COSAS DE VIVOS. LOS SIETE CÍRCULOS DEL INFIERNO 
Las tres de la 
tarde de un día repetido. En una estación, esperando un tren que nunca llega, 
estamos mis miedos y yo, luchando desesperadamente por encontrar un salvavidas 
que nos ayude a acortar distancias entre el agobio y la deseada calma. Mientras, 
mi ayer reciente y mi hoy se desperdician, envejecen en pocas horas sin 
provecho, en unos fines o causas impuestos, que son de otros, que rechazo, pero 
acepto y me crean odios contra cada uno de los nombres, me hacen renegar de mi 
sangre, de ese lunar que es el de mi padre, de las manos invadidas de manchas, 
iguales a las de ella, mi madre, de mi mentón calcado al de Adelfo, mi hermano… 
Renegar de la herencia insoslayable. Si pudiera. 
El hombre sentado en el 
andén no aparta sus ojos de mí. Me arrojaría a sus brazos, que intuyo fuertes, y 
le suplicaría que me llevara a un lugar donde yo fuera otra, que me hiciera 
olvidar a donde me dirijo, y renunciar por unas horas a que seas mi hermano. 
Dos mujeres jóvenes se cansan de esperar y se sientan cerca del hombre; 
una pareja de viejos, muy viejos, cuchichean. Tres hombres enfundados en tres 
trajes de rayas, miran el reloj a la vez. ¿Quién se atreve? ¿Quién quiere algo 
de mí? Digan, díganlo sin miedo. Aún, aún debe quedarme algo para dar. No 
importa lo que sea, de verdad. Pidan sin apuros. Nunca toco fondo. Creo que no. 
¿A que no saben, no se pueden imaginar a dónde me dirijo? Es mi aspecto, ¿a que 
sí? Ya sé, pero las apariencias engañan, lo sabré yo… Soy pura apariencia. ¡Eh!, 
pero no me van a ver flaquear por más agobiada que esté. Además, ¿a ustedes qué 
carajo les importa? 
Todo se repite en continuas secuencias sin sonido. Y 
desearía perderme por un dédalo de calles, emulando a Stephen por Dublín: 
Mabbot, Lower Gardiner, Hardwicke Place…, en busca de una identidad nueva. A mí 
nadie me acompaña, sola, hacia mi cita. A mi paso no hay tabernas, prostíbulos… 
Madres resucitadas… 
En cierta manera me alivia pensar que otros viven, 
experimentan algo parecido. ¿Cuántas mujeres, sobre todo, mujeres, han pasado, 
pasan por este momento que ahora me pertenece a mí? No puedo volver, no quiero, 
ha dicho alguien al igual que me estoy diciendo yo. ¿Cuántas están rodeadas de 
muertos que no mueren del todo, pero que te arrastran a sus oscuridades 
opresivas? ¿Cuántas van al encuentro de la enajenación, de la cárcel de la 
mente? “El orquestal Satán lloró un buen trecho lágrimas tales como llora un 
ángel.” ¿Lágrimas? ¡Ni mentarlas! Satán lloró… Las tres y cuarto. 
Salir 
y entrar es lo que estamos haciendo constantemente en la vida. Quiero huir de 
una manera tranquila, sin retrocesos, envolverme en la memoria de cuando yo era 
rival de sueños, la destinataria de un poema copiado; y Luis, un hombre mayor, 
que me quería a su lado a todas horas, y me besaba la mano al despedirse, y me 
separaba la silla en un pequeño bar de carretera y nunca más volví a verlo, y se 
fue sin querer dejarme oír su guitarra envuelta en una funda de cuadros 
escoceses, sin darme la oportunidad de besar su barba; y todo por no 
comprometerme a amarlo siempre, a seguirlo; en lugar de estar aquí, esta tarde 
de junio a las tres y veintiocho esperando un tren. 
Un desperfecto en 
uno de los raíles, haría posible la huida sin piedad, sin remordimientos 
aparentes. Me libraría de acudir al encuentro, y la oportunidad de transitar por 
la vía muerta de los recuerdos felices, cuando nada me esclavizaba a ejercer de 
hermana–madre, como ahora. Huir es lo único que deseo, pero el tren llega ya, y 
nada ni nadie puede convencerme de dar la media vuelta que me apee de mi deber. 
Ni siquiera el hombre que no ha dejado de mirarme todo el tiempo, y que se 
levanta al ver la luz verde en el final del túnel. “La voluntad de hacer, ¿en 
qué acabó? Hace mucho que se desvaneció.” Tres y treinta de la tarde. 
“Por mí se va hacia la ciudad doliente, por mí se va hacia el 
sufrimiento eterno, por mí se va hacia la perdida gente.” 
Me asaltan los 
versos de Dante ante la puerta de gruesos barrotes desafiando mi tranquilidad. 
Busco un picaporte, una aldaba, un timbre, un resorte en el suelo, un ábrete 
sésamo. El tiempo no es el ahora, el momento. Me he trasladado treinta, 
cincuenta años atrás, ¿o quizá sean siglos? No sé, no puedo precisar. “Quienes 
entráis, perded toda esperanza.” 
Un timbre. Acerco el dedo, lo retiro de 
prisa. Miro a un lado, a otro. No hay un alma. Es como una secuencia 
cinematográfica donde yo, desprotegida, sola ante el espacio despoblado, sin 
adornos que obliguen al objetivo de la cámara a entretenerse en un árbol, en un 
perro, en un banco, en una simple farola. El espacio desnudo y yo. El enfoque es 
sólo uno: mi rostro en primer plano columbrando un gesto, un movimiento delator, 
el temblor de todo mi cuerpo. Pero no hay órdenes, ni claqueta, ni focos. Un 
espacio sin tiempo. ¿Quién se atrevería a decir fechas? Los rinchos de los 
barrotes, los rosetones de hierro y forja pueden confundir. 
Un nuevo 
intento. Rozo el botón, vuelvo a retirar la mano con la casi seguridad de que no 
lo he presionado lo suficiente. Se hace tarde, el tiempo no se involucra, no 
quiere, no entiende de cómputos. Ahora aprieto fuerte. La pesada puerta comienza 
a moverse, se despega lentamente de su otra mitad. No me importa la tardanza; 
cuanto más se demore, más tardaré en descubrir lo que esconde, lo que me aguarda 
al otro lado. 
Llega al tope. ¿Quién me ha abierto? ¿Un control remoto?, 
¿una máquina?, ¿quién controla la entrada? “Los centauros vigilantes de los 
siete círculos del infierno.” ¿La técnica suprime al monstruo? ¿De qué tiempo 
dispongo para traspasar estos muros que desde aquí afuera tienen la apariencia 
de una ciudad fortificada? ¿Cuánto para adentrarme “al fondo del triste abismo 
donde la única pena es la de perder toda esperanza?” 
Traspaso el umbral. 
La puerta se cierra. Ya no hay salida posible, la necesidad de dar marchar 
atrás. Bajo por una pendiente hacia el fondo de un largo pasadizo que desemboca 
en una serie de pabellones. ¿En cuál de ellos me espera? “En el quinto sufren 
pena los iracundos. En el primero los violentos.” ¿Acaso importa? 
Necesito una presencia humana cuanto antes, “en este lugar más hondo y 
más oscuro y lejano de la ciudad doliente.” Oprimo las mandíbulas y miro el 
pasadizo que parece no tener fin. Noto una sensación de miles de ojos fijos en 
mi espalda. Me estremezco. “Vuélvase sola por la loca senda.” ¿Acaso es posible? 
Diferentes lamentos me punzan y me tapo con las manos los oídos. “Hondos 
suspiros que al aire eterno estremecer hacen. Llantos y sollozos por el aire sin 
estrellas.” 
No soy capaz de dar un solo paso. Soy una estatua, un mueble 
del inexistente decorado gris, vacío, un trozo de cemento adherido al suelo. 
Quiero, necesito saber qué hora es, mirar el reloj que ni siquiera estoy segura 
que llevo incorporado en mi muñeca izquierda. ¿O es en la derecha? Tengo que 
llegar a la hora, a la hora marcada. Más imposiciones, más obligaciones, más 
cargos que encadenan mis horas, mi existir. ¿Qué derecho tienen a precisar un 
horario para estar con alguien que es parte de mí? Estoy tan cansada… Soy una 
marioneta con un número indeterminado de hilos que gobiernan mis miembros: 
manos, dedos, brazos, piernas y cabeza. Hilos que no dejan nada a la 
improvisación, al destino, a mi voluntad, a mi deseo anárquico y desencantado. 
Escucho, agudizo el oído, me acerco a una de las siete puertas. Las 
enumero mentalmente: una, dos, tres, cuatro… seis y siete. “Lenguajes varios y 
terribles lenguas, palabras de dolor, acentos de ira, producen un caos agitado 
en este teñido aire sin tiempo. Gente aullando, golpeándose entre sí y 
mordiéndose en un desenfreno sin fin.” 
¿Hay alguien?, grito. Por favor, 
¿quién me puede ayudar? Una persona que me conduzca a su lado. Tengo que ver su 
dolor, su sufrimiento, el grado de su enajenación para quedarme segura, 
tranquila de que he obrado bien, para poder dormir después de tres noches en 
verla acosada por los remordimientos y la angustia. 
“Conviene aquí dejar 
el miedo todo, todo temor conviene que aquí muera”, dice Virgilio a Dante. Me 
aparto de tanto horror. Corro hacia atrás, deseando el camino. Ya en la puerta, 
no encuentro la manera de abrirla. ¿Medidas de seguridad? “Aquí verás a gente 
dolorosa que perdieron el bien del intelecto. Sus vidas son tan ciegas y son tan 
bajas que cualquiera otra suerte siempre envidian. La piedad y la justicia los 
desdeñan.” No, yo no; yo estoy aquí, pero tengo tanto miedo que daría cualquier 
cosa por no encontrarme “al mismo borde del valle del abismo doloroso que acoge 
el trueno de infinitos ayes.” 
Tengo que enfrentarme a él, despejar mis 
dudas, saber lo que esconden sus paredes; si sigue ahí el hombre bestia 
acechando mi presencia, mis pasos… Si existen las descargas eléctricas, el 
chorro de agua en torrente sobre los cuerpos, las sogas amordazando los 
músculos. 
Oigo murmullos. Acelero el paso. El camino angosto se 
estrecha, se oscurece. “Las paredes amarillentas y descalabradas, quizá blanco 
de las iras, de la sinrazón de los autómatas, los desheredados de la lógica”, 
parecen tragarse el espacio. 
El aire se empapa de locura. “No confiéis 
jamás en ver el cielo.” Les grito en silencio, para adentro, pero me dirijo a 
todos los que no pueden traspasar las puertas, mientras languidecen sus almas a 
montones.” 
¿Él me espera? ¿Creerá que lo he abandonado? Quizá se toma en 
serio mi amenaza. Fui tan dura y mezquina. A veces puedo ser especialista de la 
tortura, manipuladora del miedo psicológico. Ojalá pudiera manipular la 
desesperanza, arrugarla y lanzarla al despeñadero de la negrura. 
“Se fue 
como una persona triste y loca. ¿Qué penas pagan los locos?” ¿Sienten 
remordimientos? ¿Recuerdan sus manos alrededor de un cuello? ¿Evocan los golpes 
enfurecidos y la sangre? ¿Me reconocerá como hermana? 
“Desde un rincón, 
salen las Horas de la Mañana, con pelo de oro, esbeltas, en azul juvenil, 
cintura de avispa, manos inocentes. Ágilmente bailan, haciendo girar sus combas 
de saltar. Les siguen las Horas del Mediodía en ámbar dorado. Riendo enlazadas, 
con altas peinetas relucientes, captan el sol en espejos burlones, levantando 
los brazos.” 
Tres mujeres sentadas en un banco reparan en mi presencia. 
Me miran, se levantan a un tiempo. Me detengo de golpe. Sus miradas son las 
mismas, calcadas a la de él. Intento una sonrisa. Una de ellas comienza a andar, 
las otras la siguen. Dos pasos, dos pasos, se para, se paran. Se acercan. ¿Ahora 
qué? ¿Echo a correr? ¿Hacia dónde? Puedo golpear una de las puertas, ¿cuál de 
las siete? “El primer círculo, el de los violentos.” 
Aporreo una a una 
con los puños cerrados. No miro, no quiero saber a qué distancia están de mí. No 
soporto enfrentarme a esos seis ojos desnudos de luz. Sangre, sangre, la madera 
se mancha de sangre. Son mis nudillos despellejados. Retrocedo a punto de 
desmayarme, a punto de abandonar, cuando una presencia humana aparece frente a 
mí. Un hombre de edad indefinida y facciones rudas pero atrayentes, me mira con 
curiosidad. ¿Qué le ocurre? Atrás, les ordena enérgico a mis perseguidoras, 
venga, hacia atrás. ¿No me oís?, les repite molesto. Yo permanezco de espaldas a 
ellas, incapaz de girarme. ¿A dónde vais? Volved a vuestro pabellón. Un momento, 
me dice adelantándose unos pasos. Coge de la mano a la cabecilla del trío y la 
lleva hasta el banco, la sienta; las otras dos zombis los siguen, y toman 
aliento a su lado. 
Me sonríe. ¿La han asustado? Un poco. Son de las 
pacíficas, no tiene por qué tener miedo. Ya, es que… Es que es la primera vez 
que estoy en un… ¿En una clínica psiquiátrica? Sí. Tranquila, no pasa nada. 
¿Viene a visitar a algún paciente? Sí. Bien. Entre. Dígame el nombre. Adelfo 
Valle Alto. 
Una vez dentro, se dirige a una mesa y ojea unos papeles. 
Sus manos anchas, fuertes y enormes, buscan con precisión. ¿Me ha dicho Adolfo? 
No, Adelfo, Adelfo Valle Alto. ¿Adelfo? Con un nombre como éste no creo que haya 
dos, bromea. ¿Qué significa? Pues… Reparo que estoy a punto de hacerle una 
definición, pero no es el momento. No sé, respondo seca. Aquí, aquí lo tenemos. 
Planta segunda, habitación setenta y siete. Hago el ademán de salir. Espere, 
tengo que acompañarla. Me muestra varias llaves. Lo sigo, se para delante de un 
ascensor, introduce una de las llaves en una ranura, se abre, me deja paso, 
entra, mueve una pequeña palanca de metal que hay en una de las paredes y 
automáticamente nos movemos. La sensación de falta de aire me ataca, como 
siempre. ¿Quién inventaría estas jaulas volantes? Me siento desamparada dentro 
de ellas. Se para justo cuando comienzo a sudar por el labio superior. Llegamos, 
dice girando de nuevo la palanca. Un pasillo inmenso de techos altísimos, con 
varios ventanucos, todos enrejados y a una altura considerable del suelo, me 
provocan malestar. Las puertas numeradas se alinean a derecha e izquierda. A 
medida que lo recorremos, los perturbados se asoman a vernos. Comienzan a 
golpear con las manos, los pies, con las cabezas, algunos, hasta provocarse 
daños. Los gritos espantosos que salen por sus gargantas, me erizan la piel, 
estoy al borde del aturdimiento. ¿Cómo debe de sobrellevar los tres días que 
lleva aquí en el infierno? ¿Quién lo protegerá de estos orates rabiosos? Toda su 
indefensión se me vuelca encima, de golpe.
Por la puerta entreabierta de 
una habitación ocre y sin casi luz, diviso una figura encadenada a los barrotes 
de la cama. El sonido metálico se me introduce en las sienes como una punzada 
aguda y me desencadena un dolor brusco y repentino de cabeza. El hombre repara 
en mi gesto de repulsa. “¿Todo va bien?”, me pregunta. Encojo los hombros. “No 
es agradable, créame, pero no hay más remedio”, se justifica. ¿Y para él? ¿Qué 
excusa me tendrá preparada? 
Una vieja nos observa con recelo, y cuando 
llegamos a su altura rompe a reír histéricamente; sus carcajadas, estrepitosas, 
retumban en mis oídos con ecos insoportables. Su pelo, blanco y enmarañado, 
confiere a su rostro una expresión de poseída. Calla, Aurora, ¿no ves que 
tenemos visita?, le riñe con dureza. La anciana ríe más fuerte, su boca 
desdentada parece una caverna lilosa y húmeda. Me roza en el brazo y retrocedo 
inquieta; el hombre se interpone entre las dos, como protegiéndome. Anita, ¿me 
traes azúcar?, me pregunta. Aurora, si no vuelves a tu habitación ahora mismo, 
hoy habrá castigo, la amenaza. Ella lo mira aterrorizada, y con una agilidad 
impropia de la edad vuelve a su habitación. Anita, ¿me traes azúcar?, me suplica 
llorando. La ha confundido con su hija, me aclara. ¿Es peligrosa? ¿Aurora? No, 
es de las controladas, sonríe, claro que nunca sabe uno por dónde te pueden 
salir. ¿Qué ha querido decir usted con lo del castigo? Ah, eso… Nada, sólo era 
para asustarla ¿No pensará que aquí…? No le dejo terminar, no quiero oír, saber. 
Espero que no, le contesto con la voz tomada. Por supuesto, mujer. Me brinda 
otra sonrisa amplia y brillante por dos dientes de oro. 
Después de un 
abrir y cerrar incesante: seguridad y seguridad, ¿o encarcelamiento? Bueno, 
usted ahora se me sienta aquí en esta salita mientras voy en busca de… de 
Adelfo. Me niego a darle ninguna información referente a mi grado de cercanía 
con él. Ah, no pase cuidado, son inofensivos, me dice señalando a las tres 
personas que se encuentran desperdigadas en las butacas negras de skai. Pero sus 
palabras no me tranquilizan nada. Las persianas, echadas en casi su totalidad, 
niegan la entrada a la luz de afuera, una penumbra de hojalata se instala a sus 
anchas por todos los rincones, cubre parte de los rostros inexpresivos de las 
tres personas. Alguien desde el televisor habla para nadie. 
El 
cementerio de los vivos palpita sin cruces, sin flores, sin fotos, sin lápidas o 
mausoleos imponentes. La tarde se acerca a su fin, cuando lo dejo atrás con la 
promesa de no volver a sumergirme en este Averno de bocas desdentadas, a no 
enfrentarme a los centauros, al Minotauro que cohabita en cada uno de los 
guardianes.