Miquel Mir: Diario de un pistolero anarquista

Miquel Mir: Diario de un pistolero anarquista

    AUTOR
Miquel Mir

    GÉNERO
Historia

    TÍTULO
Diario de un pistolero anarquista

    OTROS DATOS
Traducción parcial de Isabel Clua. Barcelona, 2007. 288 páginas. 23 €

    EDITORIAL
Destino



Miquel Mir

Miquel Mir


Reseñas de libros/No ficción
Miquel Mir: Diario de un pistolero anarquista (Destino, 2007)
Por Rogelio López Blanco, domingo, 2 de diciembre de 2007
El golpe militar de julio de 1936, como en muchos otros lugares de España, fracasó en Barcelona, donde la sublevación fue sofocada. Allí papel de los anarquistas, junto a la Guardia Civil y los guardias de asalto, resultó vital, pero trajo consecuencias. Las instituciones y el orden público se vinieron abajo y estalló la revolución, tal y como la entendían sus protagonistas encabezados por la CNT-FAI cuyos militantes armados eran dueños de las calles. Se constituyó así un nuevo “orden revolucionario” con todas las consecuencias. Contemplaba el exterminio físico de determinados sectores sociales (militares, burgueses, empresarios, propietarios...), militantes y representantes de grupos políticos tenidos como enemigos, antiguos cargos que sirvieron en distintas etapas históricas a otras administraciones y, muy particularmente, la aniquilación de los miembros de las instituciones y organismos eclesiásticos. Al proceso de liquidación se unió el de despojamiento, y en parte destrucción, de los bienes muebles y ocupación de los inmuebles que no fueron destruidos en los primeros momentos.

Una parte notable de la historiografía pone de relieve que, a diferencia del bando nacional, en la zona republicana las matanzas fueron en su mayoría espontáneas. Pues bien, aunque no cabe duda de que mucha de la destrucción de los primeros días tuvo este carácter, el libro de Miquel Mir demuestra descarnadamente que la liquidación de las personas e instituciones consideradas desafectas en las semanas posteriores al 18 de julio fue una obra perfectamente concebida y organizada en un amplísmo número de casos por los jefes de la CNT-FAI, que ya había planificado parte de la misma, la referida a los saqueos y eliminación de los insurgentes, semanas antes de la sublevación.

Miquel Mir ha encontrado documentos excepcionales relacionados con un miembro de las Patrullas de Control, José S (Penedés, Barcelona,1893-Londres, 1974). Su verdadero nombre fue Josep Serra, según testimonio del hermano marista Francisco Peruche (véase El Mundo, 21-10-2007, y más información sobre el asesinato de los hermanos maristas de Barcelona en El Mundo, 14-10-2007). Esos escritos, cuyo elemento capital es el diario redactado por José ya en el exilio, transcrito como apéndice del volumen junto a otros de desigual interés, confirman los testimonios orales de su apadrinado, Mauricio B., quien, todavía adolescente, le acompañó en muchas de sus acciones, a quien contó otras y con quien mantuvo contacto personal y correspondencia desde su muelle exilio en Londres hasta la muerte del pistolero.

Nacido en la comarca del Penedés en 1893, de familia campesina, José S. fue reclutado para combatir en las posesiones españolas del norte de África en 1914, sirviendo durante tres años. Un período que, según el autor, marcó decisivamente la vida del protagonista de esta historia. Aparte de los de horrores que sobrellevó en el Rif, como tantos otros, allí se familiarizó con las armas y su reparación. De vuelta a casa, no tardó en trasladarse a Barcelona en busca de nuevas oportunidades. Su pasión por la mecánica le llevó a trabajar en los talleres de La Hispano Suiza de 1917 a 1927. Esta profesión, junto con los conocimientos sobre armamento, sellaron su destino cuando empezó a militar primero en las filas del anarcosindicalismo hacia 1917 y luego al formar parte del núcleo duro de los grupos que se enfrentaron con la policía y los pistoleros del Sindicato Libre en la guerra social desatada en Barcelona tras el fin de la Primera Guerra Mundial.

José S., que pertenecía a los grupos más radicales del sindicato anarcosindicalista, lleva la vida de un pistolero, frecuenta con sus compañeros el barrio chino y se aficiona a la buena vida, al juego, la bebida y las mujeres de compañía. Desarrolla labores de transporte de armas y explosivos, de vigilancia y propina palizas a los enemigos del sindicato. Perpetra el primero de una larga serie de asesinatos en 1919 contra una persona que “ejercía de chivato del patrón y la policía”. Como indica el autor, José se convirtió en una profesional del crimen: “Vivía de esto y para esto”, formando parte de un ambiente radical en el que “los límites entre la acción revolucionaria y la rapiña eran cada vez más difusos” (pág. 29). En cuanto se creó la FAI (julio de 1927), se integró de inmediato. Entretanto desarrolló trabajos de chofer para las obra de la Exposición Universal y cuando concluyeron alquiló un almacén dedicándolo a taller mecánico de automóviles, donde colaboraba como ayudante su ahijado Mauricio. A lo largo de la dictadura de Primo de Rivera participó en numerosos atracos y asaltos a casas de burgueses. Durante la República, una estación de tránsito para la transformación social revolucionaria, según consideraba el anarcosindicalismo más radical, también participó en abundantes acciones.

Cuando estalla la sublevación del 18 de julio, la FAI de Barcelona estaban alerta, llevaba meses preparando su estrategia, planificando las acciones a seguir. En esta situación fue importante la reunión de los jerifaltes de la FAI de junio de 1936 en el taller de José situado en Pueblo Nuevo. Allí acudió la plana mayor, una veintena de hombres, entre los que se contaban Durruti, García Oliver, Jover, Ortiz, Sanz... Se decidió que había que armarse a gran escala, los enfrentamientos ya no serían con policías o pistoleros, sino con militares y, ya que no podía esperarse que las instituciones republicanas les cedieran armas, el dinero necesario se conseguiría fácilmente asaltando las iglesias, que contaban con numerosos objetos de valor. José y Tomás García, su compinche, dedicaron los siguientes días a elaborar una suerte de censo de los edificios y sus pertenencias, lo cual sería de enorme utilidad cuando se desató el vendaval revolucionario en el que José, Tomás y Mauricio actuaron como patrulleros a las órdenes del Comité de Defensa. Mientras se combatía en las calles, con un camión requisado se dedicaron a asaltar los templos y rapiñar todo aquello que habían inspeccionado, al tiempo que José y Tomás se quedaban para sí parte de lo más valioso para depositarlo a buen recaudo en su taller por si venían malos tiempos.

Tras la derrota de los insurgentes, según Stanlye G. Payne, en Cataluña se creó una diarquía a la que se pliega Companys, no le quedaba otra, y en la que mandaba realmente el Comité Central de Milicias Antifascistas (26 de julio), es decir, la CNT-FAI, cuyos hombres armados dominaban la calle. Se trataba de anular políticamente a la Generalitat y empezar la revolución. El Comité de Milicias se hizo cargo de la política de seguridad creando el Comité Central de Patrullas e Investigación, dirigido por Aurelio Fernández, de la CNT-FAI, que “se encargó de la persecución de los colaboradores y simpatizantes de la sublevación”, y de este organismo nació el departamento de Patrullas de Control, a cargo de José Asens, también de la CNT-FAI, “que eran una policía obrera, revolucionaria, una garantía para todos los trabajadores, de que la contrarrevolución no levantara cabeza en la retaguardia, y de que la revolución caminaría hacia adelante”. La mitad de los hombres de estas patrullas pertenecían a la CNT-FAI y ahí estaban encuadrados José, Tomás y Mauricio. Aparte de los asaltos a edificios religiosos y hogares burgueses, con objeto de saqueo y registros, los patrulleros, ahora actuando como escuadrones de la muerte, se encargaban de ejecutar las órdenes de Manuel Escorza, empeñado en “limpiar la retaguardia de Cataluña de curas y burgueses”, quien les proporcionaba listas de detenciones y luego les ordenaba su ejecución. Era, como indica el autor, la continuación del pistolerismo a gran escala. Entre acción y acción, se pegaban la buena vida. Desde el verano al otoño de 1936, siguiendo las órdenes del Comité, llevaron a cabo operaciones de crímenes selectivos ordenados por Escorza, Fernández o Asens, que eran quienes decidían la suerte de los detenidos en el antiguo convento de San Elías. La única legalidad estribaba en “la carta blanca otorgada por los jefes correspondientes y en la cobertura de unas siglas”. Generalmente los asesinatos se llevaban a cabo al romper el alba y los cadáveres se dejaban abandonados, sin identificación alguna, en determinadas zonas, donde eran recogidos por la Cruz Roja. Cuando corrían riesgo de ser reconocidos por algún familiar, los patrulleros hacían desaparecer los cuerpos. Además de arrojarlos al mar, un recurso muy utilizado, gracias a los consejos de destacados miembros de Esquerra Republicana de Cataluña (pág. 104), fue la incineración, para lo que emplearon los hornos de la fábrica de cemento Asland de Montcada, controlada por gente de la CNT.

Con el tiempo, la fuerza de los anarquistas fue amainando, poco a poco, las instituciones republicanas, Generalitat incluida, fueron recuperando la dirección de los asuntos e imponiendo cierto orden en los procedimientos de detención, su control y la aplicación de la pena máxima mediante los tribunales populares. No obstante, pues se trataba de una etapa de transición, los anarquistas todavía prosiguieron con sus asaltos y ejecuciones, sin bien en menor grado e intensidad. El declive definitivo se produjo en Barcelona con los hechos de mayo de 1937, a partir de los cuales se disolvieron las Patrullas de Control y cesó la hegemonía de la CNT-FAI en el “frente interior”. Desencantados por cómo era juzgada a la sazón su labor “revolucionaria” y viendo lo mal que marchaban la guerra, José y Tomás prepararon su exilio. Repartiéndose el botín con un brigadista inglés llamado Steven, y a cambio de papeles que les permitieran residir en Gran Bretaña, organizaron el envío de todo su material a Londres. Allí José, pues Tomás había caído en el camino durante un ataque aéreo, llevó un vida desahogada hasta su muerte, sólo mantuvo contacto con Mauricio y con el resto de los verdugos que también estaban repartidos por el mundo: Fernández, Escorza, Asens y demás. He aquí una gran dosis de memoria histórica para dar y llevar.