Comisiones Obreras (CCOO)

Comisiones Obreras (CCOO)

    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Unión General de Trabajadores (UGT)

Unión General de Trabajadores (UGT)

Fernando Suárez

Fernando Suárez


Tribuna/Tribuna libre
El poder sindical en España
Por Mikel Buesa, jueves, 1 de abril de 2010
A lo largo de los últimos años se ha ido consolidando en España un modelo sindical cuya principal característica es la concentración del poder y de la representación laboral oficialmente reconocida en dos grandes Centrales —Comisiones Obreras y Unión General de Trabajadores— a las que se añade, con una menor capacidad, la Unión Sindical Obrera, y con proyección local los sindicatos nacionalistas, o con incidencia profesional los sindicatos independientes. Este modelo, que emula claramente las estructuras económicas de carácter oligopolista, se inscribe a su vez sobre una sociología laboral en la que la mayoría de los trabajadores asalariados no se encuentra sindicada. La información disponible sobre esto es oscura —seguramente porque los sindicatos no quieren desvelar la que, sin duda, es su principal debilidad—, aunque se puede señalar que, según el Ministerio de Trabajo, en 2007 un 15,8 por 100 de los trabajadores por cuenta ajena estaban afiliados a un sindicato. Este porcentaje, que no llega ni a la mitad del que se registraba un cuarto de siglo antes, sitúa a España en uno de los niveles más bajos de afiliación de Europa, donde hay países —como Suecia, Dinamarca, Finlandia y Chipre— en los que se supera el 70 por 100, y donde, en promedio, esa magnitud se sitúa entre el 30 y el 35 por 100. Sólo Polonia y Francia son países donde la implantación de los sindicatos es aún menor que la española.
Con una base humana tan endeble el poder sindical sólo puede asentarse sobre un diseño institucional que concede a las principales Centrales un plus de representación que va más allá de la capacidad de sus afiliados para hacerse presentes en las empresas y en la sociedad. Ese diseño institucional corresponde a un sindicalismo de concertación que se aleja de la pulsión reivindicativa y de los conflictos colectivos, aunque no renuncie enteramente a ellos y los promueva cuando las circunstancias se hacen extremas. El concepto de sindicato más representativo, consagrado en la Ley de Libertad Sindical de 1985, constituye su piedra angular, tal como ha destacado el académico y ex ministro Fernando Suárez en una notable intervención en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Señala a este respecto Suárez que «la voluntad del legislador asumió la estrategia de las dos Centrales que aparecen como principales y elevó a la categoría de modelo nacional el que tales centrales deseaban, de forma que resulte imposible en la práctica que ninguna otra formación sindical … llegue a alcanzar la condición de más representativa».

El reconocimiento de los sindicatos más representativos no se deriva sólo de los procesos de elección de delegados sindicales por parte de los trabajadores, sino también de la institucionalización de todo tipo de acuerdos entre las grandes Centrales y las organizaciones empresariales o las Administraciones Públicas. Y, de esta manera, en España el poder legislativo ha asumido, en la práctica, los referidos acuerdos trasladándolos a la legislación ordinaria, dando así por válidos unos procedimientos reguladores de las relaciones laborales que nada tienen que ver con el funcionamiento de las instituciones democráticas de representación política. Por esa vía, los sindicatos y las entidades patronales han entrado a participar en la gestión de algunos organismos públicos —como es el caso del Servicio Público de Empleo Estatal y de sus réplicas en las Comunidades Autónomas, o de un sinnúmero de Comisiones Consultivas, Consejos e Institutos del Estado—, o han visto reconocidas y financiadas sus propias creaciones institucionales —como ocurrió con la Fundación para la Formación Continua en la Empresa (FORCEM) que, después de que el Tribunal de Cuentas detectara todo tipo de anomalías e irregularidades, fue sustituida por la Fundación Tripartita para la Formación en el Empleo, o con el Servicio Interconfederal de Mediación y Arbitraje (SIMA)—. El poder sindical de las grandes Centrales, sobre todo a partir de mediados de la década de los noventa, se ha ido extendiendo así sobre la base de la concertación y el diálogo social en instancias superiores, mientras los trabajadores asalariados se iban desvinculando de los sindicatos y se iba reduciendo la afiliación a éstos.

El sistema que se ha instituido desvincula a los sindicatos de su base de afiliación, lo que se ha traducido en el hecho de que no sólo son muy pocos los trabajadores sindicados, sino que además su proporción ha ido disminuyendo a lo largo de las tres últimas décadas

Para que un proceso de esta naturaleza pudiera desarrollarse, han sido necesarias dos condiciones que se suman al reconocimiento oficial de la mayor representatividad. La primera se refiere al establecimiento de un modelo de negociación colectiva desvinculado de las empresas y, por tanto, de la base laboral que forman los trabajadores. Ese modelo es el que ubica la negociación en un nivel intermedio de centralización, de manera que la mayor parte de los convenios colectivos son de carácter sectorial y regional. De esta manera, según la estadística que publica el Ministerio de Trabajo, de cada diez trabajadores, nueve están afectados por un convenio de aquel tipo y sólo uno por un convenio de empresa.

Un modelo de negociación así constituye una gran ventaja para las grandes Centrales, pues, al tener la condición de sindicato más representativo, pueden asumir la encomienda de los trabajadores sin que se tenga en cuenta si entre sus afiliados hay empleados de todas las empresas que resultarán afectadas por los convenios que se negocian. Éstos, a su vez, en virtud de una legislación laboral que reconoce su extensión sobre el conjunto completo del ámbito funcional de la negociación, son obligatorios para todas las empresas y trabajadores del sector/región correspondiente, con independencia de que aquellas se encuentren inscritas en las organizaciones patronales y éstos en los sindicatos que han suscrito el acuerdo.

La segunda condición alude al sistema de financiación de los sindicatos. Coherentemente con el modelo de representación separado de la afiliación que se acaba de exponer, ese sistema se ha desvinculado de las aportaciones de los trabajadores asociados para gravitar sobre las ayudas de las Administraciones Públicas. Dos han sido sus principales pilares: por una parte, el reparto del llamado patrimonio sindical; y, por otra, el entramado de subvenciones que conceden el Estado, las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos.

Se produce la paradoja de que, a medida que los sindicatos españoles se han ido fortaleciendo institucionalmente, su capacidad real de representación se ha visto menguada

La distribución del patrimonio de los antiguos sindicatos franquistas entre las Centrales sindicales se acordó en 1981 entre el Gobierno, UGT y CCOO. En su virtud se repartieron numerosos inmuebles entre estos sindicatos, de manera que pudieron obtener gratuitamente los locales en los que instalar sus sedes. Cinco años más tarde, una ley estableció la distinción entre el patrimonio de la antigua Organización Sindical y el que, durante la Guerra Civil, se había incautado a los sindicatos de la época. El reparto de este último benefició a la UGT —que finalmente obtuvo la propiedad de 144 inmuebles con más de 135.000 metros cuadrados, así como el pago de 174,5 millones de euros—, pues el otro sindicato histórico, la CNT, apenas logró que se le devolvieran tres inmuebles y una compensación de 2,5 millones. Lógicamente, Comisiones Obreras y los demás sindicatos creados durante el franquismo se quedaron fuera de esta operación.

En cuanto a las subvenciones percibidas por los sindicatos, su cuantía constituye un arcano que, de momento, ha resultado impenetrable, más allá de algunas cifras parciales. En 2008, las cantidades consignadas en los Presupuestos Generales del Estado para financiar a los sindicatos en función de su representatividad alcanzaron los 15,8 millones de euros, de los que, casi a partes iguales, el 79 por 100 se repartió entre CCOO y UGT, y el resto correspondió al conjunto de los otros 57 sindicatos con derecho a ser financiados. Además, existen otras partidas presupuestarias que, consignadas en las cuentas de los diferentes ministerios, se dirigen a las organizaciones sindicales y que, un año antes, sumaban 35,7 millones adicionales. Y a ello se han de añadir los fondos que otorgan los gobiernos autonómicos, las diputaciones provinciales y los grandes municipios, de cuyas cifras no sabemos nada pues, de momento, nadie ha realizado el trabajo de investigación correspondiente.

En resumen, el poder sindical en España se ha asentado sobre un modelo de organización que otorga a las dos grandes Centrales —Comisiones Obreras y UGT— una posición preeminente tanto en lo que se refiere a la representación institucional y a la capacidad de negociación de convenios colectivos y acuerdos con las Administraciones Públicas, como a la obtención de los fondos públicos sobre los que se sostiene la financiación de sus actividades. En ambos elementos, el sistema que se ha instituido desvincula a los sindicatos de su base de afiliación, lo que se ha traducido en el hecho de que no sólo son muy pocos los trabajadores sindicados, sino que además su proporción ha ido disminuyendo a lo largo de las tres últimas décadas. Se produce así la paradoja de que, a medida que los sindicatos españoles se han ido fortaleciendo institucionalmente, su capacidad real de representación se ha visto menguada. No sorprende, entonces, que la desafección de los trabajadores hacia los sindicatos sea cada vez más palpable y que, por tal motivo, su participación en las movilizaciones que convocan las grandes Centrales sea en la actualidad muy mediocre, sin parangón alguno con la que se pudo observar durante los años de la transición a la democracia o en el decenio de los ochenta. Este fenómeno, lejos de ser un signo de normalidad, ha de considerarse más bien un síntoma del deterioro institucional de nuestro sistema democrático que, además, repercute negativamente sobre la economía, al dificultar en extremo la reforma del sistema de relaciones laborales y su adaptación a los requerimientos cambiantes del sistema económico. Por ello, en la agenda de reformas que, sin duda, habrá que abordar en el próximo futuro, la del poder sindical ha de ser incluida entre las de mayor prioridad.