Enrique Fuentes Quintana

Enrique Fuentes Quintana

    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Miguel Ángel Fernández Ordóñez

Miguel Ángel Fernández Ordóñez

José Luis Malo de Molina

José Luis Malo de Molina

Manifestación sindical

Manifestación sindical

Gerardo Díaz Ferrán

Gerardo Díaz Ferrán


Tribuna/Tribuna libre
La reforma del mercado de trabajo en España
Por Mikel Buesa, martes, 1 de septiembre de 2009
La crisis económica ha evidenciado, una vez más, la obsolescencia de las instituciones en las que se enmarca el funcionamiento del mercado de trabajo en España. Como un guadiana, el debate sobre su reforma emerge ante la urgencia de los problemas que se plantean en el mundo laboral: por una parte, la vertiginosa destrucción de puestos de trabajo con su correlato en un rápido aumento del desempleo; y, por otra, la enorme dificultad que, para las finanzas públicas, supone la atención del derecho de los parados a la obtención de un subsidio que palie su pérdida de ingresos. Y, todo ello, envuelto en las severas repercusiones que el paro tiene tanto para la economía y para la sociedad.
Si algo caracteriza a la economía española con respecto a las de las demás naciones occidentales es la persistencia de unas elevadas tasas de desempleo, incluso en los momentos álgidos del ciclo. Además, en España, el paro es muy volátil, de manera que cualquier dificultad económica se refleja en un rápido incremento del número de trabajadores que son expulsados de sus puestos de trabajo. Y ello se acompaña de unas muy elevadas tasas de temporalidad derivadas de la amplia participación de los contratados temporales en el empleo asalariado total. Paro y temporalidad son, así, dos notas singulares del mercado de trabajo en España; dos notas que, por otra parte, resultan complementarias entre sí, pues la movilidad laboral —y, por tanto, las transiciones entre las situaciones de empleo y desempleo o los cambios de ocupación— se concentra fundamentalmente en el segmento de los trabajadores temporales.

La temporalidad ha venido afectando, en la fase alcista del ciclo económico, a aproximadamente un tercio de los asalariados, aunque, en el momento actual, en plena crisis, ha descendido a una cuarta parte debido a que la mayoría de los trabajadores que han perdido su empleo se encuadraban en esta categoría. Ello significa que, en el mercado de trabajo, se ha producido una segmentación, una dualidad de situaciones, que se expresa en un amplio grupo de asalariados con contrato fijo que están al abrigo del desempleo y que se benefician de los pactos salariales negociados entre las entidades patronales y los sindicatos, y en otro más estrecho formado por trabajadores temporales que se ven obligados a asumir los ajustes de cantidades —es decir, la posibilidad de perder su trabajo— que vienen obligados por las fluctuaciones de la demanda.

La segmentación del mercado de trabajo

Esta dualidad del mercado de trabajo tiene su origen en dos elementos que conviene recordar aquí. El primero se refiere a la persistencia de las instituciones reguladoras del empleo que nacieron durante el régimen del General Franco; unas instituciones que protegieron a los trabajadores frente al desempleo haciendo del despido una decisión de difícil ejecución y, en todo caso, muy costosa para los empresarios; y unas instituciones, también, que fueron refrendadas en lo fundamental cuando, en 1980, instaurada ya la democracia, se promulgó el Estatuto de los Trabajadores. Y el segundo alude a la legalización, en 1984, de la contratación temporal no causal mediante distintas figuras contractuales que no sólo flexibilizaban el despido, sino que también lo abarataban sustancialmente. La dualidad del mercado de trabajo se forma, así, a partir de una clara diferenciación de las condiciones del despido en los dos segmentos en los que se ha dividido el mercado de trabajo.

Esa diferenciación se expresa, por un lado, en una facilidad de despido que es mayor en el caso de los temporales, pues sus contratos, al ser de duración limitada, se extinguen al finalizar su plazo o al considerarse acabada la obra o servicio para el que se suscribieron. Y, por otro, en la existencia de unas indemnizaciones muy distintas para cada caso. Éstas se concretan, para los trabajadores con contrato fijo, en 45 días de salario por año trabajado, con un límite de 42 mensualidades, aunque si el despido se considera amparado en causas objetivas —por crisis de la empresa, para lo que se suele exigir su entrada en pérdidas—, la indemnización se reduce a 20 días de salario por año trabajado, con un límite de 12 mensualidades, existiendo también el caso singular de los trabajadores con un contrato de fomento del empleo estable para los que la indemnización se reduce a 33 días por año trabajado, siendo el máximo de 24 mensualidades. En cambio, los asalariados temporales sólo reciben indemnización en contados casos —básicamente cuando no se renueva un contrato eventual o por obra— y ésta es de sólo ocho días por año trabajado en la empresa.

El Banco de España ha estimado, siguiendo una metodología definida por el Banco Mundial, que para un trabajador fijo en condiciones estandarizadas —es decir, un empleado de 42 años que trabaja a tiempo completo, lleva 20 años en la empresa y gana un salario igual al promedio del conjunto del país— el coste del despido en España es equivalente a 128 semanas de salario —que, si el despido es por causas objetivas, se reducen a 56—. Esta cifra se considera como una de las más elevadas de entre los países de la OCDE, donde la media es de sólo 25,8 semanas de salario, y donde la mayoría de ellos —21 de 29— no superan esta última cifra. Ello significa que, con respecto a los trabajadores fijos españoles, los costes de despido en los que han de incurrir las empresas son desmesurados. Y significa también que esos costes actuarán como una barrera a la entrada en ese segmento del mercado de trabajo, aunque no en el de los asalariados temporales, pues, comparativamente, el despido de estos últimos tiene un coste prácticamente nulo.

Esto último se comprueba de una forma nítida cuando se observa que la contratación de trabajadores temporales es aproximadamente siete veces mayor que la de trabajadores fijos. O también que alrededor del 90 por 100 de los trabajadores sin experiencia previa son contratados temporalmente, especialmente si su cualificación educativa es reducida. Más aún, a estos últimos les resulta muy difícil abandonar el segmento temporal, de manera que, entre ellos, el 60 por 100 de los que cuentan con diez años de experiencia siguen trabajando bajo un contrato de duración limitada. Para que el lector se haga una idea comparativa, cerca de dos tercios de los titulados superiores empiezan a trabajar en el segmento temporal, pero con un poco más de dos años de experiencia sólo permanece en él un 40 por 100, reduciéndose esta tasa a la mitad a los diez años de carrera laboral.

Pero las diferencias entre los trabajadores fijos y temporales no acaban ahí. También tienen su plasmación en las condiciones a las que acceden a la protección por el desempleo. Los primeros —que, en épocas de prosperidad, apenas se ven en una situación de paro, pues ésta afecta sólo al 1,5 por 100 de ellos, sin que este porcentaje llegue al 4 por 100 en la depresión— cuentan con una generosa prestación del Estado que, en promedio, equivale a cerca del 70 por 100 de su salario. España es, a este respecto, uno de los países de la OCDE en los que la cuantía de esa prestación es más elevada, al ocupar el puesto décimo del ranking correspondiente. Pero si atendemos a los trabajadores temporales —que son los que más transitan por las oficinas de desempleo, pues, durante el ciclo alcista, el paro afecta a alrededor de la quinta parte, y durante el recesivo, a cerca de la mitad—, entonces el nivel de protección se reduce en diez puntos porcentuales hasta el 60 por 100 del salario, lo que queda por debajo del promedio de la OCDE.

En resumen, la segmentación del mercado de trabajo refleja una profunda desigualdad entre los asalariados fijos y temporales. Ello, con ser grave en el plano de la equidad, tiene además dos implicaciones muy severas para la economía en su conjunto. Por una parte, conduce a que los ajustes en el mercado de trabajo se realicen a través de la contratación —en las fases de auge— o el despido masivo de trabajadores temporales —en las de depresión—, quedando excluida cualquier posibilidad de que las empresas corrijan sus costes modificando los salarios. El desempleo es así la válvula de escape de las crisis en la economía española; pero al operarse de esa manera la depresión se acentúa, pues el paro afecta seriamente a las expectativas de consumo, restringiendo el gasto de los ocupados, y, por derivación, a las de inversión, pues esa caída del gasto hace que se deteriore la confianza de los empresarios en el futuro inmediato, tal como reflejan las estimaciones trimestrales de la Contabilidad Nacional que publica el INE. Dicho de otra manera, al centrarse el ajuste del mercado de trabajo en el nivel de desempleo, las recesiones en España se hacen más intensas y, sobre todo, más duraderas que en otros países.

Pero es que, además, el alto nivel de temporalidad, al impedir que muchos trabajadores adquieran las destrezas necesarias para los empleos de cierta cualificación, repercute negativamente sobre la productividad de la economía, lo que equivale a decir que reduce su capacidad competitiva en el comercio internacional y, como consecuencia, sus posibilidades de obtener, a través de la exportación, los ingresos necesarios para equilibrar las cuentas exteriores. Este último aspecto es, como todo el mundo sabe, especialmente sensible en España, pues su economía ha tendido tradicionalmente al desequilibrio financiero con el crecimiento. Ello, en el momento actual, cuando como consecuencia de la adopción del euro se ha perdido la posibilidad de alterar el valor de la moneda, hace que la única posibilidad de ajustar la cuenta exterior pase por incrementar la capacidad competitiva de las empresas. Y una alta proporción de trabajadores con contrato temporal es un freno para ello.

El modelo de negociación de los convenios colectivos de trabajo

La dualidad en cuanto a las condiciones laborales no es el único problema que se aprecia en el mercado de trabajo español. Éste adolece también de un sistema de negociación colectiva que tiene efectos perversos sobre la viabilidad de las empresas al quedar desvinculados los salarios que deben abonar a sus trabajadores de los niveles concretos de productividad que se obtienen de su trabajo. El marco institucional de la negociación colectiva otorga a los sindicatos un papel crucial en la representación de los trabajadores, aún cuando sólo uno de cada diez de éstos se encuentra afiliado a aquellos. Ello es así debido a que el ámbito más frecuente de negociación es el sectorial y no el de la empresa. A esa delimitación sectorial se le añade el hecho de que seis de cada diez convenios son de carácter provincial o autonómico, y otros tres más de ámbito nacional. Y ocurre que, fuera de la empresa, la ley sólo otorga representación a los sindicatos que hayan obtenido más delegados en las correspondientes elecciones, lo que hace que las Centrales Sindicales se encuentren muy interesadas en desarrollar los convenios colectivos de naturaleza territorial–sectorial. Estos convenios son, a su vez, obligatorios para todas las empresas del ámbito establecido en ellos, siendo muy restrictivas las condiciones para descolgarse de ellos.

Pues bien, este diseño institucional conduce a que, en España, exista una enorme rigidez en los salarios y a que éstos no guarden relación con la productividad. Así, los estudios que se han realizado al respecto señalan que los incrementos salariales en las diferentes ramas de la economía son muy superiores a los aumentos de la productividad, encareciéndose de esta manera, a lo largo del tiempo, el componente retributivo de los costes de las empresas. Ello sólo es sostenible cuando la demanda resulta fuertemente expansiva, pues la euforia del gasto posibilita que los aumentos de costes se trasladen a los precios. Pero cuando la crisis económica asoma y los consumidores, sean éstos nacionales o extranjeros, restringen su gasto, entonces las empresas deben ajustar sus precios; y sólo podrán hacerlo si existe margen suficiente entre los salarios y la productividad. Cuando ese margen es reducido, entonces inevitablemente sobreviene la quiebra. Esto es lo que ha ocurrido en España con casi cuatro centenares de miles de empresas durante el último año, la mitad de las cuales contaban con trabajadores asalariados.

Los estudios internacionales señalan que el modelo de negociación colectiva de tipo sectorial–territorial es el que conduce al mayor divorcio entre salarios y productividad, y, como consecuencia, resulta ser el más desfavorable para el empleo. A este respecto debe destacarse que es en los países en los que los convenios colectivos se negocian en la empresa —y también en los que las condiciones de trabajo se conciertan para todos los sectores en un ámbito nacional— donde se produce una mayor consonancia entre aquellos elementos, favoreciéndose así el sostenimiento de los niveles de empleo.

En definitiva, vemos que el diseño de las instituciones del mercado de trabajo en vez de coadyuvar al empleo y a la competitividad, operan justamente en el sentido inverso, lo que, en los períodos de crisis, las convierte en una rémora para reducir el desempleo y recuperar el crecimiento de la economía, y, en las etapas de auge, en un freno para consolidar un sistema productivo capaz de sostener el equilibrio de las cuentas exteriores a través de la competencia internacional.

La reforma del mercado de trabajo

En estas circunstancias, considero ineludible una reforma del mercado de trabajo en España. Ha llegado el momento de librarse de las rémoras del pasado —por mucho que sobre ellas se asienten los poderosos intereses sindicales— y de acabar con el conservadurismo que ha caracterizado a la política laboral desde el comienzo de nuestro actual sistema democrático. Las propuestas que se han hecho a este respecto durante los últimos meses son, a mi modo de ver, demasiado tímidas y de corto alcance. Introducir unas nuevas formas de contratación con menores costes de despido, como ha hecho la CEOE, o propugnar un cambio en el correspondiente sistema de indemnizaciones, como ha reclamado el Gobernador del Banco de España, son medidas aceptables pero insuficientes. Dada la magnitud del problema se requiere una reforma mucho más radical.

Esa reforma debería orientarse hacia la completa unificación de las condiciones jurídicas de la contratación de todos los trabajadores, acabando así con la distinción entre los fijos y los temporales, salvo cuando éstos lo son por la naturaleza de la actividad. Tal unificación tendría que referirse tanto a las condiciones salariales, como a los costes del despido, de manera que éstos no dependieran más que de la antigüedad del trabajador en la vida laboral. En este sentido, podría adoptarse un sistema similar al danés, de manera que cada trabajador cotice una parte de su salario para constituir un fondo individual que financie su situación de desempleo, tal como propugnó Miguel Ángel Fernández Ordóñez. De esta manera, las indemnizaciones por despido podrían rebajarse drásticamente hasta unas cifras de entre diez y treinta días por año trabajado —con un máximo de trece meses de salario, alcanzable transcurridos cinco años de trabajo—, más acordes con las que prevalecen en los países avanzados de la Unión Europea. Me interesa subrayar que no propugno el despido libre, pues, en todo caso, el despido tendría que estar justificado bien por razones disciplinarias, bien por causas económicas o tecnológicas. Los criterios de valoración de estas últimas deberían ser más acordes con las consideraciones propias de la economía de la empresa que con un rígido baremo basado en la cuenta de pérdidas y ganancias.

Asimismo, la protección de los desempleados tiene que ajustarse a los estándares europeos y tratar por igual a todos ellos. A este respecto, el porcentaje del salario que obtienen los parados podría elevarse unos cinco puntos porcentuales sobre su nivel actual —llegando al 75 por 100 durante los seis primeros meses y quedándose en el 65 por 100 posteriormente—. A su vez, la duración máxima de la prestación para los trabajadores con seis años de cotización, se debe quedar en los 24 meses actuales, aunque, de manera transitoria, mientras persistan las condiciones actuales de crisis, podría elevarse hasta doce meses más. La financiación de estas prestaciones debe derivarse hacia el Estado, para lo que sería conveniente un refuerzo fiscal basado en el aumento de los tipos impositivos del IVA; un aumento que podría estar acompañado de una rebaja de las cotizaciones sociales, de manera que la carga impositiva del trabajo se redujera, mejorando así la competitividad de las empresas. A este respecto, un punto porcentual de incremento el los tipos del IVA equivale, en términos recaudatorios, aproximadamente a 1,07 puntos en las cotizaciones sociales. Por ello, si el IVA español se situara en el 20 por 100 —que es el tipo que prevalece en los países de Europa—, las cotizaciones podrían rebajarse en un 4,28 por 100, con lo que éstas se alinearían hacia el promedio europeo.

Otra reforma necesaria es la que se refiere a la negociación colectiva. El modelo actual es, como se ha visto, muy ineficiente, por lo que se requieren cambios normativos que obliguen a que las condiciones salariales sólo puedan negociarse en el ámbito de la empresa o en el de convenios generales de carácter nacional. En cambio, los aspectos referentes a las condiciones de seguridad, la distribución de la jornada de trabajo en cada sector concreto y la formación de los trabajadores, serían negociados en convenios de ámbito intermedio, sectorial o territorial.

Las instituciones del mercado de trabajo no se agotan en los temas que aquí se han abordado, aunque ellos sean los más relevantes desde la perspectiva económica. Por consiguiente, convendría que una reforma de gran envergadura como la que aquí he propugnado entrara también en otros aspectos como, por ejemplo, el de las políticas activas de empleo —que están muy insuficientemente dotadas y que requieren una coordinación entre las Comunidades Autónomas, pues son éstas las Administraciones responsables de ellas— o el del funcionamiento del Servicio Público de Empleo Estatal —que es actualmente muy ineficaz y que tendría que ser complementado con una mayor participación del sector privado en la intermediación para el empleo—.

Todo ello requiere grandes dosis de voluntad política y, sobre todo, alejamiento de los intereses corporativos, especialmente por parte de los sindicatos. El profesor Fuentes Quintana —maestro de los economistas de mi generación que, desde el Ministerio de Economía impulsó las reformas institucionales que definen una buena parte de nuestro actual sistema económico— señaló en cierta ocasión que «el principal partido político que hay en el país lo forman los sindicatos», aludiendo a la cerrada defensa que éstos realizan de los intereses de sus afiliados —no del conjunto de los trabajadores— sin que les importen las consecuencias de su política. Años más tarde, uno de esos economistas de mi generación, José Luís Malo de Molina, actual director del Servicio de Estudios del Banco de España, constató que «las actitudes puramente defensivas de los sindicatos frente a las necesidades de adaptación del marco institucional del mercado de trabajo, les colocan en una posición conservadora, enfrentada al progreso social». De ahí que, en este caso, nuestros gobernantes harían muy bien si tomaran distancia con respecto a los agentes sociales que dicen representar, aunque ello sea dudoso, al conjunto de las clases trabajadoras.