Luis Cernuda

Luis Cernuda



León Felipe

León Felipe

Antonio Machado

Antonio Machado

Miguel Hernández

Miguel Hernández

Francisco Ayala

Francisco Ayala

Federico García Lorca

Federico García Lorca

Rafael Alberti

Rafael Alberti

T. S. Eliot

T. S. Eliot


Tribuna/Tribuna libre
Los huérfanos del exilio
Por Miguel Veyrat, martes, 3 de octubre de 2006
Una salus uictis nullam sperare salutem
Virgilio
Eneida II, 354


Yo nací en Valencia el día 28 de julio de 1938. Ese mismo día, León Felipe daba allí un recital y Max Aub una conferencia; ambos partieron inmediatamente hacia su exilio mexicano. El gobierno de la España legal resistía en la improvisada capital de la República y Antonio Machado se preparaba para abandonarla junto a su madre hacia una Cataluña que aún permanecería leal algún tiempo. Franco acababa de tomar Castellón, alcanzando así el Mediterráneo con su ejército rebelde y desde allí su artillería se acercaba peligrosamente a Valencia. Tanto, que yo hube de nacer necesariamente en el Refugio antiaéreo de una céntrica calle llamada, irónicamente para el caso de la Paz, pues una bomba incendiaria había caído en el jardín de la casa donde residían mis padres y se vieron obligados a evacuarla (1).
Los refugiados de la calle de la Paz, mientras yo llegaba a aquél mundo revuelto, seguramente recordaban entre el estrépito de las bombas los dos largos años de sangrienta guerra, deseando mentalmente suerte y valor a los combatientes de la decisiva batalla de Teruel que acababa de plantear el gobierno legal frente a los facciosos, mientras resonaba como un doloroso latido en su cabeza la voz de Miguel Hernández:

Es sangre, no granizo lo que azota tus sienes.
Son dos años de sangre, dos inundaciones.
Sangre de acción solar, devoradora vienes
Hasta dejar sin nadie y ahogados los balcones.


Y así, mientras nacían muchos más niños en las mismas condiciones que yo en refugios o en cuarteles, en ciudades bombardeadas o en casas de labor, en campos y montañas, se configuraba una generación que iba a crecer recibiendo en su boca la más dura bofetada de la educación nacional-católica y fascista. Seguían pues naciendo niños que algún día podrían reconocerse a sí mismos como huérfanos de sus maestros exiliados, mientras éstos partían ya apresuradamente a través de distintas embajadas de países democráticos hacia el destierro, antes del inmenso éxodo de más de un millón de españoles vencidos que a pie o en medios precarios, cruzarían antes de un año las fronteras y acabarían viéndose muy pronto como huérfanos de su patria. Aunque algunos de ellos vivirían más trágicamente todavía esa orfandad como es el caso de los escritores, quienes separados de sus lectores naturales se expresaban ya en los años cincuenta del modo que vamos a escuchar por boca de Francisco Ayala —que, por cierto, acaba de cumplir en Madrid sus primeros gozosos cien años— en su artículo “El escritor en la sociedad de masas" (2).

Pues si nos preguntamos: ¿Para quién escribimos nosotros? Para todos y para nadie —será la respuesta. Nuestras palabras van al viento: confiemos en que algunas de ellas no se pierdan.

Desgraciadamente, esos amargos presentimientos se cumplieron en gran parte. Y de esto es de lo que voy a hablar hoy aquí —aunque muy brevemente, como poeta y desde puntos de vista siempre personales— pues creo que es preciso denunciar francamente algo que se olvida con harta frecuencia: esto es, la situación de quienes podemos considerarnos también con toda justicia como huérfanos forzosos de todos los efluvios intelectuales que produjeron, sobre todo en América, los exiliados españoles. Aquellos textos e ideas, aquella labor docente que benefició a los lectores, discípulos y estudiosos americanos como ha reconocido con agradecimiento el escritor mexicano Sergio Pitol al recoger el premio Cervantes de 2005, se nos negaron en cambio por muy variadas razones a los niños de la guerra que permanecimos en la España vaciada de todo atisbo de cultura.

Y en especial a mi generación, compuesta por aquellos nacidos entre los años treinta y cuarenta, alentando como en un sándwich entre una anterior cuyos miembros en el momento de la contienda tendrían entre siete y quince años, que en pleno uso de razón pudieron guardar emociones —tener conciencia del desastre, conocer y recordar algunos versos, conservar algunos libros y brasas de memoria vivida— y otra posterior en diez o veinte años, que pudo vivir otra España distinta en el momento en que el Régimen franquista, reconocido ya por las Naciones Unidas, suavizaba lentamente la represión modificando su propia estructura para buscar y recibir la ayuda del Vaticano o de Estados Unidos en la coyuntura de la guerra fría.

Esta última generación es la que, afortunadamente para ella, pudo abrirse al exterior —aunque solamente unos pocos supieran aprovecharlo—, a los aires que soplaban desde Europa y llevaban al ancho mundo del Occidente democrático, disfrutando al mismo tiempo de las primeras ediciones clandestinas procedentes de Hispanoamérica que llegaban a España, portando los textos con las ideas de los exiliados, principalmente a través de la Editorial Losada, y que podían hallarse aunque todavía con algún riesgo en librerías dirigidas por militantes clandestinos o por hombres simplemente demócratas que procuraban abrir espacios respirables en la niebla. Serían contadas las excepciones de los escritores exiliados que superaban los vetos de la censura y cuyos libros podían comprarse abiertamente, casi todos ellos poetas que ya eran conocidos antes de la destrucción de la República, como Juan Ramón Jiménez, Salinas o Guillén, que además no eran considerados “dañinos” por los franquistas.

De aquellos que fueron adolescentes al comenzar la guerra ya habían resonado en España las voces combativas de Eugenio de Nora, Leopoldo de Luis, Gabriel Celaya o Blas de Otero, que se juntaron luego con otras algo más jóvenes, con acento cívico-moral aunque en tono menor, como las de José Hierro, Caballero Bonald, Gil de Biedma o Carlos Barral —por citar sólo a unos pocos—, que alimentaban las primeras experiencias y emociones poéticas de algunos lectores lentamente concienciados. Justo sería citar aquí también a Vicente Aleixandre, mayor que todos ellos, pero cuya poesía serena y digna actitud no colaboracionista en su vida discreta y retirada fue referente obligado para muchos jóvenes poetas en los años cincuenta y sesenta.

Aun así, y sin medios para buscar a nuestros mayores en el desierto de la dictadura, los niños nacidos durante la guerra confieso que crecimos prácticamente como sordomudos, con una mano de hielo puesta sobre nuestras cabezas, obligados en la escuela a leer a los clásicos, sí, pero a los más místicos y menos “peligrosos”, viéndonos también condenados a aprender de memoria a pésimos poetas reaccionarios como Gabriel y Galán, por no hablar de los vinculados directamente al Régimen, como Pemán o los redactores de la Revista Escorial que reunía a la flor y nata de los garcilasistas falangistas

La voraz censura de Franco contribuía a ese tétrico vacío no sólo privándonos a todos de la obra de los poetas exiliados, sino aumentando con su propaganda invasiva los efectos del desgarro producido por sus luchas intestinas, llevadas a cabo con una feroz contradicción cara a los ardientes deseos de encontrar a su lector natural, como escuchábamos decir a Ayala. Afortunadamente, de vez en cuando y desde el fondo de las fosas nos podía llegar el frágil eco clandestino de los enterrados en ellas, como los versos copiados a mano y a escondidas de un Federico García Lorca vilmente ejecutado al principio de la guerra o el rumor del acento de aquellos que como Machado que dormían ya para siempre en sus Collioures de la derrota y el éxodo; o quizá más nítida aún la llamada vibrante de un Miguel Hernández dejado morir de hambre y tuberculosis en las cárceles de la gloriosa posguerra civil, donde aún se fusilaba cobardemente a diez presos al día para que las brasas del pánico no se extinguieran.

Miguel Hernández (3) fue concretamente el primer modelo poético que llegó a abonar mi corazón de poeta principiante, motivando la imitatio de sus mejores sonetillos o el tierno destilar de las canciones y Nanas de la cebolla, escritas para el hijo que no llegaría conocer. También recordaré siempre entre el silencio clamorosamente absoluto de la obra de los poetas exiliados, la alegría que me proporcionó, ya en la Universidad, el descubrir en la copia de una edición americana como una honda bocanada de aire fresco la poesía de León Felipe, que me pareció inmediatamente el trasunto español del otro gran poeta vagabundo americano llamado Walt Whitman. Con el paso del tiempo y siempre demasiado tarde, gota a gota, me llegaría el conocimiento de los demás.

Ya sé que no es muy frecuente que se invierta el sentido de la orfandad de los exiliados o desterrados españoles en América para referirse, como estoy haciendo ahora, a la trágica escisión paralela de los españoles nacidos en los años de la guerra y posteriores, soterrados bajo el cieno franquista. Es difícil encontrar referencia a esa otra orfandad que sin embargo muchos hemos sentido como una de las más dolorosas consecuencias de la larga y tediosa dictadura militar que sólo terminó con la muerte física de Franco. (Hago un inciso para decir que éste puede ser un buen tema de investigación y que desde aquí invito a filólogos y profesores de historia de la literatura española contemporánea, a enfocar la luz de la inteligencia de sus alumnos y la suya propia sobre este aspecto del devenir reciente de las letras españolas).

Me he propuesto no profundizar en los desgarrones, las disputas personales que existieron y dividieron a nuestros poetas desterrados, como las ya famosas entre Bergamín y Juan Larrea, propiciando por ejemplo el fracaso de la Junta de Cultura mexicana y que revelaban la incapacidad de sus mentores para trabajar juntos con un sentido concreto: el que hubiera debido servir para la construcción de enlaces con la resistencia interior organizada —incluyendo la responsabilidad de filósofos, juristas, editores o profesores que componen el resto de categorías intelectuales y no forman parte del objeto de mi comunicación (4). No deseo arrojar piedras al fracaso de la elite cultural española del Ateneo Español o de la Unión de Intelectuales, sino solamente señalar que unos hechos tan trágicos y de tan tristes consecuencias como los que los motivaron, tuvieron necesariamente que retrasar la toma de conciencia del desastre de la guerra y el exilio en las nuevas generaciones de españoles, ya que está bien claro que todos los exiliados intentaban escribir por y para España, y también desde y con el dolor de unas heridas interiores que nunca habrían de cicatrizar, como nos dirá magistralmente Luis Cernuda:

Amargos son los días
De la vida, viviendo
Sólo una larga espera
A fuerza de recuerdos.
Un día, tú ya libre
De la mentira de ellos,
Me buscarás. Entonces
¿Qué ha de decir un muerto?


Hace más vívido todavía el dolor que destilan estos versos el que en ningún caso podamos olvidar que ni el triste y solitario Cernuda ni el vitalista caminante León Felipe quisieron someterse a una disciplina de partido, y que con ello labraron su desgracia en el estrecho mundo de los exiliados pagando con el ostracismo personal y literario su actitud. Pasando por encima de todas esas miserias, y miles de otras más, dictadas sobre todo por el angustioso encierro del exilio y por qué no decirlo la sempiterna rivalidad —hay que insistir que alentada por unos sectarios e inoperantes políticos— de los creadores que en el “otro” ven ante todo a un adversario y no a un compañero, repito que solamente pretendo aquí y ahora avanzar reivindicando a ésta generación perdida mía como fruto de otro exilio “diferente”.

Por coherencia con ese solitario exilio interior muchos nos vimos forzados a hablar sólo en nuestro nombre debido al aislamiento de los años de juventud, como desterrados en tierra propia de la que necesariamente nos veíamos obligados a ausentarnos cuando podíamos, huyendo del asfixiante encierro donde la voz de nuestros mayores apenas se percibía, para abrirnos hacia maestros cuyo aliento poético llegaba desde el corazón democrático de Europa como aire limpio y sin aguardar a que se cumpliera la profecía de María Teresa León cuando escribió en su Memoria de la Melancolía:

No sé si se dan cuenta los que quedaron por allá, o nacieron después, de quiénes somos los desterrados de España. Nosotros somos ellos, lo que ellos serán cuando se restablezca la verdad de la libertad. Nosotros somos la aurora que están esperando.

No fue así. La aurora no amaneció a tiempo y las cosas marcharon por otros derroteros muy distintos. Los que quedamos por aquí, tuvimos en gran medida que arreglárnoslas solos haciendo lo posible hasta que el Régimen del general Franco se murió sin ayuda alguna del exterior, exceptuando el desgaste causado por la férrea disciplina política de los comunistas, que dejaron innumerables víctimas en el camino al enviar sin pausa intramuros a sus mejores activistas exponiéndolos a la tortura y a la muerte. Fueron los militantes en el interior quienes crearon las precarias condiciones objetivas y subjetivas para la Transición Democrática, la cual tuvo que realizarse de modo incompleto por la falta de unidad que denuncié anteriormente y que duró hasta el final, sin que se lograra la necesaria Ruptura que permitiese juzgar a todos y cada uno de los asesinos civiles y militares restableciendo la legalidad republicana, como deseaba un sector mayoritario de la resistencia interior y exterior.

El Régimen había durado ya demasiado tiempo y se hallaba engarzado en el conjunto de naciones que componían “El Occidente” que pugnaba por salir de la Guerra Fría —en cuyo desarrollo Franco había sido un colaborador necesario, su “centinela”—, y precisaba también acabar con el Capitalismo Monopolista de Estado del Régimen incorporando a España al naciente neoliberalismo, convertido en nuestros día en neoconservadurismo. Para entonces, muchos poetas españoles nos habíamos ya formado en otras opciones distintas y distantes del sueño de la apodíctica compañera de Alberti: Para entonces nosotros claramente ya no podíamos ser ellos. Aunque cada uno lucía en el pecho de sus libros como lánguido emblema algún pecio del gran naufragio.

Pero antes de seguir adelante y de leerles al final de esta breve ponencia —que contiene ciertamente demasiadas lagunas— los versos que podrían justificar mi contribución de poeta a esta reunión y que componen nueve poemas escritos en honor de la poesía más vibrante y libre del exilio español en América, la del genial y libérrimo boticario zamorano León Felipe, quisiera añadir algunas palabras ajenas sobre lo que pienso que constituye la esencia de la tradición heredada y relacionarla con aquella que atañe a la creación individual que hinca sus raíces en territorios menos estrechos.

Una tradición de la que, a pesar de todo lo dicho con anterioridad, me consideraré —en la especificidad de nuestro exilio— siempre deudor en parte aunque no la haya profesado literariamente, como está claro que tampoco lo han hecho otros poetas de los que escriben actualmente en España y que de un modo u otro llevan también abiertas las heridas de nuestra tragedia nacional. Porque es cierto que el conjunto del trabajo de los poetas españoles del exilio, desde Emilio Prados, Altolaguirre o Juan Gil Albert pasando por otros de aquellos a los que se ha dado en llamar la “generación del 27”, constituye una tradición, inmediata, sí, en el tiempo, pero Tradición al fin por todas sus características históricas y socioculturales. Sirvan pues las palabras que seguirán para al menos apuntalar con razones teórico-críticas las causas sociales, políticas, culturales y bélicas antes apuntadas y que podrían justificar el parcial abandono de aquél tramo concreto de la tradición por algunos de nosotros.

Precisamente entre las décadas de los treinta y los cuarenta, recorría con fuerza por toda Europa el viento de la poesía veraz y prístina, con su actitud crítica consiguiente, del gran renovador de la poética Occidental, el americano afincado en Londres Thomas Stearns Eliot. El fue el auténtico maestro de gran parte de mi generación, y al menos el mío; su lectura nos hizo concebir al hecho poético como unido indisolublemente al aliento imperecedero de lo clásico pues sabíamos ya muy bien que la diferencia entre el presente y el pasado consiste en que el presente constituye conciencia del pasado, de una manera y en un grado tal que supera la conciencia que el pasado pudiera tener de sí mismo. Como tímida prueba de ello diré que en las guardas de Antítesis primaria, mi primer libro de poesía publicado, figura como epígrafe el primer verso del segundo de los Cuatro Cuartetos:

In my beginning is my end.
En mi principio está mi fin.

Nos dice Eliot en su ensayo titulado La Tradición y el talento individual , que "si la única forma de tradición, de transmisión, consistiera en seguir los caminos de la generación inmediata anterior a la nuestra con una ciega o tímida adhesión a sus logros, la `tradición´ resultaría sin duda desalentadora. Hemos constatado cómo las corrientes simplistas se han perdido entre las arenas y cómo la novedad supera a la imitación; la tradición encarna una cuestión de significado mucho más amplio; no puede heredarse y quien la quiera habrá de obtenerla a través de un gran esfuerzo; implica, en primer lugar, un sentido histórico que se puede considerar casi indispensable para cualquiera que siga siendo poeta después de los veinticinco años".

Y sigue diciendo el autor de La Tierra Baldía, que "dicho sentido histórico conlleva una percepción no sólo de lo pasado del pasado sino de su presencia; asimismo, empuja a un hombre a escribir no meramente con su propia generación en la médula de los huesos, sino con el sentimiento de que toda la literatura desde Homero —y dentro de ella el total de la literatura de su propio país— tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo. Este sentido histórico, sentido de lo atemporal y de lo temporal, así como de lo atemporal y lo temporal reunidos, es lo que hace tradicional a un escritor; es, también, lo que hace a un escritor más agudamente consciente de su lugar en el tiempo, de su propia contemporaneidad".

"Ningún poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede valorar por sí solo; se le debe ubicar, con fines de contraste y comparación, entre los muertos, y esto lo propongo como un principio de crítica no meramente histórica, sino estética. La necesidad de adecuarse, de hacerse coherente, no es unilateral; lo que ocurre cuando se crea una obra de arte nueva, le ocurre simultáneamente a todas las obras de arte que la precedieron. Los monumentos existentes conforman un orden ideal entre sí, que se modifica por la introducción de la nueva obra de arte (verdaderamente nueva) entre ellos".

"El orden existente está completo antes de la llegada de la obra nueva; para que el orden persista después de que la novedad sobreviene, el todo del orden existente debe alterarse, aunque sea levemente. De esta manera se van reajustando las relaciones, las proporciones, los valores de cada obra de arte respecto del todo: he aquí la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Quienquiera que esté de acuerdo con esta idea de orden en la forma de la literatura europea, no encontrará descabellado que el pasado deba verse alterado por el presente tanto como el presente deba dejarse guiar por el pasado. El poeta consciente de esto, estará también consciente de las grandes dificultades y responsabilidades inherentes al caso".

Como sabrán ustedes, la mente del poeta es de hecho una vasija de acopio y almacenamiento de innumerables sentimientos, frases, imágenes, que permanecen latentes hasta que todas las partículas logran unirse para formar un nuevo compuesto. Y lo que cuenta no es la grandeza, la intensidad de las emociones, sus componentes, sino la intensidad del proceso artístico, de la presión, por así decirlo, bajo la cual ocurre la fusión. Es pues, en los elementos de este sentido y esta dirección marcada por el maestro Eliot, en los que he querido basar las razones que preceden; y así puedo afirmar ahora que los poetas del interior, huérfanos necesarios de nuestros mayores maestros exiliados, a pesar de todos los abismos creados por una cruel dictadura de cuarenta años, hemos podido cumplir plenamente aun sin pretenderlo y a pesar de todo —y ello se encuentra amagado en nuestra obra para todo aquél que sepa buscarlo—, con las exigencias inherentes al respeto de las generaciones que nos precedieron en el inmenso marco de la Tradición.

Por todo ello, y por el intento de coherencia ya mentado que ha presidido en todo momento éste discurso mío que está resultando ya demasiado largo, me he permitido tomar algunos versos, cantos rodados de mi admirado León Felipe y en un auténtico ejercicio de equilibrista del circo de la Alchimie du Verbe, entreverarlos con los míos a fin de dar lugar a una obra nueva, ni del pasado ni del presente, que será sin duda el mejor homenaje de un poeta contemporáneo a sus compañeros muertos y exiliados por una causa que también comparte.

Con la lectura pues de estos nueve Desafíos al Viento, título que estoy seguro que hubiera gustado a mi admirado mentor, quiero cerrar esta comunicación con la que sin esperar en absoluto haberles convencido, sí deseo ardientemente haber podido transmitirles la idea esencial de que el exilio, aún siendo un enorme mal para todos aquellos que lo sufren directamente en sus carnes, también lo es y muy grande para aquellos que se quedan desnortados y perdidos en la tierra común aunque el sentido de su “obra nueva”, como decía implícitamente hace un momento Eliot, haya habido que buscarlo en otros horizontes de lo que se considera habitualmente como la “tradición propia”.


***



Desafíos al viento


1

OS dije que mi nombre era Nadie pero mentía
Sólo para salvarme.
Y sin embargo de nada estuve hecho hasta que tú me nombraste
Palpando mi pecho y empecé a vivir en ti. Quise entonces
Envolver mis cuatro cosas y embarcarme
En tu nombre
Volver a ser nadie en ti que lo eras todo el mar el cielo el río
La poesía.

2

SER nuevamente nuevo por el nombre que llena el aire
Al pronunciarlo y habla por sí mismo
Y existe como yo existo
Aquí y allá donde resuena rompiendo bocas viejas
Como vasos de cristal ante una nota más alta que su propia herencia.

3

PORQUE tú me aprendiste en la lengua nueva que nadie ignora
Donde cada nombre ocupa el lugar donde amanece
El horizonte sin dioses cada día.

4

TE INVITO a ver la vida que pasa a través del cristal de mi ventana.
Tú me llamas a leer todos los libros
A ser el que luche con la sombra en la botica del miedo
Mientras Walt te borra el llanto con la palabra Happiness y un gran pañuelo
Azul de yerbas brotando de un millón de mariposas —Él que duerme
Ya abrazado con su amigo en el mantillo
Se saca como pediste el navajón de pedernal:
—¡Ah! ¡Rasgadme el pecho de la sombra y dad mi sangre al Sol!
Que hay cosas que los Dioses no pueden hacer solos:
Te estoy nombrando, León Felipe Camino Galicia.

5

IR de romero contigo entre prados y cerradas
Entre los cantos rodados y jaras sabinares y guijarros
Buscando el nivel exacto del hombre:
El Canto
Encccima de los vientos que al aire
De tu mano ordenan las palabras:
Vuelas sobre catedrales-silos hasta alcanzarte a ti mismo
Lloras gritas blasfemas aúllas existes
Ganas aún más luz bombardeado en Valencia el 28 de julio de 1938
Mientras pensabas en Hamlet Drop a star
Una sola pero encendida insignia.

6

PREFIERO tu romera y limpia mano para visitar Babel ahora
Que precisamos fundir en una nuestras voces. Y que diga a miles de gusanos
Que sueñan ¡Verse un día volando en el viento! Como tú
Que no quieres que te arrullen más con cuentos.
Que venimos de muy lejos.
Que ya fuimos camaradas de Orfeo al volver de los infiernos.
Que nos dejaremos arrancar la cabeza sólo por seguir cantando.
Que lo que pasó bajo la curva de los cielos se prolonga bajo los huesos
De tu cráneo ¡Que en los escombros de su Iglesia podrida
Levantaremos un día Nuestra casa Nuestra ciudad y Nuestro vuelo!

7

SOBRE la piedra oscura de tu almohada puede verse roja
La escoria ardida de Babel mientras sollozas
Que los maestros de canto se han ido a clavar ataúdes
Y a enterrar a los muertos. ¿Para qué esa pantomima? ¿Para esto sirvió La voz?
¿Para cantar en solitario en cada esquina las glorias
De cada uno anclado en su propia orilla? ¡Que no germinen más!

8

PORQUE Babel no es nada es sólo un altar perdido entre selvas
Oscuras donde suben y bajan vestales viejas con sus túnicas deshechas
El hymen devorado en pozos insondables de polvo de los héroes nacionales
No abolidos de las viejas patrias. Bajarán los ríos
Y desde Babel se verá encendida la galaxia cubrirán los limos
Los sepulcros de los Cides y Quixotes Césares Mambrús y Sanctyacobos
Juanas y Calvinos (con su Servet a cuestas) Augustos Rómulos y Remos
—¿Y Sansón, David y Salomón? ¿No venían de Oriente acaso
Como Jesús y Pedro Pablo Juan? ¿Qué hacen ahora por aquí?
Agarrados a la teta de una loba cada uno en cada uno cantando tu canción:
¡Tu enemigo es tu sangre y el barro de tu choza y el pan de tu meseta!

9

YO soy constructor libre franco alarife.
No seré como tú romero sino albañil caminante y poeta
Que rosas junto a una cruz reposan en la logia de mi alcoba.
Que vi caer ya muchas torres atán altas como ésta
Allanadas por el tiempo por el polvo por las yedras por las aves.
Caerá caerá la ruina sobre las viejas consejas
A las voces siemprevivas del poeta: ¿Bab-El Usted Decía? ¿Puerta de Qué?
¡Ah, que es una Torre!
¡La cambiaremos por Otra! ¡Mucho más Alta! ¡Mucho más Llana!
Hasta hollar de plomadas la horizontal de los Vientos
Donde se escuche donde se entienda cada canto en cada lengua.

Madrid-Amiens, Primavera 2006

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NOTAS:
(1) Ponencia presentada en las jornadas de estudio sobre “L’Exil espagnol dans les Amériques”, celebrado en el mes de mayo de 2006 en la Universidad de Picardie-Jules Verne. Está prevista su publicación como parte del libro Fronteras de lo real, que aparecerá en 2007 en Calima Ediciones, y que recoge los ensayos y artículos del autor sobre pensamiento poético.
(2) Cuadernos, 4, Enero-Febrero de 1954, pags. 35-43.
(3) Miguel Hernández, abandonado a su suerte en Monóvar en los últimos días de la guerra cuando Alberti y María Teresa León podrían haberlo persuadido para embarcar en el último avión que salía hacia Orán, quizá en el mismo en que voló Pasionaria… (Vid. Caza de Rojos de José Luis Losa, Espejo de Tinta, Madrid, 2005). El resto de la historia es conocida: La primera estancia de Miguel Hernández en la cárcel de Porlier en Madrid, donde su protector José María de Cossío había logrado su liberación. El empeño en volver a su pueblo, a Orihuela, donde fue detenido y devuelto a presidio a la capital. Y allí, los esfuerzos de Vicente Aleixandre que le mandaba, siempre por persona interpuesta, alimentos a la cárcel y dinero para su mujer. Y la movilización de Cossío, de Sánchez Mazas y de Dionisio Ridruejo, que lograrían la conmutación de la pena de muerte por doce años de cárcel. De los cuales Miguel pudo cumplir muy pocos pues murió pronto en prisión de tuberculosis.
(4) Un libro imprescindible de consulta sobre el tema es el ensayo de Francisco Caudet, El exilio republicano de 1939, Cátedra, Madrid, 2005.
(5) Un español habla de su tierra, “Las nubes” in Luis Cernuda, Poesía Completa, Barral Editores, Barcelona 1973.
(6) Universidad Autónoma de México, 2004, traducción de Juan Carlos Rodríguez.