César Alonso de los Ríos: "Yo digo España. Contra la disolución nacional alentada por la izquierda" (LibrosLibres, 2006)

César Alonso de los Ríos: "Yo digo España. Contra la disolución nacional alentada por la izquierda" (LibrosLibres, 2006)

    NOMBRE
César Alonso de los Ríos

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Valladolid

    CURRICULUM
Comenzó a escribir en El Norte de Castilla junto a Miguel Delibes. Trabajó después en Triunfo y en La Calle. Fue asesor del Ministerio de Cultura de 1983 a 1987. Luego fue adjunto a la dirección de El Independiente y El Sol. Colabora para Colpisa y escribe en ABC, además de intervenir en Onda Cero y Telemadrid. Ha publicado los libros Si España cae..., La izquierda y la nación, La verdad sobre Tierno Galván y Conversaciones con Miguel Delibes.



César Alonso de los Ríos

César Alonso de los Ríos


Tribuna/Tribuna libre
Yo digo España. Contra la disolución nacional alentada por la izquierda
Por César Alonso de los Ríos, lunes, 4 de diciembre de 2006
Las reflexiones de César Alonso de los Ríos permiten seguir la política antinacional de Zapatero en la oposición y después en el poder. Su alianza de hierro con el independentismo no sólo está suponiendo la desmembración de España, sino la liquidación del modelo cultural que ésta ha representado a lo largo de la historia y, también, el fin de la alternancia democrática
Con el agua al cuello (*)

Después del Estatuto catalán no cabe hablar ya de unidad nacional, y en el caso de que llegue a prosperar el «proceso de paz» que propone el partido socialista para el País Vasco y que no es sino un modo encubierto de claudicar ante el terrorismo, tampoco se podrá hablar ya de España. En realidad habrá que hablar de la desaparición del Estado que crearon los Reyes Católicos a partir de los reinos, ya españoles, desde los godos, y de la Nación tal como se constituyó hace doscientos años en las Cortes de Cádiz.

¿Debe terminar con esto el enunciado del estado de la cuestión? Hay que dar cuenta de la inconsciencia y la temeridad en que está instalada la mitad de la sociedad española al apoyar a los independentistas y de la incertidumbre e, incluso, el espanto en los que vive la otra mitad.

Algunos llaman «segunda transición» a esta nueva confrontación de las dos Españas: una revolución incruenta, institucional, anticonstitucional. Si la primera se limitó a consagrar las «nacionalidades» por razones de prudencia o de impotencia por parte de la izquierda y de los nacionalistas periféricos, esta de ahora está llamada a reconocer a aquellas como «naciones», es decir, como territorios soberanos. Si aquella dio paso al régimen autonómico, esta de ahora al modelo confederal (por llamarlo de alguna manera).

La primera, según los teóricos de la izquierda, fue la expresión de una relación de fuerzas favorable a los evolucionistas del régimen de Franco que, de ese modo, impidieron el ajuste de cuentas con los aparatos represivos de la dictadura. Lo que le lleva a uno a preguntarse si no fue el PSOE el partido que prefirió la «reforma» frente a la «ruptura».

Como se ve, no todo se reduce a cuestiones «territoriales». Para la izquierda la transición supuso cesiones inaceptables en relación con la memoria histórica. De ahí que se haya empeñado en actualizar, mediante el recuerdo, los periodos más conflictivos de nuestra historia. En definitiva, la izquierda ha dado por acabada la «reconciliación» que puso en marcha el PCE a finales de los cincuenta en tiempos de clandestinidad y cuando aún no daba señales de existencia el PSOE.

A estas alturas, y con la actual relación de fuerzas, los socialistas consideran que ha llegado la hora de conseguir lo que no pudieron a la muerte de Franco, esto es, terminar con la idea de España a partir de la cual se construyó el Estado nacional. España deberá ser lo que quieran los españoles no en su conjunto, sino a partir de las comunidades autónomas. Así surgirá el Estado en el que todos podrán sentirse «cómodos» y así terminará el terrorismo etarra. En esto consiste la solución de Zapatero.

El sociólogo Jordi Borja recogió con gran eficacia y fidelidad, en un artículo publicado en El País, el espíritu oportunista de esta «segunda transición»:

Viví intensamente el privilegio histórico de una década prodigiosa de conquista progresiva de espacios de libertad y luego otra década, los ochenta, en la que nuestra generación, gentes de treinta y cuarenta años, fue afortunada protagonista de la construcción de lo que pensamos era la base de la democracia deseada. Aunque debiéramos pagar un precio para ello. ¿Olvidar?, ¿callar?, ¿aceptar la impunidad por los crímenes cometidos décadas de brutal dictadura?, ¿no denunciar a sus cómplices ni a los que se beneficiaron de ella?, ¿tolerar la mezquindad con la que se trató a los resistentes?, ¿evitar la confrontación con los valores de un siniestro nacionalcatolicismo que legitimó las peores fechorías del franquismo? El silencio contra el que nos levantamos durante la dictadura se convirtió en silencio consciente y libremente asumido en democracia. La transición inició un proceso democrático real pero pervertido por la prudencia e impotencia de unos y la impunidad de otros. A diferencia de lo ocurrido en Francia, Alemania, Italia a la caída de los fascismos, o más recientemente en Argentina y Chile, acá no se depuraron ni crímenes ni responsabilidades ni mitos ni estatuas ni empresas ni valores. La democracia nació marcada por un pacto con la injusticia y la mentira. La impunidad fue aplicada como regla general de la transición.

Jordi Borja no cae en la cuenta de un hecho elemental: si la relación de fuerzas políticas en la transición no fue favorable a la izquierda se debió a que esta fue, fundamentalmente, una iniciativa del último franquismo. Pero aun siendo así y habiendo sido Suárez el que propuso la ley de la Reforma Política, y habiendo sido UCD la coalición que hizo posible la monarquía constitucional y el régimen de las autonomías, el gran beneficiario fue el PSOE. Ahora la conquista y el mantenimiento en el poder pasa, para los socialistas, por la coalición permanente con los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos y sería condenable si no fuera porque con esa base han levantado una legitimidad espuria, anticonstitucional, golpista.

Estamos ante un drama de consecuencias incalculables que podemos expresar en términos sencillos diciendo que uno de los dos partidos básicos para la estabilidad del sistema ha secuestrado la idea de España y, además, se considera liberado de los mandatos que le vienen del Estado de Derecho. Se trata de una desestabilización revolucionaria porque está llevando a cabo la transformación del Estado en contra de la mitad de la sociedad. ¿Querrá hacer Zapatero una lectura propia del texto básico de Lenin? Por otra parte, el hecho de que «esto» se haga con la hegemonía del PSOE resta dramatismo al proceso. Se piensa que, al fin y al cabo, la «revolución» en marcha está en manos de gentes cuya condición española no se puede negar.

Pesimista de inteligencia aunque optimista de voluntad, creo que todavía podríamos impedir el desastre total si nos lo propusiéramos los muchos millones de españolistas que aún quedamos. En esta perspectiva «yo digo España», y con esa voluntad de intervención política publico este libro.

En Si España cae advertí, ¡en 1994!, que la pérdida de la conciencia nacional nos estaba llevando a una situación insostenible: el Estado no podría aguantar el asalto de los nacionalismos periféricos.

En La izquierda y la nación. Una traición políticamente correcta (1999), expliqué un hecho que la inmensa mayoría de las gentes no querían aceptar y que iba a ser corroborado por la experiencia posterior de forma abrumadora. Me refiero al antiespañolismo de la izquierda, a su obsesión por identificar España y reacción; España y autoritarismo; España y antiilustración; España y antieuropeísmo. La periferia y los nacionalismos representarían la contrafigura histórica de España.

En este tercer libro recojo los artículos que he venido publicando en ABC desde que Zapatero asumió el liderazgo del PSOE. Creo que, gracias a ellos, el lector podrá ir recomponiendo la estrategia socialista, especialmente la posterior al 11-M. Como se podrá comprobar, la estrategia de los socialistas no es «modesta». Por un lado supone el salto del modelo autonómico al que Maragall llamaba «federal asimétrico» y que yo preferí calificar como «confederal» por tratarse de una fórmula más próxima al «plurinacionalismo» y a los proyectos de mini-Estados «libremente asociados» que terminarían por diseñar los nuevos Estatutos. Al apoyar el PSOE a los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos en el «reconocimiento» de las naciones respectivas, se venía a romper no sólo el principio de la unidad nacional sino lo que esta representa como clave de la convivencia y la paz internas. Porque desaparecida la nación, quedarían los «territorios». Desamparados y enfrentados. Huérfanos de una razón superior. Arrojados a la confrontación. De este modo la «racionalidad» del conjunto de territorios vendría dada por la de uno de los grandes partidos mientras al otro se le expulsaba del juego.

Con ser audaz, temeraria y suicida la solución de Zapatero al histórico «problema» español, el pacto de hierro de socialistas y nacionalistas periféricos pretende, además, cambiar las reglas del juego democrático. En definitiva, de la democracia. Expulsa del juego político e institucional al mayor partido de la oposición y trata de desterrar, así, la alternancia. ¿Y si se produjera el triunfo del PP en términos de mayoría absoluta? Comenzará una guerra sin cuartel entre los «territorios», ya naciones y, por tanto, soberanos. Y con unos Estatutos en sus manos con los que podrían hacer imposible el funcionamiento del Estado. Así que o gobierno socialnacionalista o caos.

Por si fuera poco, aún les queda a socialistas y nacionalistas la baza de un Senado ad hoc. A partir de la creación de un nuevo Senado, con poderes de veto de Cataluña, País Vasco, Galicia y Andalucía, sobrará el Parlamento de los Diputados. ¡Qué ironía! Después de haber gozado de una sobrerrepresentación parlamentaria a lo largo de estas tres décadas, ahora los partidos nacionalistas, apoyados por los socialistas, podrán recurrir en la nueva dieta a una gran parte de la voluntad de los españoles.

Pero quedaría incompleta la descripción de la estrategia de Zapatero si no habláramos de su «revolución cultural» y más concretamente de la eliminación de la lengua oficial y común. Si para los nacionalistas periféricos la utilización del idioma ha sido fundamental para la construcción de comunidades diferenciadas y etnicistas, para los socialistas la negación de los derechos de los ciudadanos —niños incluidos— a utilizar el castellano está en la base de la negación de la nación española.

Por fin la estrategia socialista pretende atraer a toda la izquierda periférica y a los comunistas mediante un programa hecho de recursos tan primarios como peligrosos: el antiamericanismo-anticapitalismo, el antisemitismo, el laicismo, el multiculturalismo, el pansexualismo… Y junto a la tolerancia con el terrorismo nacional, la propuesta del diálogo de civilizaciones en relación con el fundamentalismo islamista.


El socialnacionalismo

¿Podemos decir, entonces, que con la consagración de las naciones catalana, vasca y gallega se habrán hecho realidad los sueños de Sabino Arana, Rovira i Virgili, Prat de la Riba y Castelao? Por supuesto, pero no precisamente por los méritos y las luchas de los movimientos que ellos inspiraron sino gracias al partido socialista obrero español. Es evidente que sin la «traición» de la izquierda estatal nunca se habría llegado a este vuelco. Los nacionalistas, por sí solos, no habrían conseguido nunca la victoria de sus tesis. Ni por procedimientos democráticos ni por el Terror.

El comportamiento del PSOE debería haber sido el contrario. Cabría haber confiado en que la presencia de los socialistas hubiera podido favorecer las tesis nacionalistas más abiertas, más integradoras de los hechos diferenciales regionales y el hecho español. No ha sido así. Entre Cambó y Rovira i Virgili los socialistas catalanes han preferido a este. No se han contentado con la transación que suponen las posiciones del que fue líder de la Lliga cuando escribía en Per la concórdia:

Pero si el hecho diferencial catalán, si la personalidad catalana, es una realidad y una realidad que ha de tener, y tendrá, un día u otro, una plena consagración, creo igualmente que es un hecho definitivo la existencia de una realidad hispánica, la cual, no obstante será incompleta «fins el moment en què el fet geogràfic peninsular arribi a tenir una expressió completa».
En este punto hay una clara disconformidad entre mi criterio y el del eminente tratadista Rovira i Virgili.

Los socialistas no han querido aceptar las tesis de Cambó basadas en una historia común a lo largo de los siglos, en una unidad económica fuertemente articulada y en ciertas realidades demográficas como la magnitud y la complejidad actuales de Barcelona, sólo compatibles con su integración dentro de una gran unidad política…

¿Acaso se puede pensar que la alianza de hierro de socialistas y nacionalistas tiene una base tan sólo ideológica? ¿Que la defensa del plurinacionalismo tiene una base moral, ideal? Como he dicho, se trata de una estrategia de poder tan brutal que no sólo pone en peligro la entidad de la nación española sino la del propio sistema democrático. He aquí, en esquema, este plan:

1. El elemento central del discurso de los socialistas es la negación de España como nación y la afirmación de un Estado «plurinacional».

2. A partir de la ruptura de la unidad aparece como vital desde el punto de vista funcional la necesidad de un aparato partidario, global.

3. La exclusión del PP como organización para la alternancia queda formalizada mediante pactos como el del Tinell y, sobre todo, por la naturaleza misma del proceso.

4. A partir de este diseño queda conjurada la alternancia y, por lo mismo, negado el propio sistema democrático.

5. El sistema de partidos quedaría reducido a una galaxia de formaciones minoritarias en torno al coordinador «estatal», el gran gestor.

6. El modelo de partido socialista no es el PRI en la medida en que aquel no tendrá en su interior corrientes fuertes.

7. En este esquema el Estado es el partido.

8. La patria es el partido.

9. El acceso del PP al poder provocaría una contestación generalizada con los Estatutos en la mano y con la legitimidad de los territorios soberanos ya.

10. Una toma eficaz del poder por parte del PP exigiría un cambio de sistema, una vuelta al régimen autonómico. La desautorización de los pueblos vasco, catalán y gallego como sujetos históricos y la vuelta a la soberanía del pueblo español en su conjunto.

Cabría preguntarse si este diseño, nunca explicado ante la sociedad, nunca hecho público, nunca debatido, ni siquiera en las agrupaciones socialistas, es compartido por la militancia del PSOE. Sí podemos decir que en los momentos más delicados que está teniendo este proceso de acomodación del régimen democrático a las nuevas soluciones plurinacionales no se han dado protestas o negativas por parte de militantes o dirigentes. Todos, sin excepción, han respondido con una disciplina total. En este sentido, ha sido llamativa la experiencia del Estatuto catalán. Ni una sola defección. Se ha venido a probar que para los socialistas el partido es la patria y que, entre aquel y España, prefieren a aquel. La dirección del PSOE y la militancia socialista tienen una conciencia clara del sentido de la estrategia de Zapatero y sus costes no sólo en relación con los objetivos relativos al modelo de Estado sino al precio que está pagando el Estado de Derecho. El hecho brutalmente anticonstitucional que supone aprobar una reforma de la Constitución sin la mayoría exigida por esta sino como si se tratara de una reforma de estatutaria prueba hasta qué punto está dispuesta la dirección del partido socialista a llevar el allanamiento del Estado de Derecho hasta donde sea preciso.

Por lo que respecta al llamado «proceso de paz», está resultando tan inquietante desde el punto de vista moral como desde el territorial. Después de haber ocultado las negociaciones con ETA durante tres años, al fin Zapatero decidió hacerlas públicas con la comprensión de jueces, el apoyo de las fuerzas políticas y la disposición ancilar de la Fiscalía General del Estado. De este modo el «proceso de paz» ha comenzado con claudicaciones que permiten predecir ya el final. Se diría que el PSOE ha salvado a ETA del acorralamiento, de la asfixia, de la agonía en definitiva para poder levantar un contrincante de igual a igual y de este modo establecer un nuevo campo de juego en el que el PSOE sea el único representante de la parte «española».

En realidad del mismo modo que los socialistas vuelven a la guerra civil para conseguir la victoria del Frente Popular setenta años después, quieren recuperar a la ETA que se rebeló contra Franco, es decir, contra el régimen del que desciende la derecha actual. Se trata de una forma de ganar la batalla al PP gracias al pasado. Para ello Zapatero cuenta con las reservas mentales que siempre ha tenido la izquierda en relación con ETA como «movimiento liberador» y en relación con la transición. La razón última de una parte de la izquierda es la de que en ningún caso se puede compartir una idea de España con la derecha y que, por ello, es absolutamente necesario refundar esta.

Para Zapatero y los dirigentes del PSOE, el Estado de Derecho es una condición respetable en la medida en que no haga imposible sus fines. Se trata para el PSOE de un problema de acomodación de las conciencias a partir de una buena disposición de ciertas instituciones clave. Del mismo modo hay que juzgar a la opinión pública. Entre la Fiscalía, los aparatos de las Fuerzas de Seguridad del Estado, el control del poder judicial, por supuesto el Parlamento y la manipulación de los medios de comunicación ¿qué ciudadanía podría oponerse al plan del Ejecutivo? Que se manifiesten por millones en la Castellana. Algún día caerá Madrid. Y entonces sí que no pasarán.

En estas circunstancias la sociedad española está siendo sometida a inimaginables duchas frías. Mientras el criminal Chapote humilla al poder judicial en la Audiencia «Nacional», insultando y amenazando a muerte desde la jaula de cristal a los magistrados, la directora general de Prisiones anuncia medidas penitenciarias que deberán beneficiar a los etarras. Se trata de instalar en las conciencias ciudadanas la idea de que lo importante es terminar con ETA como sea, aun cuando sea a costa de la dignidad nacional, de las víctimas y del Estado de Derecho. ¿Acaso Zapatero no ha querido hacer un guiño al proceso irlandés como modelo al calificar al etarra Otegui como «el hombre de la paz»?


La navecilla española

La corresponsal de Agreda le decía a Felipe IV que la «navecilla» no se terminaría de hundir aunque el agua estuviera llegando al cuello.

¿Por qué esta fe? Porque era mucha cosa España. Lo es todavía, a pesar de todo. Ha habido muchos movimientos pendulares en nuestra historia. El león español puede despertarse, advertía Verdaguer. Y junto a esta entidad de la nación española, es visible la inanidad de las que se levantan contra ella. ¡Qué pobre nacimiento el de la «nación» catalana. No ha sido, desde luego, la coronación de una marcha ascendente como cabía esperar. ¡Qué ayuna de hechos épicos, de entusiasmos populares como se requeriría para un hecho semejante! Tan burocrática y, no obstante, tan radicalmente ilegal. Quiero decir que una nación puede nacer de forma revolucionaria, esto es, a pesar y en contra de las instituciones y las normas o bien de modo democrático, pero nunca anticonstitucionalmente y sólo con el apoyo de un tercio del censo. Habíamos oído decir siempre que la nación catalana llegaría en loor de multitudes. Un clamor popular. Las Ramblas desbordadas. La realidad ha sido muy otra, ha demostrado que la catalana es un nación poco deseada y presumiblemente mal querida. En buena medida impuesta por las burocracias partidarias. En estas circunstancias somos muchos los que lucharemos no tanto contra ella sino por la recuperación de la unidad nacional y por los derechos de los dos tercios de catalanes que son y se sienten españoles. La Historia se tomará su venganza. Resultó tan vergonzante todo lo que rodeó el nacimiento de esta nación que ni siquiera Pasqual Maragall se atrevió a romper una botella de cava en su nombre. El referéndum contó con menos apoyos que el de Montenegro. ¿Acaso podía darse una mayor prueba de la españolidad de la sociedad catalana que el rechazo o el desinterés de dos tercios de los votantes?

Después del referéndum del Estatuto siguen íntegros los sentimientos españolistas de una inmensa mayoría de ciudadanos catalanes. Lo que se ha manifestado en forma de nación ha sido el odio, no el pueblo. Ese resentimiento del que nos había hablado Pío Baroja con motivo de un viaje a Barcelona a principios del siglo xx. En aquella ocasión el escritor vasco mantuvo una serie de encuentros con otros escritores y artistas al término de los cuales le comentaba a Azorín: «No se engañe. Nos odian». Obviamente él se incluía en el nos españolista. Uno de los escritores a los que trató don Pío entonces fue a D´Ors que no era nacionalista sino imperialista ibérico. Había comenzado a colaborar con el seudónimo de Xenius en La Veu de Catalunya que era el diario de la Lliga. Estaba protegido por Prat de la Riba porque este pensaba que Cataluña necesitaba un escritor que pudiera competir con los del 98. En cuanto murió Prat, Xenius fue «defenestrado» por Puig i Cadafalch y tuvo que refugiarse en Madrid y en el castellano. Después de la guerra civil ocupó el papel de intelectual oficial del Régimen. Era el maestro de José Luis L. Aranguren.

Con la desaparición de la referencia nacional de España, ¿cómo entender a Verdaguer, padre de la poesía catalana contemporánea? Para él Cataluña era la «patria» y España la «nación». ¿Se le podrá leer sin desazón si le desarraigamos de los Reyes Católicos y de episodios nacionales como la batalla de Lepanto? ¿Y cómo entender a Pla si separamos los «destinos» de Cataluña y de España?

En el fondo, el Estatuto catalán no ha venido a redimir a los chavas como esperaba Jaime Gil de Biedma. Eran otros los sueños sociales del poeta cuando escribió Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario en primavera:

Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,
de sus fosos quemados por los fusilamientos,
dan señales de vida los murcianos.
Y yo subo despacio por las escalinatas
sintiéndome observado, tropezando en las piedras
mientras oigo a estos chavas nacidos en el Sur
hablarse en catalán, y pienso, a un mismo tiempo,
en mi pasado y en su porvenir.
Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les paga
y que el salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día
como les pertenece esta montaña,
este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía
.

Para tomar «la ciudad» los cordobeses como Montilla han tenido que renunciar a su lengua materna, que es la común, tomar el catalán como «propia» y asumir una particular verdad histórica que supone y renunciar a la solidaridad real con las tierras en las que nacieron. En definitiva, han tenido que renegar de sí mismos. Los dos millones y medio de ciudadanos con varios apellidos catalanes han ido defendiendo su identidad con el mismo celo que la hegemonía social, económica y cultural. La comunidad catalana no es tan agresiva, en su etnicismo, como la euskaldún, pero no ha sido menos consciente del peligro que ha visto históricamente en la inmigración. El PSC ha militado siempre en la «coherencia» genética y ERC ha sido tradicionalmente un partido racista… «de izquierdas».

La nación gallega ha sido una cláusula de estilo más que una realidad sentida por algo más que minorías. Se le ha atribuido esta condición en función de la lengua. El galleguismo ha sido un invento del régimen autonómico y del PCG. Para este fue una salida honorable. El mimetismo ante otros movimientos le ha llevado a tener una corriente terrorista, que terminaría integrándose en el magma del Bloque, y una vanguardia intelectual. Beiras dejó de hablar de «región», que es lo que era Galicia para él en los setenta y comenzó a hablar de «nación» porque el marketing iba por ahí. Dio de lado la socialdemocracia y se adornó con los atractivos del romanticismo vernáculo y un piano sin cola. Hasta Fraga cayó en la impostura. La izquierda estaba destinada a dejarse ganar por el virus del nacionalismo.

Y en este reparto de premios no se podía dejar de dar un accesit a Andalucía. ¿Acaso no había dicho Pasqual Maragall que el flamenco hacía de Andalucía un hecho diferencial? Se ha resuelto la cuestión clasificándola como una «realidad nacional». Esperpéntico. Lo importante no era la dignidad de Andalucía sino hacer trizas a la española.

Pero, siendo todos estos procesos peligrosos por radicalmente desestabilizadores, el mayor desafío contra la nación española y el Estado es el «proceso de paz» del País Vasco. Con él Zapatero cede territorios por paz. Trata de que en ese proceso, «largo y difícil», a una buena parte de la sociedad le gane el oportunismo y el relativismo moral. Porque el intercambio de paz por territorios supone dar la razón al Terror, condenar al hoyo del olvido a las víctimas y arrumbar el Estado de Derecho. Es un plan tan audaz, tan temerario, tan humillante para la sociedad española, incluidos los militantes y votantes socialistas, que el Gobierno de Zapatero podría quedar desbordado.

Zapatero es el primer líder nacional que ha venido a dar la razón histórica a aquellos vascos que se levantaron en lucha fratricida, en nombre de la sangre y de la tierra, en contra de otros vascos que se consideraban españoles y libreales. Al ponerse al lado de los nacionalistas, Zapatero se alinea con los predecesores de aquellos en aquel conflicto que Donoso Cortés definía en 1938 en estos términos:

Guerra nefanda, porque es guerra fratricida; guerra enconada y peligrosa, porque es guerra civil. Nuestros ojos la miran con espanto, y los ojos de la Europa con escándalo y horror. Ella sola ocupa todo el estadio político; ha invadido la arena parlamentaria, fatiga la prensa periódica, y como un espectro que vagara entre vapores de sangre, empaña el brillo de nuestra aurora, disipa lentamente el halago encantador de nuestras más bellas esperanzas y el mágico porvenir de nuestras más gratas ilusiones…

Y con sus posturas de hoy Zapatero toma partido en aquella guerra «religiosa», como la calificó Américo Castro un siglo más tarde.

Se ha dicho durante mucho tiempo que el País Vasco tenía dos almas: la nacionalista y la democrática, la antiespañola y la española. Zapatero ha decidido liquidar una de las dos. En nombre de la «paz». Y del poder. Adiós a Elcano, a Ignacio de Loyola, a los Caballeritos de Azcoitia, a los liberales de El Sitio, a Miguel de Unamuno, a Blas de Otero, a los Baroja.

Si Maragall ha podido decir con razón que tras la aprobación del Estatuto, el Estado que queda en Cataluña es residual, aquí en el País Vasco desaparecerá absolutamente si prospera el «proceso de paz». El Estatuto será el texto constituyente de un Estado libremente asociado o ni siquiera eso.

Ahora bien, si está claro el papel claudicante, entreguista del partido socialista dirigido por Zapatero, ¿cuál es el de la oposición, esto es, el del PP? De una cosa no cabe dudar, el partido de la derecha está de forma absoluta y radical en contra del «proceso de paz» y, por tanto, de cualquier tipo de concesión teórica y práctica al cambio de modelo de Estado por lo que se refiere al País Vasco y a toda España. El problema del Partido Popular es de incapacidad para la formulación de la oposición que le exige esta apuesta realmente revolucionaria, antidemocrática que están haciendo los socialistas hasta el punto de mezclar su propia línea con la de los partidos nacionalistas. La dirección del PP ha cometido errores como el de no haber rechazado cualquier propuesta de cambio de Estatutos. No fue consciente de que la redacción de un Estatuto valenciano o balear era una concesión a la propuesta de cambio de modelo de Estado que, obviamente, tendría expresiones muy distintas según las regiones. Cometió el error de participar en la comisión del Congreso catalán en el que se debatió el Estatuto. De este modo, aceptaba indirectamente el pacto del Tinell.

El error del PP, en definitiva, ha sido su incapacidad para hacer una oposición eficaz a esta inmensa desestabilización, a esta revolución que supone la estrategia socialista. El PP se ha encontrado después de las elecciones del 14 de marzo ante la responsabilidad de llevar adelante algo más que un programa partidario: la movilización de la sociedad contra el final del Sistema y de España misma.


La revuelta contra España

Para entender el proceso que nos ha traído hasta la pérdida de la unidad de España y el Estado imposible que sale de los nuevos Estatutos hay que remontarse al clima que hizo posibles los fallos de la Constitución de 1978: a los portillos que aquella dejó abiertos.

Del franquismo salió muy tocada la conciencia nacional. El nombre mismo de España resultaba odioso a la gente de izquierdas y, por supuesto, los símbolos nacionales. Y las Fuerzas de Seguridad. Las fuerzas «represivas». Se vinculaba la idea de España con la del franquismo. Las dos participaban de la misma naturaleza. Por eso el antiespañolismo no fue moda de un día. Todavía en 2003 el ministro Caldera se oponía a la instalación de la bandera nacional en la plaza de Colón de Madrid: toda una provocación.

La transición a la democracia tuvo de fondo una revuelta cultural y política contra la patria. Se diría que esta era considerada como una cláusula de estilo de la calidad democrática del cambio. Importaban los modos incruentos de la reforma y no tanto los sacrificios culturales que ello podía comportar. La derecha fue responsable también de que España pagara como emblema, como idea, como nación, lo que no habían tenido que pagar las personas. A España iba a costarle más cara la dictadura que a Alemania los campos de exterminio, a Italia el fascismo, a Francia el entreguismo de Vichy… El aspecto más repugnante desde el punto de vista de la dignidad ha sido la cobardía de aquellos que trasladaron a la nación las responsabilidades que habían contraído por sus compromisos con la dictadura o simplemente por su cobardía. Se sentó a España en el banquillo popular y anónimo. Y aún sigue ahí, en buena medida.

La cosa llegó a tal radicalidad y a tanta estupidez que no se podía siquiera pronunciar el nombre de España. No era políticamente correcto. Podía ser tomado, incluso, como una provocación. Se evitaba el término España por el de Estado español. De este modo se ponía tierra por medio cultural y políticamente. Era una forma de despegarse públicamente de las connotaciones culturales e ideológicas del concepto para quedarse en la acepción jurídica. En lo, de momento, inevitable aunque condenado.

En aquel clima puse como título a un artículo mío el que lleva este libro: Yo digo España (La Calle, octubre de 1979). Quise provocar, y provoqué. De entonces vienen mis primeros distanciamientos con la izquierda. Era yo director del semanario arquetípico de la izquierda, sucesor en buena medida de Triunfo. La ocasión para aquel «Viva España» me la dio la edición facsímil de una publicación mensual vasca de los años veinte, titulada Hermes, en la que habían colaborado nacionalistas junto a otros que iban a terminar en el falangismo. El comentario me permitía hacer algunas reflexiones sobre los límites a los que deben atenerse las relaciones con los nacionalistas. Por aquellos tiempos polemicé, también en La Calle, con mi compañero Manuel Vázquez Montalbán. Él había escrito un artículo en el que defendía el derecho de autodeterminación en el País Vasco y Cataluña. En mi respuesta dije que no se puede hablar con la lógica de la máquina de escribir sobre determinadas cuestiones. Fueron aquellos los años de plomo. Los objetivos elegidos eran guardias civiles y militares. A veces altos jefes. El objetivo de ETA era enfrentar a las Fuerzas Armadas con el nuevo régimen.

Los intelectuales de aquellos años se convirtieron en el «español sin ganas» de Luis Cernuda. Recuerdo que un famoso crítico literario que había estado cobrando del Movimiento hasta comienzos de los sesenta se extrañó mucho de que Max Aub, recién vuelto del exilio, se mostrara muy español. No acababa de entender que el novelista no necesitaba hacer un ajuste de cuentas con «España» por haber tenido que exiliarse en 1939. Sencillamente él había perdido una guerra, no a España. El crítico había ganado la paz y quería perder España. Por aquellos años setenta los intelectuales progresistas tuvieron un papel muy importante. No jugaban al silencio y a la discreción de ahora. Por supuesto no ocultaban su desafección por los símbolos nacionales aunque sí tapaban cuidadosamente sus pasados con frecuencia vinculados al franquismo, unas veces a la propaganda de este y otras a la censura, y colaboraban en el ocultamientos de tantos Günter Grass. Los más radicales llegaron a justificar el terrorismo de ETA como una respuesta congruente y necesaria al terrorismo «estructural» del sistema. Por otro lado, desde hacía tiempo venía creciendo una literatura de descrédito de todo lo que tenía que ver con «lo español». Federico Jiménez Losantos analizó en Lo que queda de España la batalla antiespañola que abanderaban algunos escritores y que venía a advertir la que después terminaría dándose en política. Juan Goytisolo defendía que los don julián abrieran los portillos del cuerpo nacional a los invasores árabes. La España goda, franquista y una debía ser violada. El precedente de Zerolo, tres décadas antes.

«La trans-España». La desnacionalización que se produjo en la transición supuso el mayor debilitamiento del Estado en los últimos siglos en la medida que para mí la nación es la sangre del Estado y la razón de ser de la solidaridad de los ciudadanos. En tiempos anteriores se había llegado a juicios tan fúnebres como el de Silvela cuando diagnosticó que España había perdido el «pulso», y a boutades como la de Cánovas al decir que únicamente podían sentirse españoles los que no podían ser otra cosa. El hipercriticismo de las Generaciones del 98 y del 14 estuvo acompañado siempre por afirmaciones tan radicalmente españolistas que llegaron a provocar el movimiento pendular del 36. En nuestra transición a la democracia se fue al extremo contrario: a la desespañolización. No valían argumentos como la antigüedad del Estado, cinco veces secular, o la definición definitiva de la nación en las circunstancias más adversas. Ninguna de las regiones quiso faltar a la cita de Cádiz. Si el Estado era el más antiguo de Europa, la nación consagrada por la Constitución del 12 no tendría que esperar a los arrebatos románticos propios del siglo. La nuestra, como la francesa, venía de los impulsos ilustrados y liberales. Las resistencias integristas buscaron sus fortines en Cataluña y las Vascongadas. Estas culturas habían desconocido a Feijoo y a Jovellanos. Los liberales catalanes venían a respirar a Madrid, como Aribau que compuso aquí la Oda a la Patria. Pero nada que pudiera romper la idea de una España feudal y fascista avant la lettre podía satisfacer a los parricidas. Durante estos años preconstituyentes salieron a flote todos los tópicos de la Leyenda negra: la España inquisitorial, antiilustrada, dogmáticamente ortodoxa, antieuropea... Nuestra civilización había sido un inmenso genocidio. Nunca existió Vitoria y el padre Las Casas era la confirmación del crimen.

En esta revuelta impúdica publicistas de izquierda quisieron aprovechar el debate de «las dos Españas» para defender la debilidad existencial de la nación española. Desconocían sin duda que Fidelino de Figueiredo había creado esta expresión para describir la singularidad española que consistía en que tanto para los progresistas como para los conservadores sólo valía la España que se acomodaba a sus concepciones. La de los «otros» no era la auténtica España. Esta patrimonialización de la idea de España llevaba de forma obligatoria a la confrontación. A la exclusión del otro. De este modo, las luchas ideológicas se habían convertido en luchas por la nación. Cruentas. Civiles. No es que los españoles no creyeran en España sino tan sólo en una de las dos versiones.

Por lo mismo, el «problema» de España, tal como lo planteó Laín Entralgo, está vinculado a la respuesta que se dé a la cultura española tal como nos ha sido trasmitida. El problema encuentra su solución en la medida en que se consigue una síntesis superadora de los conflictos ideológicos…

Tampoco la polémica de Américo Castro y Sánchez Albornoz tuvo que ver con una duda sobre «la realidad histórica de España» sino sobre el origen y la naturaleza del ser español y, por lo mismo, sobre la definición de España. Para uno la verificación de esta se da ya en los godos mientras que para el filólogo será el resultado de la mezcla conflictiva de lo cristiano, lo árabe y lo judío. ¿Cómo podrían negar la realidad española los que han tratado de explicar su dramática existencia? ¿Cabe una mayor prueba de la realidad nacional que esta forma conflictiva de manifestarse? En todo caso ni Castro ni Sánchez Albornoz tuvieron dudas sobre la naturaleza enteriza o integral de la nación española.

La tesis de la existencia de España llega en Unamuno a tal grado de individualización que en su última obra, El resentimiento trágico de la vida, escrita ya en la amargura de su retirada total de la vida pública, habla del suicidio colectivo.


Las naciones buenas

Las posiciones de la izquierda en relación con la idea de nación, en los tiempos preconstitucionales, fueron absolutamente caprichosas. La nación es odiosa o admirable según se trate de la española o de una de las «otras». Simplemente el Mal reside en España. Lo de menos es la naturaleza etnicista, excluyente, totalitaria. Cualquiera vale contra la española.

La irresponsabilidad de los teóricos del pensamiento político y, en general, de los intelectuales en los años sesenta y setenta ha sido inmensa. Por un lado tuvieron que depender de los maestros que habían salido de la guerra y que habían ido abandonando posiciones en relación con el nacionalismo españolista pero que, obviamente, no habían llegado a encontrar compromisos como los que se dieron en Alemania con el «patriotismo constitucional». Aquí no hubo un Habermas. Cuando esto se quiso plantear en los años noventa ya era tarde y aun contraproducente. Ya había que hablar de la recuperación de la idea de España a partir de la historia misma. Basar el patriotismo en la Constitución cuando la nación misma era negada por una parte de los constitucionalistas era un retroceso. Al no ser posible la reivindicación de la patria en los años cincuenta y sesenta porque había sido patrimonio del franquismo (y utilizado por los «maestros») nadie se preocupó de construir una idea válida de la patria o de la nación desde el punto de vista democrático y liberal. Hubo un vacío, producto de la cobardía académica y ciudadana. Se prefirió el campo más seguro, menos resbaladizo, menos comprometido del Estado. Así que la defección de los teóricos en este punto dio pie a la defensa de las naciones contrarias a la española, enemigas de esta. Todas las debilidades de Laín Entralgo o Aranguren (no así de Marías) se deben a su mala conciencia por el pasado. Las primeras cesiones a los nacionalismos vasco y catalán, aún débiles, entonces emergentes, se debieron a los falangistas llamados «liberales» y muy concretamente a Dionisio Ridruejo. En Escrito en España, este defendió el «Estado plurinacional» en los mismos términos que iban a hacerlo Maragall o Zapatero. Se diría que este ha debido de tener algún inspirador buen conocedor de esta Generación del 36. El término talante fue una aportación de Aranguren tan celebrada en los años cincuenta que pudo llevarle al profesor a la Real Academia. La teoría del «talante» fue la base de El catolicismo y el protestantismo de Aranguren.

Como los chicos progres, se sentían más cómodos hablando del «Estado». La generación de los Laín y Ridruejo (del 36) habían pagado un coste muy alto por sus ensueños nacionalistas, perfectamente nazis. Como los de Esquerra Republicana. Como Acció Catalana, trasunto de Acción Española. En los años sesenta los componentes de la Generación del 36 estaban de retirada y, por lo mismo, en actitud de entreguismo para con los nacionalismos periféricos emergentes. Ellos tuvieron una gran responsabilidad en el abandono de la idea democrática de nación, en la condena apriorística de este concepto cuando se trata de España, en las concesiones a los apuntes de Ferrater Mora o Serrahima… Algunos, como Aranguren, llegaron a tener actitudes comprensivas con la respuesta del terrorismo coyuntural al terrorismo estructural o de Estado y cualquier resistencia a las tesis separatistas eran consideradas como provocaciones de «separadores». Cualquier reivindicación de España o cualquier advertencia en relación con los planteamientos excesivos a los que podían llevar los «hechos diferenciales» eran considerados como reacciones peligrosamente españolistas. El patriotismo tenía las manos atadas a la espalda.

De este modo se dieron por perdidos en los setenta y ochenta los intentos de defender una idea democrática de nación como la que existe en cualquier país del mundo. Sin embargo, se fueron aceptando sin escrúpulo alguno todas las aspiraciones de los nacionalismos periféricos por etnicistas y excluyentes que fueran. Hay que decir que antes de que se pudiera enseñar una viciosa historia de España bajo los regímenes de Arzalluz o Pujol, en Madrid era ya hegemónico un pensamiento antiespañol.

Obsesionados por defender un discurso «crítico» de la historia de España, los progresistas hicieron la exaltación de las historicidad de algunas partes de España. Lo imperdonable por parte de moralistas y sociólogos fue que se apostara por las ideas de la «comunidad» frente a la «sociedad». La euskaldún como sinónima de vasca. Los elegidos, los predestinados, los que encarnan la idea de nación y a cuyas exigencias debe ajustarse el presente. La lengua como vehículo de transmisión de esa verdad. Como arma de combate. Como hecho legitimador del sujeto, que no ciudadano. Como instrumento de distinción y de exclusión. Como centro de la vida social.

En paralelo a la revuelta contra España se dio una mitificación de Cataluña y del País Vasco que ya había comenzado en los últimos tiempos del franquismo. Se llegó a la invención de un pasado catalán a la medida de los cánones progresistas y de este modo llegó a desfigurar la realidad histórica catalana. Que es la vigente. Ha sido inventada una Cataluña históricamente progresista, laica, «moderna», cuando la real ha sido tradicionalista y conservadora. Las dos grandes figuras del xix fueron Balmes y Milá i Fontanals. Mosén Verdaguer es el fundador de la moderna poesía catalana (Patria) y aun de la elevación de la peninsular a nuevas categorías (La Atlántida). En Cataluña la ilustración no contó con pensadores como Feijoo o Jovellanos y no se puede hablar de una generación similar a la formada por Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Azcárate o Giner de los Ríos.

El modernismo fue una vuelta a la estética y aun a la ética medievalista y, desde el punto de vista urbanístico, un hecho económico a contrapelo del mercado. La invención de una Cataluña a la altura del progresismo ha supuesto el silencio no sólo sobre los movimientos fascistizantes como Acció Catalana sino sobre la enorme aportación catalana al Movimiento Nacional (desde Cambó a Porcioles pasando por Pla, Destino, Eugenio D´Ors (Genealogía del Imperio), Jaume Vicéns Vives (Geopolítica del Estado y del Imperio), los Nadal, todo el pensamiento cristiano del que saldrá Jordi Pujol, Benet, etcétera… Y esta perversión de la personalidad cultural catalana se llevaría en estos años a la mistificación de «la rosa de fuego» del primer tercio del siglo. ¿Acaso no se atribuyó a la izquierda catalana una «resistencia» especial en relación con la del «resto» cuando, como nos ha descrito Gregorio López Raimundo en sus memorias, fue un verdadero estanque? Si los partidos tradicionales quedaron reducidos a su mínima expresión a mediados de los cuarenta, los movimientos nacionalistas desaparecieron absolutamente.

Pero había que «crear» una Cataluña a la altura de los ensueños de los progresistas de los setenta. Había que preparar un contexto histórico a la nación catalana de tal modo que resultara un arma eficaz en la nueva situación. ¿Cómo aceptar que Cataluña había vivido en el franquismo una auténtica «era de plata»? Más aún, en esa época las expresiones culturales surgidas en Cataluña fueron las más representativas de la comunidad española: movimientos como Dau al Set, la Generación de los cincuenta (G. Ferraté, J. Gil de Biedma, C. Barral, los Goytisolo…). Nunca Cataluña tuvo una presencia cultural y económica de tanto peso en España como desde los años cincuenta del siglo xx hasta los ochenta. Por el contrario, el autonomismo iba a terminar teniendo efectos autistas, un ensimismamiento estéril, el provincianismo, la mediocridad. Si en el País Vasco el nuevo Baroja era Atxaga y en Galicia Torrente Ballester era sustituido por Suso de Toro, en Cataluña la obra de Xavier Rubert de Ventós era el ejemplo de una degradación provocada por la absurda búsqueda de una identidad arrasadora.

En una palabra, la supeditación de todos los esfuerzos a la creación de una nación beligerante con la española (incluida la lengua como arma) ha llevado a Cataluña a su desnaturalización.


La trampa de los «hechos diferenciales»

Esta mezcla de masoquismo para lo considerado estrictamente español y de deslumbramiento ante lo periférico preparó un clima favorable para los nacionalismos con vistas a la redacción de la Constitución. En aquellos momentos las reivindicaciones de estos se centraban en los llamados «hechos diferenciales» que antes de la guerra se habían identificado con la personalidad histórica de una nación, pero que en la transición se relacionaron sólo con la personalidad cultural por razones tácticas. Enseguida se convirtieron en una referencia eufemística a las «señas de identidad». Los hechos diferenciales como argumento para el independentismo.

De este modo se preparó un clima político que iba a tener unas consecuencias políticas de primer orden. La sobrevaloración de los nacionalismos que se llevó a la Constitución no fue sino la consecuencia de la ingenuidad de los «españolistas», la mala conciencia de los últimos franquistas, la ignorancia… El hecho es que se concedió a los nacionalistas una superioridad moral y se les atribuyó una fuerza social superior a la que iban a demostrar en las primeras elecciones. La sobrerrepresentación parlamentaria que concedió nuestra clase política «estatal» unida al carácter abierto de la Constitución dejó el futuro del Estado a merced de los nacionalistas. Ni se exigió una representación mínima y razonable a las minorías nacionalistas ni se fijó el modelo del Estado como en cualquier otra Carta Magna. Aun así, el PNV no votaría la Constitución. Sí partió de esta, sin embargo, para gozar del Estatuto de Guernica. Y se les permitió. ¿Quién se atrevería a dar una batalla contra un partido sacralizado como era el PNV en aquellos años fundacionales de la democracia española?

Todo quedó dispuesto para que uno de los dos grandes partidos quisiera jugar a fondo con las minorías nacionalistas. Y el PSOE lo hizo. Felipe González montó con CiU y el PNV la estrategia que yo he llamado de «las tres patas». No necesitó un pacto del Tinell. Pensó que los nacionalistas no se rebajarían a gobernar con los sucesores del franquismo. Como si el PSOE hubiera estado en una resistencia heroica o como si el PNV hubiera tenido una estructura respetable y activa cuando los Madariaga y Emparanza tuvieron que montar una organización llamada ETA en 1959.

El PNV y CiU se comportaron discretamente en los primeros años del sistema autonómico. Fue un tiempo de transferencias y de consolidación interna. Por un lado del caciquismo (para ellos apropiación del país que les pertenece); por otro del enraizamiento del partido. Hasta las vísperas del 92. Temieron que los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal de Sevilla rompieran la marcha humillante de lo español y hubiera una recuperación de la autoestima. A partir de ahí consideran superada en líneas generales la etapa de las reclamaciones autonomistas para dar el salto a la fase independentista, al menos en los planteamientos. Se volvió a la recomposición de Galeuzka que había sido un pacto de los nacionalismos gallego, vasco y francés en la posguerra. Esa estrategia común frente al Estado y frente a las fuerzas «españolas» terminaría formalizándose en la Declaración de Barcelona (CiU, PNV, EA y BNG).

Fue entonces cuando Pujol y Arzalluz votaron en contra de los presupuestos socialistas, quedó en minoría González y tuvo que adelantar las elecciones. ¿Se enteraron los socialistas? Aún pensaron que el «histórico problema español» podía solucionarse. Los socialistas pudieron enterarse ¡al fin! de que el «problema histórico español» no se arregla concediendo a CiU o al PNV unos Ministerios en Madrid.

En este contexto escribí Si España cae… Hace dieciséis años. En este trabajo traté de explicar la naturaleza de los nacionalismos y quise llamar la atención sobre la inflexión que se había producido en la estrategia de los nacionalistas y que, en definitiva, terminaría concretándose en un asalto implacable al Estado de las Autonomías. Mientras tanto fueron tomado en su mano todos los recursos de las dos regiones y fueron formando a un par de generaciones. En el odio a España. En la fidelidad a la tierra y a la sangre. En la identificación con la lengua «propia» como arma de combate para la diferenciación con el resto de los españoles. En el País Vasco, además, en el aprendizaje del crimen. Desde la Administración central no se puso coto a los planes de enseñanza, ni en tiempos del PSOE ni en tiempos del PP, a la subversión desde la escuela contra la patria común y contra la solidaridad.

Las predicciones que hice en 1994 iban a cumplirse de modo inexorable. Si, como yo me temía, caía la conciencia nacional, el Estado terminaría cayendo, pieza a pieza. Una vez desaparecidos los sentimientos de cohesión y de solidaridad que emanan de la conciencia nacional (no tan sólo de la cívica) el Estado queda reducido a un mero aparato. El análisis de los hechos me había llevado a las tesis que había expuesto con gran lucidez Ortega y Gasset en su ensayo sobre Mirabeau. Quiero decir que estas páginas me confirmaron en las conclusiones a las que yo había ido llegando.

Las gentes de izquierda no querían percatarse de ello. ¿No sería porque, en el fondo, compartían con los nacionalistas la revancha contra el modelo cultural que había representado históricamente España? De hecho, han podido ver sin tapujos la fragmentación de la nación (el Estatuto catalán por ejemplo) y han obedecido fielmente las consignas del partido. Únicamente desde esa hipótesis se explica su juego con los nacionalistas en este último cuarto de siglo. Al principio pudieron pasar por desorientados o ingenuos. Después se han revelado como una «quinta columna».

El mal no estaba en los nacionalistas sino en los que se consideraban españoles. De izquierdas y de derechas. En los primeros porque estaba en una buena parte de su tradición; en los segundos porque se arrepentían de la utilización que de la patria había hecho el franquismo. Unos y otros se resistían a admitir la posibilidad de una idea de nación española, democrática y cívica a pesar de que su espíritu había informado la Constitución de 1812. En unos y en otros había calado la extraña idea de que en España no había existido un pensamiento liberal cuando la verdad ha sido que las fuertes corrientes liberales y progresistas que vienen de Feijoo y Jovellanos tuvieron que enfrentarse especialmente al integrismo catalán y vasco.

Con la excepción de algunos historiadores y politólogos (García de Cortázar, Antonio Elorza, Juan Pablo Fusi, Jiménez Losantos, Vidal Quadras, Armiñán…) la inmensa mayoría de los intelectuales se rindió ante la seducción de los nacionalismos etnicistas… Temerosos de ser los «clérigos» que había denunciado Julen Benda en los años veinte, iban a terminar convirtiéndose en los monaguillos de los líderes nacionalistas.

Con esa obsesión con la que funcionó nuestra transición, se distinguió entre nacionalismos buenos y malos. Por un lado los institucionales, democráticos, pacíficos (PNV, EA, CiU y BNG) y, por otro, los movimientos terroristas, totalitarios (ETA, Terra Lliure…). A los primeros se les suponía también la condición independentista si bien esta quedaba relegada a los programas máximos. Este esquema se vino abajo relativamente pronto en el País Vasco pero ya para entonces el PNV y CiU contaban con muchos españolitos devotos. Arzalluz necesitó decir enseguida (por razones de la propia clientela) que sus objetivos no eran para nada distintos a los de ETA: por su parte EA estuvo siempre muy interesada en dejar claro su independentismo. Unos y otros reconocieron sus afanes autodeterministas al intentar establecer el llamado «ámbito vasco de decisión» (Ardanza).

Con el pacto de Estella-Lizarra (en Cataluña, los acuerdos de Perpiñán entre ERC y ETA) quedaron borradas las diferencias de tipo moral entre unos y otros ante la utilización del Terror. El descubrimiento de las redes de extorsión han dejado asimismo clara la indiferenciación de campos relacionados con el terrorismo.

Quiero decir que a estas alturas no hay duda ninguna respecto a la naturaleza común de los nacionalismos. Ha habido un siniestro reparto de papeles entre «institucionales» y terroristas, relevante desde el punto de vista penal pero no desde el punto de vista político. ¿Cómo puede considerarse legitimado el diputado Olabarría, del PNV y miembro de la Comisión del 11-M, para calificar a José María Aznar como persona parcial en cuestiones terroristas por el hecho de haber sido este una víctima y pensar, por el contrario que él es imparcial cuando es compañero de viaje de ETA por los caminos de la sangre?

Después de la masacre del 11-M; después de la experiencia del tripartito; después de la legalización del Partido Comunista de las Tierras Vascas (a todas luces vinculado orgánicamente a ETA); después del reparto de territorios en los que se debe matar o no matar; después del pacto del Tinell en el que se extraña a la única fuerza política realmente enfrentada al terrorismo; después del allanamiento del Estado de Derecho que supone emprender negociaciones con una organización terrorista… ¿qué distinción válida puede hacerse entre unos nacionalismos y otros?

Pero lo más grave: ¿qué diferencias viene habiendo desde hace años entre el PSC y ERC? ¿Cuáles entre el PSE y Batasuna desde el punto de vista de los objetivos políticos? ¿Se podía seguir hablando de «las dos almas» del País Vasco, la socialista y la nacionalista, como en los tiempos de Prieto?

En relación con ETA hay que distinguir entre dos fases. Aun después de la Constitución algunos de nuestros más preclaros intelectuales siguieron explicando el terrorismo como respuesta congruente con la violencia estructural del Estado. Hoy no perdonarían, excepto Alfonso Sastre, que se lo echáramos en cara. En una segunda fase se procedió a meter a ETA en un corralito, extraño a «la política». Así quedaba diferenciada de los «buenos» nacionalismos: el PNV, EA, CiU, BNG…

Frente a estos era «la banda». Ahí terminaba el análisis… público. En las conciencias, ETA seguía siendo, para la izquierda, el antifranquismo, la expresión más clara de los derechos del pueblo vasco a la autodeterminación. Ahora sale todo esto a flote, con Zapatero. Hoy la defensa de la legalización de ETA viene de las reservas mentales que hizo la izquierda en relación con esta cuestión y que aflora ahora. Estamos —está la izquierda— en la reivindicación histórica del proceso de Burgos.


Epílogo en El Escorial

Con frecuencia me acerco a San Lorenzo del Escorial. A veces subo hasta la llamada «Silla de Felipe II» para contemplar a placer el subyugador espectáculo del Monasterio en el inmenso cuenco que forma la sierra del Guadarrama en su vertiente meridional.

Dicen que al rey le ascendían hasta aquí por un atajo, que sube sangrando los robledales, para que pudiera comprobar los progresos de las obras. Desde el comienzo de su reinado el rey tuvo muy claras las ideas en relación con el tipo de arquitectura que debía impulsar desde la Corona y quiso que el Monasterio fuera el modelo por el que apostaba, que era el clasicismo, en vanguardia en aquellos momentos, especialmente en Italia. Por esa razón eligió el rey a Juan Bautista de Toledo como arquitecto de palacio y contrató como asesor áulico a Juan de Herrera. La compenetración de los dos fue tal que los especialistas no han sabido decir cuál de ellos fue el más decididamente representativo del nuevo estilo. Una prueba de la admiración que tenía el maestro de Toledo por Juan de Herrera es que le dio a este la satisfacción de firmar la primera piedra del edificio. A su muerte, el rey le nombró director de las obras.

Desde esta cota de piedra, lo que más sorprende del espectáculo es el triunfo de la forma sobre la naturaleza. Supradimensional, atemporal, eterno. Como una lección de geometría. Esencial y puro.

En sus notas de viaje escribió Richard Ford: «El edificio no tiene nada en su forma y su color, que sea real, religioso o antiguo. (…) El granito limpio, las pizarras azules y los tejados plomizos parecen estar nuevos, como si hubieran sido construidos ayer».

Orden sobre el caos. Pureza de líneas hasta extremos surrealistas. La actualidad de lo eterno. Felipe II encargó una obra que representara «su» idea. ¿Del Imperio? Del Estado más bien. La serialización de elementos en todo el edificio y especialmente en la fachada sur, las enormes ringleras de ventanas, ¿no hacen presentir los fenómenos de la burocracia y de la modernidad funcionarial? Estatal y global.

La elección del espacio fue intencionada. Quiso Felipe II que El Escorial no tuviera connotaciones históricas que pudieran reducir el significado abstracto de la propuesta. Pero, eso sí, que la Iglesia fuera el centro de la organización. Cánones clásicos al servicio de la fe. Y es en este punto donde comienza la pugna ideológica, la confrontación con una idea de Europa, la Leyenda negra y los constantes ajustes de cuentas con el modelo histórico —español— que representa.

Subo a El Escorial al final de estas páginas porque me parece la composición de lugar más adecuada para hacer una última reflexión sobre el momento político y cultural que estamos atravesando.

El Escorial y Felipe II han sido los símbolos más odiados de la personalidad histórica de nuestra nación. Sin duda por su carácter paradigmático. No es sorprendente, por tanto. Todas las naciones se reconocen en determinados hechos y, a su vez, todas critican los símbolos que les han valido a los demás el éxito o la hegemonía. Lo raro, lo anormal es que ciudadanos o corrientes culturales compartan con los «otros» las interpretaciones de lo propio cuando estas se deben a la competitividad de las culturas. Al menos se deberían conocer las motivaciones que hay detrás de cada «sensibilidad» nacional. Así, por ejemplo, un lector español debería saber interpretar a Teófilo Gautier cuando se enfrenta con El Escorial:

Tantas personas serias y bien conceptuadas, que yo quisiera creer que no la habían visto, han hablado de él como de una obra maestra y de un supremo esfuerzo del genio humano, que yo, un pobre diablo errante, escritor de folletines, resultaría con pretensiones de originalidad y de llevar la conciencia a la opinión general; pero con todo, en mi alma, en mi conciencia, no puedo menos de juzgar a El Escorial como el monumento más abrumador y más triste que hayan podido soñar, para mortificación de sus semejantes, un fraile lúgubre y un tirano suspicaz…

¡Qué distancia entre las consideraciones de Richard Ford y estas!

Gustos estéticos aparte, lo curioso no es la crítica de los Gautier sino la propensión de los progresistas españoles a compartir con determinados creadores extranjeros las interpretaciones sobre determinados episodios históricos, personalidades, obras de creación, etcétera.

Es obvio que los partidos, las escuelas del pensamiento, los ensayistas… incluyen en su arsenal todo tipo de materiales y de herramientas favorables a sus tesis y que las batallas culturales preceden o coinciden con las grandes batallas por el poder económico y por el poder político. Por eso no deja de ser llamativo que la hegemonía política de los progresistas en España coincida con la crítica a la sociedad española como residencia del pensamiento inquisitorial e, incluso, como lugar de nacimiento de la Inquisición; o con la consideración del episodio más grandioso de la historia del hombre, como es el descubrimiento de América, como el primer genocidio de la modernidad; o la infravaloración de pensadores como Feijoo, Jovellanos, Donoso Cortés, Ortega y Gasset; o la ceguera para valorar la trascendencia de un hecho tan singular como la mística española o para reconocer que en España nace la novela moderna…

Nada de esto es extraño a la autoestima colectiva ni esta lo es a la conciencia nacional… Así que destruyendo los caminos que conducen al fortalecimiento de aquella, puede más fácilmente destruirse la idea de España. Que es de lo que se trata.

Hay un modelo español de civilización que han puesto en cuestión los administradores del progresismo. Coinciden en ello con los ideólogos de los nacionalismos periféricos. En el fondo, con los del terrorismo. Coinciden en el independentismo, en la «desestructuración» del Estado que defienden Rubert de Ventós y Suso de Toro, en la liquidación de un modelo español tras la que han estado siempre Alfonso Sastre, Juan Goytisolo o Vázquez Montalbán. Unos están con los que prohíben el castellano otros tratan de desplazar del vestíbulo de la Biblioteca Nacional la estatua de Menéndez Pelayo. La adhesión al espíritu imperial, dirán algunos. Lo que determina la odiosidad no es tanto el hecho arquitectónico cuanto la valoración de determinados criterios, hoy. La actualización de esa herencia por parte de los castellanos y los españolistas.

Mi respuesta a esto va a sorprenderle sin duda al lector. No han sido precisamente castellanos los sueños imperiales de nuestro tiempo. Nada comparables los de Ramiro Ledesma y José Antonio Primo de Rivera a los que tuvieron en el primer tercio del siglo xx catalanes como Prat de la Riba, D´Ors, Bosch Gimpera o Vicéns Vives. El primer vagido editorial de Eugenio D´Ors fue Genealogía del Imperio, que iba a influir en las tendencias ya fuertes de Prat de la Riba como puede reconocerse en La nacionalidad catalana. Por su parte Rovira i Virgili estaría dispuesto a aceptar «el hecho español» si este le trajera como compañero, anexionado, a Portugal como compensación a la pérdida de las colonias (de las que sacó tanto fruto el capital catalán). Y cuando Bosch Gimpera definió a España como «una obviedad geográfica» se estaba refiriendo a las ensoñaciones de la unidad peninsular, imperial. Por su parte Jaume Vicéns Vives interpretó positivamente el Movimiento Nacional del 36. En Geopolítica del Estado y del Imperio lo interpreta como la continuación coherente con el pasado. Así pensaba el «padre de la moderna historiografía catalana».

Desde estas alturas del Guadarrama resulta más fácil relativizar lo inmediato y es provechoso traer el pasado al presente. Por ejemplo si uno recuerda el día en que la Reina Católica entró por vez primera en Barcelona, cargada de oro, ¿acaso era vista por las gentes como extraña y procedente de «otra» nación? Cuatro siglos más tarde Joan Maragall escribía sobre la visita de Alfonso XIII a Barcelona (23 de enero de 1906):

Fue verdaderamente una fiesta. Era la primera vez que hacíamos fiesta por aquel día, por el rey, por el primer rey vivo, que conocíamos en España, y la vieja aureola de los lejanos Alfonsos de Asturias, de Leon de Aragón, de Castilla, de Portugal y de toda aquella historia de España que sabíamos de coro como una leyenda, parecía encenderse toda de nuevo sobre la frente del nuevo Alfonso…

Y adelantándose a las ideas geográficas de Bosch Gimpera escribe el poeta en otra ocasión:

España es una tierra que pende de una cordillera sobre los mares, y en cada mar sus vientos… No hay tierra ninguna tan en medio del mundo como esta… y tan fuera del mundo… Y esto quiere un alma peninsular: quiere un rey que se meta el pueblo en el alma.

También en el artículo titulado «La espaciosa y triste España» escribe:

Y esta es nuestra España, sí, la nuestra, la de todos los llamados españoles, y aun de aquellos que lo son sin ser así llamados: ¡vana ilusión de un nombre!…

Por terminar con las citas de Joan Maragall, quiero transcribir esta del 20 de febrero de 1906:

Hay en todo el pueblo una subconsciencia de que en esta película hispana somos varias familias de una variedad irreductible, y esto ha creado la corriente regionalista; pero hay también una intuición de que esta península es un todo, una unidad natural, y esto ha creado una resistencia a su descomposición. Pero ahora empieza a presentirse por todos lo que ya algunos hace tiempo presintieron: esto es, que dos fuerzas no son absolutamente contrarias y destructoras una de otra; que hay un ideal que abraza a las dos y las aplica a una marcha de gran Estado, y que este ideal no es sólo un ideal para España, sino un ideal universal, rey quizá del porvenir del mundo: el ideal federativo… esta bendita tierra hispana que todos amamos con pasión, aunque a menudo nos la hagamos unos a otros mal amada por nuestras culpas.

El péndulo de la historia. Las ringleras de ventanas oficinescas y de granito, tan actuales, del Monasterio-Ministerio. Las voces eternas y su actualización. La más grandiosa, la de Verdaguer, para el que la patria era Cataluña y España la nación:

¡Oh Catalunya! ¡Oh Espanya!
¿Per què us he amades aixis?
La cadena amb què volia
en un cor les cors junyir,
d´amor la dolça cadena,
¡me l han trenca´da pel mig!
¡I veig la guerra que torna
montada en un trebolí,
i veig armats en batalla
los pares contra dels fills
i els camps patris sadollar-se
de sang d´Abels i Cains!

¡Oh Espanya, ma dolça Espanya!


¿Puede llegar a quebrarse un Estado con cinco siglos de existencia formal y muchos más de realidad histórica, esto es, de trabajo civilizador en común? Para que la «navecilla» no llegue a hundirse habrá que echar por la borda a quienes trabajan para ello.

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(*) NOTA DE LA REDACCIÓN: Este texto corresponde al Prólogo del libro de César Alonso de los Ríos, Yo digo España. Contra la disolución nacional alentada por la izquierda" (LibrosLibres, 2006). Queremos agradecer tanto al autor como al director de la editorial LibrosLibres, Álex Rosal, su gentileza por facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.