Pedro Zarraluki: La historia del silencio (RBA)

Pedro Zarraluki: La historia del silencio (RBA)

    NOMBRE
Pedro Zarraluki

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Barcelona, 1954

    CURRICULUM
Ha escrito dos libros de relatos, Galería de enormidades y Retrato de familia con catástrofe y las novelas La noche del tramoyista, El responsable de las ranas, galardonada con el premio Ciudad de Barcelona y el premio El Ojo Crítico y La historia del silencio que se hizo merecedora del premio Herralde de Novela. Su obra ha sido traducida a siete idiomas.



Pedro Zarraluki

Pedro Zarraluki


Creación/Creación
La historia del silencio
Por Pedro Zarraluki, lunes, 1 de octubre de 2007
Esta novela trata de otro libro que no llegó a ser escrito, y también de todo aquello que ocultamos a las personas que más seguras están de conocernos. Tras una bella ensoñación compartida, una pareja decide embarcarse en la preparación de un libro sobre el silencio. Emprenden el trabajo con desordenada pasión y no tardan en descubrir que el silencio aparece por todas partes, en el insomnio de Scott Fitzgerald, en la tribu de los maabanes, en los escritos de Auden y en los experimentos de sir Robert Boyle, aunque revestido siempre por su impenetrable calidad de ausencia. Con el tiempo, sospecharán que cada persona se relaciona con sus propios silencios de forma parecida a como lo hace con sus propias manos.
Este libro trata de cómo no llegó a escribirse otro libro que debería haberse titulado La historia del silencio. Aunque habitual, el fracaso es difícil de explicar. Hay personas admirables, capaces de realizar grandes esfuerzos, que consiguen llevar a término empresas que parecían disparatadas. No es nuestro caso, por desgracia. Hace algo más de dos años comenzamos una investigación tan exhaustiva como desordenada. El resultado no pudo ser más decepcionante. Lo que el lector sostiene entre sus manos no es el tratado con el que habíamos soñado, sino más bien la historia de una renuncia. El propósito inicial era a todas luces desmedido. Querer explicarse lo que sucede en aquellos instantes en los que no sucede nada, penetrar en el silencio –y en la quietud, la oscuridad y la ausencia, el pensamiento mismo–, aunque se intente sólo de una forma parcial y subjetiva, es una aspiración tan fuera de lugar que condena al naufragio a los más entusiastas –tampoco es nuestro caso, por desgracia– esfuerzos por conseguirlo. El nuestro fue un esfuerzo exhausto, valga la paradoja, aunque a pesar de todo es probable que tuviera cierto mérito. Debía de tenerlo, pues algunas personas creyeron en la idea y nos enviaron toneladas de información. Bastará como ejemplo de todo esto el de una amiga mundana y extremadamente locuaz –nuestra querida Olga–, que nos llamó un día para decirnos que había estado dos horas inmóvil sin abrir la boca en lo más desbocado de una fiesta, como callado y sincero homenaje a nuestra labor. Se lo agradecimos con toda la intensidad de que somos capaces, que es bastante. Pero su testimonio, con todo y ser heroico, no descubría ningún camino que no hubiéramos considerado. A aquellas alturas, llevábamos ya mucho tiempo estudiando las infinitas posibilidades que nos brindaba el silencio. A falta de mejores ideas, habíamos incluso estado una semana entera sin hablarnos, con la sola intención de comprobar si podíamos soportarnos sin pronunciar palabra. Fui yo el que rompió la estupidez de nuestro pacto, por distracción, aunque Irene sigue sospechando que lo hice en un rapto de impaciencia. Acababa de llegar de la calle y desparramé sobre la mesa de la cocina la compra del supermercado. Irene había puesto ya en el fuego una cacerola con agua para hervir la pasta. Entonces la miré con gran desolación –y con excesiva naturalidad para no ser algo premeditado, según ella– y le dije que no había comprado spaghetti. De aquella forma, en el mundo de nuestras muletillas privadas, no he comprado spaghetti pasó a significar que se renunciaba a algo por una especie de cansancio insuperable. Así, una vez que Irene llevaba ya cuatro días sin fumar, dijo no he comprado spaghetti y encendió un cigarrillo. Y yo lo dije en la cama, nada más despertarme, cuando decidí abandonar mi voluntarioso intento de acudir cada mañana al gimnasio. Y ambos, cuando apagamos el ordenador después de un fin de semana entero intentando ganarle al ajedrez, cuando dejamos de alimentarnos sólo de fruta los jueves, y todas las noches en las que llegaba François para darnos las clases de francés y a pesar de ello decidíamos ver una película en la televisión. A partir de aquel día aciago en que volvimos a hablar nos lamentamos cientos de veces de no haber comprado los famosos spaghetti, lo cual me lleva a pensar que nos pasamos la vida renunciando a cosas, especialmente a aquellas cuya realización depende sólo de nosotros.

Irene y yo hemos llegado a indigestarnos de silencio, pero hasta hace poco nos parecía normal que las cosas sonaran. No nos habíamos planteado la importancia que puede llegar a tener el sonido o su ausencia. Nuestro trabajo se originó a consecuencia de una rebelión del entorno. Irene colaboraba de forma esporádica –pero hasta aquel momento constante– con una editorial especializada en enciclopedias. Acababa de terminar unos fascículos que, con el título algo hitleriano de Mi único amigo, presentaban al lector las diferentes razas de perros. En aquel momento Irene era una gran especialista en canes, de la misma forma que, un año atrás, había sido la mayor entendida en experimentos para jóvenes estudiantes. Del índice de refracción a los terriers de Yorkshire, para empezar un nuevo proyecto que la haría olvidar todo lo que sabía de los anteriores. Irene alardeaba de que su saber era similar a la vida sexual de esas personas que se proclaman monógamas por temporadas. Lo que no podía prever Irene era que el último perro iba a significar también su última colaboración con la editorial. La llamaron para decirle que no tenían nada nuevo entre manos –lo que era falso, pues ella sabía que se estaba preparando una enciclopedia de los transportes y una colección de fascículos sobre civilizaciones desaparecidas–, y que buscara otro lugar donde colaborar porque ellos se disponían a encarar una inevitable reestructuración. En el mundo de los colaboradores independientes, cuando se te habla de una inevitable reestructuración quiere decirse que se ha decidido prescindir de ti. De forma que Irene se quedó sin trabajo, y aquel fue sólo el inicio de nuestras desdichas. Yo llevaba tres años escribiendo una novela y el resultado era, por decirlo de una forma despiadada, inferior a lo que tenía antes de empezar a escribir. Mi editor, que había comenzado llenándose de impaciencia, se había luego preocupado, y en aquel momento me miraba con decidida compasión cuando le anunciaba –cada vez más eufórico en el tono y más melancólico en la mirada– el inminente final de mis esfuerzos. Una cosa y otra nos habían llevado a un estado de quiebra financiera, si es que se puede quebrar lo que nunca ha tenido cuerpo y se ha limitado a fluir como un río, o como la vida y ese género de cosas inaprensibles. Así que Irene y yo nos encontramos una mañana desayunando en nuestra pequeña terraza a la sombra de los bambúes, y nos dimos cuenta de que podíamos seguir desayunando indefinidamente porque no teníamos nada mejor que hacer. Cuando ya llevábamos dos horas en aquella ocupación necesariamente limitada –resulta absurdo seguir desayunando cuando cae la noche–, decidimos quemar las naves y aprovechar la ocasión para hacer un viaje. Descartamos las primeras y espléndidas ideas por su elevado coste económico. Buscamos entonces lugares con nombres menos exóticos pero que resultaran más asequibles. Yo argumenté incluso, olvidando con quién hablaba, que la gran literatura nunca ha necesitado de costosos escenarios, y tampoco los buenos viajeros. Irene guardó un paciente silencio. Ella siempre había preferido El cuarteto de Alejandría al Diario de un cura rural, en una opción tan beligerante que no admitía la hipotética bondad de ambas propuestas. La literatura era, para Irene, una resonancia al otro lado de las montañas, y el personaje de las grandes novelas debía ser alguien que se hubiera perdido allí donde es tan difícil llegar. Fue entonces, mientras embadurnaba con mantequilla mi decimosexta tostada, cuando se me ocurrió pensar que La Rioja era una tierra que habíamos degustado infinitas veces a través de sus vinos. Nuestro estómago había acogido grandes dosis de fósforo, calcio y potasio del suelo riojano. Se podía decir que lo habíamos bebido en mil ocasiones, pero que nunca lo habíamos pisado. Propuse ir allí, a lo que Irene reaccionó con gran entusiasmo.
–Será como viajar a las fuentes de la vida –dijo con la mirada un poco extraviada.


Dos días después atravesábamos el desierto de los Monegros en un descapotable alquilado. Era el mes de junio pero ya hacía mucho calor. El sol pegaba con tanta fuerza que no nos atrevíamos a retirar la capota del coche. Irene canturreaba viendo pasar los mojones, y nos sentíamos bastante felices. Entramos en una larga recta que parecía el camino directo al infinito. Mi mano reposaba en el regazo de Irene. El ronroneo del motor nos adormecía. De improviso, como si quisiera despertarnos, soltó un espantoso chirrido. Alcé por instinto el pie del acelerador, y cuando volví a pisarlo sonó como si alguien agitara una caja llena de tuercas. Las ruedas no se habían clavado, pero ya nada las accionaba. Detuve el coche a un lado de la carretera. Levantamos la cubierta del motor porque a lo largo de la historia es lo que ha hecho todo el mundo en caso de avería, entienda o no de mecánica. Nos asomamos cada uno por un lado. La contemplación de un motor, que suele ser una maquinaria sucia, vieja y desorganizada, ofrece pocas pistas a los profanos. Yo me limité a suspirar, sin acertar a explicarme cómo era posible que aquello hubiera funcionado hasta hacía escasos momentos.
–Quizá sea este tubo –dijo Irene, que era tenaz y voluntariosa, señalando al azar un conducto de apariencia francamente alarmante.
No me costó encontrar, de un solo vistazo, varias piezas que ofrecían un aspecto aún más desolador. Regresé al interior del coche y volví a ponerlo en marcha. Pero al pisar el acelerador sonó de nuevo la improvisada maraca de tuercas. Salí sin darme prisa, me desperecé estirando los brazos y sentencié que se trataba de la transmisión. Lo hice con el aplomo de los médicos cuando diagnostican que se trata de un virus y no se puede hacer otra cosa que esperar. Así que nos sentamos en una roca, y esperamos. El aire estaba inmóvil, la carretera desierta. Irene volvía a canturrear. Era tal la quietud que su voz apagada parecía brotar en todas partes. No había árboles a nuestro alrededor, sólo un paisaje abandonado de rocas cuarteadas. Entonces, muy lentamente, empezamos a ser conscientes de que en alguna parte sonaba un levísimo rumor. Con más exactitud, nos hicimos de pronto conscientes de que un rumor muy lejano había ido aumentando poco a poco su intensidad hasta hacerse audible. Continuamos esperando, y el rumor subió de tono. Distinguimos la silueta de un automóvil que se acercaba por la carretera, pero no nos movimos. Pasó ante nosotros como una exhalación. Al hacerlo desencadenó una especie de remolino sonoro, un estallido instantáneo que se desvaneció con la misma morosidad con que había anunciado su presencia. Segundos después nos instalábamos de nuevo en la calma más absoluta. Cerré los ojos, ligeramente mareado, y tuve la sensación de que perdía el contacto con la Tierra. Me encontré ingrávido en la oscuridad del espacio exterior, inmerso en una paz ilimitada, en un vacío sin concesiones, sin tiempo y sin espera. No pensaba en nada, ni sentía otra cosa que la levedad de mi propio cuerpo. En mi ensoñación, un bullicio lejano me hizo mirar a un lado. Me convertí así en testigo ausente del avance de nuestro planeta, que arrastraba una estela de luz reverberada. Al pasar por mi lado lo hizo como el automóvil, envuelto en un torbellino fulminante de golpes, de ruidos y risas. Luego su órbita lo alejó de mí. A medida que se iba perdiendo en la negrura regresaba la tranquilidad, y en algún momento –imposible precisar cuándo con exactitud– dejé de oírlo por completo y me envolvió la paz absoluta. Abrí los ojos y miré a Irene. Ella también había cerrado los suyos. Tenía la cabeza caída hacia atrás y le temblaban los labios.
–Podríamos escribir un libro sobre el silencio –le dije.
Sus labios se arquearon en una sonrisa que se iba descubriendo a sí misma a medida que cabalgaba su pensamiento. Las mejores sonrisas de Irene eran las que le nacían de muy adentro. Permaneció inmóvil aún unos instantes. Luego se puso en pie de un salto y me contempló con un entusiasmo desbordado. –Será un trabajo colosal –dijo, envenenada quizá por una comprensible (en su caso) actitud enciclopédica
– ¿Por qué ponían un pianista en los cines cuando las películas eran mudas? ¿Es soportable el silencio? ¿Existe realmente, o es sólo una acumulación de ruidos lejanos? ¿Qué resulta más irritante para nuestros nervios: el ruido o su carencia? En otro orden de cosas, ¿quiénes se han visto obligados alguna vez a guardar silencio? ¿Quiénes lo han hecho por interés, por incapacidad o depravación? ¿Quiénes han salvado a otros por omisión, quiénes los han condenado? ¿Se puede pasar toda una vida esperando respuesta a una pregunta? ¿Existe realmente el gran silencio, el silencio de Dios, o es sólo una metáfora de la ignorancia? ¿Puede ser hondo y profundo el silencio, como un pozo? ¿Se está cómodo en el interior de un pozo? ¿Por qué no se dice de los grandes silencios que son abiertos, como el espacio vacío y calmo del universo? ¿Puede el silencio ser riguroso sin resultar por ello artificial? ¿Has estado alguna vez en un velatorio? ¿No resulta que el único que se comporta con naturalidad es el muerto, y todo por culpa del dichoso silencio? Por otro lado, ¿se puede considerar el tipo de silencio más insoportable no recibir noticias de alguien muy querido durante veinte años, por poner un coto a nuestra dolorosa pero limitada capacidad de espera? ¿Por qué se dice romper el silencio y no liberar el silencio, o acallarlo, que sería muy poético y nos remitiría al zumbido en los oídos, que tan molesto resulta? ¿Por qué se dice de alguien que es muy silencioso como si anduviera por el mundo de puntillas, cuando en realidad resulta que habla poco? ¿Es hablar la forma más premeditada de romper el silencio? ¿Por qué resulta incómodo en una cena de amigos y no en el pico de una montaña? ¿Qué sucederá en las escasas cenas de amigos en picos de montañas? ¿Por qué guardar silencio puede ser lo más noble y lo más infame, si lo que se guarda es lo mismo? ¿Por qué no dices algo? Me estás dejando hablar sola. ¿Es el silencio, quizá, una traición al movimiento, y por lo tanto un anuncio fugaz del fin de todas las cosas? Cuando por fin calló Irene, su respiración agitada quedó suspendida en el aire inmóvil. Contemplé el paisaje despoblado sospechando que iba a ser muy difícil dar forma a todo aquello. Pero en la cabeza me bullían las ideas. Irene y yo nos miramos a los ojos, entregados ambos a esa actividad arrolladora, estrictamente silenciosa, que es el pensamiento. Tuve la extraña impresión de que todo a nuestro alrededor se detenía, en esa latencia inquieta que anuncia las tormentas más formidables.

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NOTA DE LA REDACCIÓN: Este texto forma parte de la novela de Pedro Zarraluki, La historia del silencio (RBA), que mereció el premio Herralde de Novela. Queremos hacer constar públicamente nuestro agradecimiento a la editorial RBA por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.