco favorito con una pajita.
Nacida en 1986 
en Gyumri, la segunda ciudad de Armenia, se llama así por las cenizas de su 
país. Ani, “la ciudad de 1001 iglesias”, fue capital de Armenia, hoy en 
territorio turco, por lo que su pronunciación evoca los sueños prohibidos de la 
tierra conquistada.
Allegretto. El viaje 
Guiqor dirigía su mirada al pueblo con mucha frecuencia. Veía que 
nadie se había movido. Todos seguían en su sitio. Veía a su madre que se secaba 
los ojos con el delantal. Guiqor se movía a pasos mucho más rápidos que su 
padre. Daba vueltas alrededor de él... Se giró una vez más y, para su sorpresa, 
el pueblo quedó detrás de la montaña. Ya no se veía. Hovhannes 
Tumanyan 
(Guiqor) Ani está ocupadísima. Tanto que ha costado 21 
días quedar con ella. 
—Sí, sí, necesito que el cliente me traiga los 
papeles, sí. 
Por las mañanas trabaja en una empresa de inmobiliarias, en 
la carretera de Santa Coloma, en Badalona, a tres pasos de la salida de Sant 
Adrià de la línea lila del metro. “No te asustes cuando vengas”, me previene por 
si me molesta que se les haya ido la luz. La claridad de un día pasado por agua 
suplanta las bombillas halógenas. En un espacio amplio, tres mesas alineadas, 
contra la pared. En la primera, se sienta la madre de Ani, 
Zaruhi; en la 
del medio, su hermana 
Anahit (Diosa del amor; Arpine, su 
otra hermana pequeña, significa 
Sol), y en la última, ella atiende el 
teléfono y cierra los contratos. 
Por las tardes, Ani asiste a las clases 
de cuarto de Derecho en la Universidad de Barcelona. Para ella, las únicas 
asignaturas que se salvan son Penal I y Penal II. Evidentemente, querría ser 
abogada penalista. De los hurtos y los dolos, y de los robos agravados por el 
asesinato con premeditación, Ani saca las razones para seguir formándose en una 
carrera que empezó sin ninguna motivación. “Me convencieron. A tocar el piano me 
obligaron, pero a estudiar Derecho, me convencieron.” 
Le bastó el 
artículo primero del Código Penal para sacudirse los picos de la falda y ponerse 
a empollar: 
“No será castigada ninguna acción ni omisión que no esté prevista 
como delito o falta por Ley anterior a su perpetración...”. “Siempre 
he sido muy buena estudiante”, asume, sin la falsa modestia de la cancillera 
Ángela Merkel, y con un recorrido de movimientos transitorios y viajes 
tan largos como inacabables. “A los 14 años me vine a Barcelona. Antes, ya se 
había instalado aquí mi padre, que vino para amasar el dinero que le permitiera 
enviar a sus tres hijas a la Universidad. Mi padre es ingeniero, pero aquí 
empezó de paleta y hoy tiene una empresa de construcción: Sasha.” 
Presto agitato. El genocidio
Nunca antes 
Hachi había andado de forma tan descuidada por la calle. Su andadura siempre 
había sido una demostración escénica, firme y muy masculina. Avanzaba con la 
mirada fija en un punto en la remota lejanía y llevaba siempre una bufanda 
marrón que cubría su joroba de casi 70 años. Derenik Demirchyan 
(La persona que sobraba) Aleksandr, Alexander, Aram, 
Aristakes, David, Eduardo, Gagik, Grigor, Hampar, Hasmik, Jacob, Lusine, Marios, 
Mikael, Mkhitar, Saint, Simeon, Dadi, Stepanos... Aleksandr y Alexander, 
exhaustos, se secaban el sudor con los guantes de cabritilla de su piel fina y 
raspada. La caminata les consumía. Horas infernales bajo el sol abrasador que 
les quemaría la piel fina y blanca hasta alcanzar la población siria de Dayr az 
Zawr. Aleksandr y Alexander perecerían en el intento de sobrevivir a su propio 
esfuerzo. El 
genocidio armenio, hace 100 años, se cobró estos dos 
nombres, una aguja en un pajar de un millón y medio de asesinatos. 
Ani 
siente hacia su familia el aprecio sincero que un niño siente hacia su 
tamagochi. Con el percutor de su lengua describe la 
sangrienta historia de su 
pueblo, y Ani se conmueve con ese millón y medio de 
ciudadanos aniquilados en lo que constituye uno de los 
episodios 
más vergonzosos de la historia de la humanidad. Evasiva como los desplantes 
de 
Valentino Rossi, si Ani decide enmudecer, lo hace en el mismo plano 
que 
Telma Ortiz. Le pido que me dé su versión del holocausto y se dispone 
a regresar al pasado, como 
Michael J. Fox: “No acabaremos hoy…”. 
“La rivalidad entre Turquía y Armenia empezó hace siglos. El conflicto 
empezó, al principio, por territorio. A finales del siglo XIX, Armenia estaba 
dividida entre dos potencias, Rusia y Turquía. Ante los ojos de los sucesivos 
gobiernos turcos, los armenios eran considerados 
nación leal, debido a la 
falta de enfrentamientos armados, a pesar de ser ‘un pueblo conquistado’. 
Algunos grupos de armenios empezaron a pedir más derechos sociales y a dejar de 
pagar el doble de impuestos que los turcos, por su condición de 
dhimmi, 
es decir, de no creyentes. Los turcos, como respuesta, iniciaron las 
matanzas para crear un clima de terror y silenciar, de este modo, a quienes 
pedían igualdad de derechos”, describe, y su relato lo detalla con los números 
redondos del olor nauseabundo de la sangre. “Bajo las órdenes de 
Abdul 
Hamid, 
el sultán sangriento, más de 200.000 armenios fueron 
masacrados, entre 1894 y 1897. El genocidio en sí empezó aquí. Lo que vino en 
años posteriores, convirtiendo esa cifra en un millón y medio de víctimas, fue 
consecuencia del miedo, por un lado, y de la barbarie, por otro. Temían que los 
armenios de la parte turca pasaran a Armenia Oriental, uniéndose a las tropas 
rusas, para más tarde luchar en contra de Turquía. Mataron a los armenios, uno a 
uno, para prevenir posibles problemas.” 
Esta chica tan débil como la 
salud de los 
brokers y tan fuerte como el ron añejo 
Cacique espera 
que la reconciliación entre los dos países se produzca pronto para que ella sea 
testigo: “No tengo amigos turcos, pero no me negaría”. Ani pertenece a la 
Associación Amigos de 
Armenia, que, el pasado 19 de septiembre, erigió un monolito 
enfrente del Museu Olímpic i de l’Esport, en Montjuïc, como señal de hermandad 
con Catalunya.
La cultura armenia es muy rica, muy interesante y muy 
desconocida. “Los domingos por la mañana, doy clases de armenio a los niños en 
un aula que la Iglesia Mayor de Santa Coloma de Gramenet ha cedido a la 
Asociación Ararat. Son pocos, en comparación con el número total de armenios, 
quienes saben escribir bien el idioma, que es, por otro lado, muy difícil, un 
desgarro del cirílico. Ten en cuenta que somos un pueblo de 11 millones de 
personas repartidas por todo el mundo, y en la propia Armenia sólo viven tres 
millones, a causa de las masacres y del terremoto de 1988, que fue brutal”, 
documenta, y muestra las causas por las que las diferentes migraciones han 
poblado de compatriotas los dos hemisferios. “Estamos en Bélgica, Francia, 
Latinoamérica y, claro, en Estados Unidos. Los Ángeles es la gran colonia. Allí 
viven mis tíos, y allí con el armenio pasas, no tienes que aprender inglés.” 
La joven Ani Khachatryan, para evitar que definitivamente sus muertos 
sean silenciados por las paletadas del olvido, ha recopilado los textos 
literarios de cuatro autores reconocidos en su tierra. 
Nacidos entre el 
siglo XIX y XX, padecieron el genocidio, al que sobrevivieron, y lo reflejan en 
su obra: el novelista 
Nar-Dos (Diario de un hombre perdido), el 
cuentista 
Hovhannes Tumanyan (Guiqor), el escritor de relatos 
Derenik Demirchyan (La persona que sobraba) y el poeta sarcástico 
Avetiq Isahakyan, con su 
Patria de anhelos: 
Mi patria 
es hermosa. 
Los picos de las montañas se pierden en la noche de los cielos 
Tus aguas son dulces, las brisas son dulces.
Tus hijos están en los mares 
de sangre.
¿Puedo morir por tu suelo, patria 
inestimable?