Robert Louis Stevenson: <i>Navegar tierra adentro</i> (Alhena Media, 2008)

Robert Louis Stevenson: Navegar tierra adentro (Alhena Media, 2008)

    GÉNERO
Libro de viajes

    NOMBRE
Robert Louis Stevenson

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Edimburgo, 1850 – Samoa, 1894

    BREVE CURRICULUM
Es autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más populares, como La isla del tesoro, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde o La flecha negra. Fue importante también su obra ensayística, breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias



Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo, Escocia 13 de noviembre de 1850 – Upolu, Samoa, 3 de diciembre de 1894)

Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo, Escocia 13 de noviembre de 1850 – Upolu, Samoa, 3 de diciembre de 1894)


Magazine/Nuestro Mundo
Robert Louis Stevenson: Navegar tierra adentro (Alhena Media, 2008)
Por Robert Louis Stevenson, martes, 4 de noviembre de 2008
Alhena Media acaba de editar el séptimo título de su colección Alhena Literaria. Se trata en este caso de un libro inédito en español, Navegar tierra adentro, que es, además, la primera obra escrita por Robert Louis Stevenson. En Navegar tierra adentro, un joven Stevenson y su amigo Walter Simpson se embarcan en una expedición en canoa por los canales de Bélgica y del norte de Francia. En una época en la que viajar por placer en un medio de transporte tan incómodo era algo inusitado, Stevenson y su amigo deciden emprender una travesía que resultará, desde el principio, a todas luces desastrosa.

CRECIDA EN EL OISE

A la mañana siguiente, antes de las nueve, los dos balandros se hallaban ya instalados en una carreta ligera en Étreux: en poco tiempo los íbamos siguiendo por una de las laderas de un plácido valle lleno de álamos y de cultivos de lúpulo. Había unos pueblos agradables repartidos aquí y allá por toda la ladera; destacaba Tupigny, en donde los rodrigones del lúpulo ostentaban sus guirnaldas en todas las calles y se arracimaban las casas. Hubo tenues muestras de entusiasmo cuando pasamos: las hilanderas se asomaron a las ventanas, los niños exclamaron extasiados a la vista de los dos botes, o barquettes, y los peatones, conocidos de nuestro carretero, bromearon con él a cuento de la naturaleza de la carga que portaba.

Tuvimos un par de chaparrones, aunque más bien ligeros y fugaces. El aire estaba limpio y dulce en los verdes campos, en el verdor de cuanto crecía de la tierra. No había ni asomo de otoño en el clima. Ya en Vadencourt, donde embarcamos en un prado situado frente a un molino, lucía el sol y daba brillo a todas las hojas que proporcionaban sombra al valle del Oise.

El río bajaba crecido por las continuas e intensas lluvias de los días anteriores. Desde Vadencourt hasta Origny corría a velocidad creciente, con mayor caudal a cada kilómetro que avanzábamos, precipitándose como si ya oliera el mar. El agua era amarillenta y turbia, y formaba remolinos entre los sauces a medio sumergir; con la misma ira de los remolinos alborotaba al golpear las orillas pedregosas. El cauce mismo trazaba mil sinuosos meandros por un valle más angosto y arbolado. El río se acercaba a la base de los cerros de roca caliza y pasaba de largo, dejándonos ver unos campos de colza entre los troncos de los árboles. También lamía las tapias de los huertos, en donde a veces veíamos, por el umbral de entrada a la casa, a un cura que paseaba en un jardín de sol y sombra. A cada tanto, espesaba tanto el follaje delante de nosotros que parecía que no había salida, sino tan sólo los sauces apretados, rebasados en altura por olmos y álamos, bajo los cuales fluía la corriente veloz, y entre las ramas y el agua pasaba de pronto volando un martín pescador como si fuera un pedazo de cielo azul. Sobre todas estas manifestaciones diversas vertía el sol su claro y católico semblante. Las sombras parecían solidificarse sobre la veloz superficie del cauce y sobre los prados de una y otra orilla. La luz centelleaba dorada en las hojas de los álamos, que bailaban sin cesar, y ponía los cerros en comunión con nuestros ojos. Y en ningún momento dejaba de correr el río, ni siquiera para tomar aliento; los juncos de todo el valle se estremecían de los pies a la cabeza.

Tendría que haber algún mito (pero caso de que exista yo lo desconozco) que se fundara en el estremecimiento de los juncos. No ofrece la naturaleza muchas cosas tan asombrosas a ojos del hombre. Son una elocuente pantomima del terror; ver tal cantidad de seres aterrorizados, que buscan refugio en todos los recovecos de la orilla, basta para infectar a un ser humano algo atolondrado y contagiarle de alarma. Tal vez sólo tengan frío, lo cual no es de extrañar si se piensa que están con el agua hasta la cintura en todo momento. Tal vez sea que nunca se han acostumbrado a la fuerza, a la furia con que fluye el río, o al milagro de su cuerpo continuo. Pan en su día arrancó melodías de sus antepasados; así, mediante las manos de su río, sigue tocando a estas generaciones sucesivas en todo el valle del Oise, y toca el mismo aire, a la vez dulce y estridente, para recordarnos la belleza y el terror que pueblan el mundo.

El balandro era como una hoja a merced de la corriente. Lo tomaba, lo zarandeaba, lo guiaba con pulso magistral, como un Centauro que se llevase una ninfa en volandas. Para mantener cierto dominio sobre nuestro rumbo era preciso un manejo diligente del remo. ¡Qué prisa la del río por llegar al mar! Cada gota de agua corría veloz, presa del pánico, como corren quienes forman parte de una muchedumbre aterrada. Aunque, ¿qué muchedumbre pudo llegar a ser tan numerosa, o tener en tal medida una única idea en mente? Todo cuanto quedaba a la vista pasaba de largo como si estuviera bailando; la propia vista parecía haber entablado una furiosa carrera con el velocísimo río; las exigencias del momento nos llevaron a mantener los cordajes tensados y los estrobos apretados al máximo, tanto que hasta nuestro propio ser parecía estremecerse como un instrumento bien afinado; despertó la sangre de su letargo, echó a correr por todos los caminos y calzadas de las arterias y las venas, entrando y saliendo del corazón, como si fuera la circulación sanguínea un viaje hecho en vacaciones y no el diario y tedioso faenar que se sucede a lo largo de setenta años. Los juncos podrían asentir y mecerse a modo de aviso, y con trémulos gestos advertirnos de que el río era tan cruel como poderoso y frío, y de que rondaba la muerte al acecho en el remolino, bajo los sauces. Pero los juncos tuvieron que permanecer en donde estaban, y el que se queda plantado es siempre timorato consejero. Nosotros podríamos habernos puesto a dar gritos a voz en cuello. Si aquel bullicioso y bellísimo río era en efecto artimaña de la muerte, la muy bribona, la vieja de rostro ceniciento, había sido más ingeniosa que nosotros. En aquellos momentos vivía yo al máximo cada minuto. Me apuntaba un tanto tras otro con cada palada del remo, con cada recodo del río. Rara vez he disfrutado con más provecho de la vida.

Y es que tengo la impresión de que bajo esta misma luz, en cierto modo, podemos considerar nuestra guerra particular contra la muerte. Si un hombre sabe que tarde o temprano será víctima de un atraco a lo largo de la travesía que emprende, descorchará la mejor botella que encuentre en todas las posadas, y contemplará todas sus extravagancias como ganancias que ha arrebatado a los ladrones. Sobre todo, allí donde lejos de limitarse a gastar haga una inversión provechosa con parte de sus dineros, lo hará afrontando el riesgo de la pérdida. Por eso, cada brioso instante de vida, y más aún cuando es sana, es algo que se escamotea a esa infecta ladrona al por mayor que es la muerte. Menos llevaremos en los bolsillos y más en el estómago cuando nos asalte y nos dé un grito: «¡La bolsa o la vida!», e igual da que en su caso no haya elección, siendo ambas la misma cosa. Una rápida corriente es una de las artimañas que prefiere entre muchas otras, pues le da buenos réditos anuales; no obstante, cuando tengamos que cuadrar las cuentas, me reiré en su cara por las horas que pasé en el tramo alto del Oise.

Por la tarde estábamos bastante embriagados del sol y del júbilo que nos causaba el ritmo del descenso. No pudimos contenernos, ni refrenar nuestro contento. Los balandros se nos habían quedado pequeños; era preciso desembarcar y estirarnos o esparcirnos incluso en la orilla. Así, en un verde prado entregamos nuestras extremidades a la hierba y fumamos un tabaco como el que sólo fuman los dioses, proclamando ambos que el mundo es una maravilla. Fue la última hora buena del día; me detengo en ella con suma complacencia.

A un lado del valle, en lo alto de una formación de roca calcárea, un labrador con su yunta aparecía y desaparecía a intervalos regulares. Con cada aparición se quedaba inmóvil unos segundos, recortado sobre el cielo: a todas luces —como declaró el Cigarette— parecía un Burns de juguete que estuviera labrando las faldas de Mountain Daisy. Era el único ser vivo a la vista, a menos que uno quisiera contar también al río.

Por el otro lado del valle asomaban entre el follaje unos cuantos tejados rojos y un campanario. Algún campanero inspirado dio música a la tarde con un repique de campanas. Algo muy dulce y conmovedor tenía la melodía que tocó; a los dos nos pareció que nunca habíamos oído a las campanas hablar de un modo tan inteligible, o cantar de un modo tan melodioso como aquéllas. Con algún aire del mismo estilo sin duda cantaban las tejedoras y las doncellas aquel «Ven a mí, Muerte» en la Iliria de Shakespeare. Tantas veces se percibe una nota de amenaza, un deje metálico y ostensible en la voz de las campanas, que creo que siento más dolor que placer cuando las oigo; aquéllas, en cambio, según se propagaron en la tarde, ora agudas, ora graves, con una cadencia melancólica que llegaba al oído como si fuera la esencia de una canción popular, fueron en todo momento moderadas y moduladas, y parecían plegarse al espíritu aquietado de los rústicos parajes, como el sonido de una cascada o la algarabía de una colonia de grajos en primavera. Podría haber pedido al campanero su bendición, siendo seguramente como era un hombre bueno, anciano, reposado, que tiraba de las cuerdas tan amablemente al compás de sus meditaciones. Podría haber bendecido al sacristán o al heredero, o a quien se ocupe en Francia de tales asuntos, por haber permitido que aquellas campanas añejas alegrasen la tarde, en vez de mantener una reunión, realizar una colecta, imprimir repetidas veces su nombre en el periódico local, y aparejar el repique de unas campanas nuevecitas, recién llegadas de una fundición de Birmingham, con el badajo altisonante, que les triturase el contorno llevado por la provocación de un campanero nuevo y extendiera sus ecos por el valle, llenándolo de terror y desorden.

Por fin callaron las campanas, y con sus últimas notas se puso el sol. Había terminado la pieza; la sombra y el silencio se apoderaron del valle del Oise. Nos pusimos a los remos de nuevo con la alegría en el corazón, como quien asiste a una noble representación y vuelve a su trabajo con ánimo renovado. El río era más peligroso en ese tramo; corría más veloz, y los remolinos eran más súbitos y violentos. Durante todo el trayecto habíamos tenido ya complicaciones de sobra. A veces fue una represa que se pudo salvar con dificultad por el azud, a veces un remanso tan poco profundo y tan plagado de carrizos que tuvimos que sacar los botes a la orilla y llevarlos entre los dos. Pero el mayor de los obstáculos iba a ser consecuencia de los recientes temporales. Cada cien o doscientos metros había caído un árbol sobre el río, por lo común llevándose a algún otro en su caída.

Muchas veces se había formado un remanso suficiente para guiar los balandros en torno al promontorio de las hojas, y oíamos el agua correr entre las ramas. Muchas otras, el árbol alcanzaba en toda su longitud de una orilla a la otra, si bien quedaba espacio suficiente, abatido el mástil, y bien agachados, para pasar por debajo del tronco. En otras ocasiones fue necesario subirse al tronco y hacer pasar las embarcaciones con cuidado de que no rozara la quilla demasiado, y aún hubo otras, cuando el caudal era demasiado impetuoso, en que no quedó más remedio que desembarcar en tierra y llevar los botes a pie. No fueron pocos los accidentes que se sucedieron a lo largo del día, y que nos mantuvieron alerta.

Al poco de embarcar de nuevo, cuando me había adelantado yo un buen trecho, rebosante aún de un espíritu noble y exultante, en honor del sol, del ritmo veloz con que surcaba el agua y de las campanas de la iglesia, el río trazó uno de sus leoninos saltos en un recodo y vi a tiro de piedra otro árbol caído. Bajé el respaldo en un visto y no visto, y me dirigí a un punto en el que el tronco me dio la sensación de tener altura suficiente y las ramas de no ser demasiado espesas para permitirme pasar por debajo. Cuando un hombre acaba de prometerse en lazos de hermandad eterna con el universo no suele andar de humor presto a tomar grandes determinaciones con demasiada frialdad, y ésta, que pudo ser una decisión crucial en mi caso, no la tomé con buena estrella. El árbol me dio de lleno en el pecho y, mientras aún me esforzaba por agacharme un poco más para salvar el obstáculo, el río me arrebató el asunto de las manos y me privó de la embarcación. El Arethusa dio un brusco giro, se puso de costado, expulsó cuanto de mí aún permanecía a bordo y, libre de ese modo de toda carga, con una sacudida pasó bajo el árbol y siguió su feliz descenso a merced de la corriente.

Nota de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la gentileza por permitir la publicación de este pasaje del libro de Robert Louis Stevenson, Navegar tierra adentro (Alhena Media, 2008).