Blanca Mart: "La Nimiedad" (Ediciones Carena, 2006)

Blanca Mart: "La Nimiedad" (Ediciones Carena, 2006)

    NOMBRE
Blanca Mart

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Barcelona

    CURRICULUM
Reside en México. Licenciada en Historia, imparte clases de literatura fantástica, Ficción Prospectiva (Ciencia Ficción), en el Instituto Internacional de Prospectiva de la Ciudad de México. Entre sus publicaciones destacan la novela La era de los clones, Cuentos del Archivo Hurus, La soledad de la Meiga y Ficción Prospectiva. Como cuentista y articulista ha colaborado en numerosas revistas. De literatura infantil ha publicado biografías de Sor Juana Inés de la Cruz y Colón.



Blanca Mart

Blanca Mart


Creación/Creación
La Nimiedad
Por Blanca Mart, martes, 5 de septiembre de 2006
A sus 87 años y con la casi certeza de la muerte próxima, Raymundo recibe la visita de Ángela, Pablo y Federico, sus hijos, a quienes la vida de adultos había separado. El encuentro sirve para recrear los episodios esenciales de la vida que pasaron juntos, recobrar la complicidad de las auténticas relaciones familiares y, sobre todo, para que cada uno recupere las riendas de su propia vida. A partir de este encuentro “rutinario” la vida de los protagonistas gozará de un cambio radical.
TRES

Y aquel día Raymond se explayó. Habían empezado a desayunar en la pequeña ciudad marítima, desde la terraza miraban el mar, que reclamaba. Pusieron embutidos, jamón y fuet y pan con tomate y tostadas con ajo y aceite de oliva y café con leche y aquellos deliciosos bollos que hacía Angélica, bollos, panecillos de gourmet que ataban su vida a un Luis deleitoso. La realidad es que el café era descafeinado, pero a todos les iba mejor así. De modo que él no sabía muy bien qué era lo que se le había subido a la cabeza cuando empezó a explicar aquellas batallitas de la guerra.
En realidad, exageró un poco. Rememoró a una sargento de ojos garzos —¿había sargentas? ¡Pero si a las luchadoras republicanas les quitaban las armas y las metían en intendencia!. A él le hubiera gustado que no fuera así. —“Se jugaban la vida como el que más, y si a uno le iba mal, a ellas siempre les iba un poco peor. Demonios con la vida, qué mal organizados andamos”. Doró el asunto canturreando, “¡Ay, Carmela, ay, Carmela!” ¿Y su hija, qué hubiera hecho en la guerra? ¿Guerrillera? No, no; ella, de veras voluntaria en intendencia, guisando para la tropa, con sus guisos —manita de santa—, olores seductores, sabores animadores, creadores, hubieran ganado cualquier batalla. O hubiera pintado los murales y los pósters; aquellos diseños hieráticos hubieran cobrado vida, se hubieran desplegado, adheridos al alma: “no pasarán”. Y sí pasaron, porque claro, nadie ha demostrado que la brutalidad no pueda vencer —suspiró—, sino todo lo contrario.
Ahora el asunto era otro. Todo aquello quedaba lejos y había visto florecer los claveles y los pactos, en ese vaivén de la historia, que dicen que no, pero algo progresa. Algo. Es que¡demonios! tendrían que dejar meter mano a las mujeres en los asuntos públicos. Ellas son más conscientes, les encanta mangonear, no tienen tanta testosterona o como coño se diga, pero no. ¿Y ese Luis? ¿Por qué mi hija no ríe?
Cuando caminaban por la playa, aunque se enteraba de la mitad de lo que Angélica le explicaba y se distraía mirando las gaviotas, la sorprendía preguntándole por sus planes.
—¿Planes?
—Sí, hija, planes, ilusiones, esperanzas, proyectos. Siempre hay que tener uno. ”Como yo —pensaba—, que me estoy haciendo experto en cine”. “O viajar. Viajar siempre es bueno”. Él, por ejemplo, planeaba ir a las islas. ¿A cuáles, a Mallorca? —le había preguntado la hija—. Y no, no eran esas. A las otras, a las griegas, con sus casas e iglesias blancas y el baile aquel brincando en la playa con los brazos en alto; si quería ir con él...Y la verdad, esto último se le había escapado, porque a él le gustaba viajar solo, que es como mejor se viaja.
—¿Sardanas? ¿quieres ir a bailar sardanas? —preguntaba ella.
—Que no, hija, que las sardanas las bailo en casa. Allá es el sirtaki.
“Es que estos chicos no se acuerdan de nada”, y encima ya lo he dicho. Y sí, ya lo había dicho y Angélica, que tonta no era, aunque dominada y vampirizada por un tal Luis que la necesitaba desesperadamente como cocinera, según entendía él; su hija, pues, le miraba estupefacta con los ojos brillantes y se volvía a reír con aquélla risa bonita que la hacía verse joven.
“Me voy a joder el viaje, pero que venga si quiere.”
—Es que Luis, el pobre....
—Cuéntale que, total me estoy muriendo, no , no pongas esa cara. Yo te invito y a lo mejor no me muero y así te deja en paz.
Pero —la muy tonta— se estremecía toda ella, como si él fuera a morirse de veras, como si supiera lo que el mentecato del doctor Hipócrates —lo de doctor era una gentileza de su parte porque, vamos, era un bestia— pero bueno, eso, a lo que iba, parecía que el imbécil de Hipócrates le hubiera dicho algo, no recordaba bien lo que le había dicho a él, algo que le hizo pensar en el otro barrio, en el polvo cósmico y en las películas que veía con Juanjo, picando palomitas; pensó en el futuro, vaya. Pero el futuro no estaba, viene después. Y él — como cada quisqui—, tenía el presente. El futuro era la casica a la que iría a cerrar la puerta por lo de la brisa del mar y el perro de Isabela; el presente era el mar y los paseos con Angélica y ver que su hija reía y escuchaba sus historias —de las que él mismo empezaba a dudar— y el presente era también cuando Fede se ponía a dibujar mientras él contaba y contaba ochenta y siete años de vida, de buhonero, de viajero, hombre sencillo, transformándose él mismo en color y en las líneas del muchacho. Y el presente era Pablo, que corría por la playa presumiendo músculo y que ahora resultaba que le había dado por hablar con Elena, su mujer, y reía un poquito y les comunicaba que Elena iría el fin de semana. Y nadie había puesto objeción, porque Elena, la esbelta, la bella, la que estudió enfermería, le caía bien a toda la familia y además podría opinar sobre las pastillas de Raymond, aunque la verdad, hacía muchos años que no ejercía como enfermera, y ¡qué Dios le ayudara! porque pensaba tomarse todo el pastillerío que ella dijera, pues si trabajaba bien, en la empresa familiar, también lo haría en lo que fuera. Pero bueno, eso era el futuro. El presente era ahora y se lo estaban pasando muy bien, aunque tenía un cierto temor a que se le acabaran los recuerdos, y entonces ¿qué apuntaría Angélica? ¿cómo les entusiasmaría con sus avatares, si con frecuencia no los recordaba? Demonios, lo estaban pasando francamente bien, ya lo había pensado antes: lo importante era la risa, la distensión, los recuerdos, la vida que se repetía y que ofrecía a los hijos de despedida.
“Ahí, tenéis, esa es mi vida, os di parte de ella. Recordarla, porque me voy a morir pronto y aunque todos callemos como piratas, en el fondo nos estamos despidiendo, ¿o no? O no. Nunca se sabe. La muerte siempre es el futuro superfluo. Sorpresivo. Nunca la encuentras porque cuando llega, saltas. Te vas del otro lado, bueno, no sé, pero el presente es cuando estás vivo y ahora estoy aquí contando recuerdos porque eso necesitan ellos y sólo me da miedo que se me acaben porque lo estamos pasando muy bien. ¿Qué es importante de todo este trabajo? Porque es trabajo, faena, investigación. ¿Qué es importante? Quizás que ellos tengan nombres, datos, una saga familiar. El juego, ¿de dónde venimos? O cuando yo no esté, que puedan decir: “entonces, papá dijo”, “el abuelo decía”, “una vez, mamá y él”. Está bien.
Seguiría. Faltaban veinte días para el fin de aquel verano sorpresivo. Pero a veces le dolía la cabeza. Trataba de recordar. Se hartaba. Había frases que rozaban su cabeza, nombres, gestos, intuiciones desmedidas, déjà vu que sobrepasaban sus intentos. A veces, se sentía fatigado y dormía. Dormía bastante, y luego sentía que la vida se renovaba y volvía a explicar. Y ellos parecían contentos.
Pero aquella mañana, no sabía por qué, siempre había tenido buen sueño —buen sexo, buen sueño, solía decir de joven—, se levantó temprano y allí estaban los tres en la cocina. Y escuchó a Angélica que hablaba de las dichosas islas, que a lo mejor sí iba a ese viaje paternal y aventurero, y los hermanos le hacían broma sobre esos aires sorpresivos y cambiantes que la aceleraban y ese retorno de la sonrisa olvidada que le recordaban de la infancia. Y Pablo protestando, todo celo y sentido común, aquello de cómo va ir a ninguna isla, mujer, tú también qué cosas tienes, si está muy enfermo. Y Fede canturreando el ¡Ay, Carmela! y asegurando “como se le meta en la cabeza, va”. ¡Cómo le conocía, el cabrón!
El olor a café y los tres, hermanos, brothers, olvidados, distanciados, recreados, paridos ese verano de despedidas. “Ana, ahora los he parido yo” —piensa el viejo—. Y se retira despacio, sin que le vean, dejándolos inclinados sobre la mesa, sobre los dibujos de las historias que él cuenta —¿tendrán un centavo de verdad?—. Las láminas sobre la mesa, el cuaderno de Angélica. Fede inclinado sobre las líneas —¡cuánto tiempo sin ver ese gesto! Pablo, de pie, interesado, la taza de café en la mano, quizás haciendo sus cálculos, “a éstos me los tengo que llevar a la empresa”. En fin, en fin, todos contentos, todos sin ganas de irse, saboreando el presente. Porque en el futuro, no hay que pensar, eso viene luego. Pero claro, la herencia. ¿Tendrá todo arreglado? No tenía caso hablarlo con Fede. Él se encogería de hombros y le diría que no se preocupara. ¿Angélica? Ni pensarlo, a ella la dominaba un Luis. Pablo era la mejor opción.

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NOTA: Este texto corresponde al tercer capítulo de la novela de Blanca Mart que lleva por título La Nimiedad (Ediciones Carena, 2006). Queremos agradecer al director de Edciones Carena, José Membrive, su gentileza por facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.