AUTOR
Mario Vargas Llosa

    GÉNERO
Novela

    TÍTULO
Travesuras de la niña mala

    OTROS DATOS
Madrid, 2006. 375 páginas. 19,50 €

    EDITORIAL
Alfaguara



Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa


Reseñas de libros/Ficción
Mario Vargas Llosa: "Travesuras de la niña mala" (Alfaguara, 2006)
Por Justo Serna, jueves, 1 de junio de 2006
De Mario Vargas Llosa sorprenden muchas cosas, algunas tienen que ver con la creación y otras con la reflexión y el análisis. Entre lo que de él maravilla está, desde luego, su destreza narrativa: la excepcional capacidad para urdir esas construcciones imaginarias que son las novelas, el empuje que demuestra cuando edifica mundos potenciales, dilatados y verosímiles, convincentes, en los que habitan numerosos personajes redondos y planos, trazados con hondura y esmero, mundos que nos son narrados sin inocencia alguna, pues el autor se vale de toda la sabiduría y la experiencia literarias de los siglos XIX y XX. Vargas Llosa siempre ha querido imitar a sus maestros decimonónicos, a esos para quienes la novela necesita un gran número de páginas y no textos anémicos (hoy tan frecuentes).
Pero Vargas Llosa también ha querido aplicar con gran vanguardismo los cambios narrativos del siglo XX, por ejemplo, en el uso del punto de vista, fragmentario, parcial. Ha sabido, pues, mostrarnos la perspectiva cambiante, polifónica, de los distintos narradores que habitan en la novela y que miran el mundo de modo distinto. Ya no es posible contar las cosas al modo de Dios, ya no es posible narrar a la manera de un observador omnisciente que, como en Victor Hugo (La tentación de lo imposible, 2004), lo sabe todo de todos sus personajes.

Ahora bien, del Ochocientos, Vargas Llosa también ha aprendido vanguardismos que le vienen directamente de Gustave Flaubert (La orgía perpetua, 1975): el estilo indirecto libre, por ejemplo, ese estilo en el que al dar cuenta de los sentimientos de un personaje el narrador adopta su lenguaje, su expresión, su forma de intelección. De los maestros del Novecientos, de John Dos Passos y de otros autores de la generación perdida, del cine propiamente, Vargas Llosa adoptó la técnica de los diálogos telescópicos (los “vasos comunicantes”), esas palabras que son objeto de conversación y que a modo de lanzadera o fundido nos transportan a otra circunstancia en la que se hallan los mismos personajes o en la que se expresaron sobre idéntico asunto. Es ésta una licencia narrativa que altera el orden espaciotemporal previsible, con analepsis y prolepsis, con avances y retrocesos.
Un buen narrador es siempre y primeramente un cuidadoso lector, alguien que se examina y que se recrea con la ficción, con los libros y con el arte mismo de la invención. Vargas Llosa lo demuestra en cada página que celebra o que escribe. Así lo viene haciendo al menos desde hace muchos años, desde que publicara, por ejemplo, su primera gran obra de análisis: García Márquez: historia de un deicidio (1971)

Esta sabiduría relatora que el autor aplica en sus novelas es, claro, la de un consumado lector, un lector que escribe también sobre lo que admira. Hace un tiempo mostré en Ojos de Papel mi asombro por el Vargas Llosa crítico, el Vargas Llosa de La verdad de las mentiras (véase link). Parafraseándole me decía que con este novelista metido a observador literario sus destinatarios podían experimentar lo que llamé “la orgía perpetua del lector”. Es tal el entusiasmo que irradia cuando hace crítica que el comentario o la exégesis devienen obras de creación. Un buen narrador es siempre y primeramente un cuidadoso lector, alguien que se examina y que se recrea con la ficción, con los libros y con el arte mismo de la invención. Vargas Llosa lo demuestra en cada página que celebra o que escribe. Así lo viene haciendo al menos desde hace muchos años, desde que publicara, por ejemplo, su primera gran obra de análisis: García Márquez: historia de un deicidio (1971), un ensayo seminal que nunca se reeditó y que ahora podemos volver a leer en la edición de las Obras Completas de Galaxia Gutenberg. En las páginas de García Márquez... ya estaba expresado todo lo que después hizo como lector, un Vargas Llosa que homenajeaba a quien entonces era su amigo, pero sobre todo un lector que explicaba indirectamente su propia condición de autor. Vale la pena regresar a esos párrafos...

“Escribir novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios, que es la realidad”, leemos en García Márquez... . “Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Éste es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad”, es decir de Dios.

“Las causas de esta rebelión, origen de la vocación del novelista, son múltiples, pero todas pueden definirse como una relación viciada con el mundo. Porque sus padres fueron demasiado complacientes o severos con él, porque descubrió el sexo muy temprano o muy tarde o porque no lo descubrió, porque la realidad lo trató demasiado bien o demasiado mal, por exceso de debilidad o de fuerza, de generosidad o de egoísmo, este hombre, esta mujer, en un momento dado se encontraron incapacitados para admitir la vida tal como la entendían, su tiempo, su sociedad, su clase o su familia, y se descubrieron en discrepancia con el mundo. Su reacción fue suprimir la realidad, desintegrándola para rehacerla convertida en otra, hecha de palabras, que reflejaría y negaría a la vez”, añade.
Para algunos críticos la Niña Mala de las Travesuras... evoca a Emma Bovary, quizá a una Emma Bovary de nuestro tiempo, sin las mojigaterías burguesas del Ochocientos. ¿Es así? Vargas Llosa se muestra potente y vigoroso con esta novela, tanto que en ciertos pasajes y en determinados momentos nos recuerda al autor que empezara en 1963, con La ciudad y los perros, recuerda al autor de Conversación en La Catedral (1969) recuerda al autor de La Tía Julia el escribidor (1977) y recuerda al autor del Elogio de la Madrastra (1988) o Los cuadernos de don Rigoberto (1997). Esas ficciones autobiográficas le sirvieron a Vargas Llosa para recrear de otro modo y con otros materiales lo que era propiamente una experiencia personal

“Todos los novelistas son rebeldes, pero no todos los rebeldes son novelistas. ¿Por qué? A diferencia de los otros, éste no sabe por qué lo es, ignora las raíces profundas de su desavenencia con la realidad: es un rebelde ciego. La demencia luciferina a que lo empuja su rebeldía –suplantar a Dios, rehacer la realidad--, el carácter extremo que éste adopta en él, es la manifestación de esa oscuridad tenaz. Por eso escribe: protestando contra la realidad y, al mismo tiempo, buscando, indagando por esa misteriosa razón que hizo de él un supremo objetor”, concluye.

¿Se cumple algo de este ambicioso programa en su última novela, Travesuras de la niña mala (2006)? Con setenta años recién cumplidos, Vargas Llosa acaba de publicar esa novela, un relato de amor que se prolonga durante décadas y que trata alguno de sus temas literarios predilectos: la pasión afectiva, en concreto. Porque, en efecto, es éste un motivo perdurable en su reflexión y en su creación. En 1975, por ejemplo, cuando regresa como lector y crítico a las novelas que lo marcaron estudiará Madame Bovary pero sobre todo observará al personaje que lo encarnaba, aquella dama de provincias, aquella dama de la Francia rural que alocadamente se empeñó en vivir un amor apasionado que no encontraba en tantos y tantos varones decepcionantes. Para algunos críticos la Niña Mala de las Travesuras... evoca a Emma Bovary, quizá a una Bovary de nuestro tiempo, sin las mojigaterías burguesas del Ochocientos. ¿Es así? Vargas Llosa se muestra potente y vigoroso con esta novela, tanto que en ciertos pasajes y en determinados momentos nos recuerda al autor que empezara en 1963, con La ciudad y los perros, recuerda al autor de Conversación en La Catedral (1969) recuerda al autor de La Tía Julia el escribidor (1977) y recuerda al autor del Elogio de la Madrastra (1988) o Los cuadernos de don Rigoberto (1997). Esas ficciones autobiográficas le sirvieron a Vargas Llosa para recrear de otro modo y con otros materiales lo que era propiamente una experiencia personal. Con dichas novelas, el escritor dejaba el plano de la gran historia (La guerra del fin del mundo, 1981; La Fiesta del Chivo, 2000) para ahondar en la existencia ordinaria de ciertos protagonistas varones que se le asemejan: se le parecen por los lances vividos o por las fantasías cultivadas. Había en ellas, en esas ficciones autobiográficas, un mismo y relativo experimentalismo: en Vargas Llosa, la novela total o la ficción autobiográfica no emplean más o menos técnicas narrativas según el objeto tratado. En ambos casos, esos procedimientos vanguardistas han valido para unas obras y para otras. Desde ese punto de vista, Travesuras de la niña mala es una novela lineal, sin rupturas del orden espaciotemporal, sin diálogos telescópicos que nos transporten, sin cambios en el punto de vista.
Como decía anteriormente, la novela proporciona demasiados datos informativos sobre el contexto europeo y limeño, como si el autor necesitara darle verosimilitud y profundidad a una historia simplemente folletinesca. Los personajes son de cada tiempo y, salvo Ricardito y Otilita, los caracteres redondos o planos que acompañan son evidentes según contexto y circunstancia. Es como si el novelista hubiera querido darnos una lección histórica sobre los cambios que sirven de marco a lo que les sucede a los amantes (...) Creo que es la parte menos valiosa de la obra, ese contexto de un sociologismo y de un historicismo enfáticos


Alguien, el protagonista y narrador, nos cuenta esta historia arregladamente, sin audaces licencias, tal vez por ser como es, quizá por escribir igual que vive. Se trata de Ricardo Somocurcio, un tipo de origen limeño y huérfano temprano. Como en otras ficciones de Vargas Llosa, también en ésta la figura del padre está denostada o eclipsada. En dicha novela no cumple ningún papel, muerto en un accidente automovilístico; en otras, el odio o el resentimiento por esa figura paterna se hacen evidentes y suponen, claramente, una transfiguración del daño real que un padre usurpador supuso en la vida de Vargas Llosa, un padre al que creía muerto y que regresa a la vida del futuro escritor cuando éste sólo contaba diez años. Al parecer fue una laceración, una reactualización muy dolorosa del complejo de Edipo: como leemos en sus memorias (El pez en el agua, 1993) de repente, a los diez años, irrumpe un señor que dice ser el padre del futuro novelista, un padre brusco, autoritario, incluso violento, que ha venido a quitarle a su idolatrada mamá, el objeto de deseo, un padre que ha hecho cosas con ella. “Que mi madre hubiera podido pasar por trance semejante para que yo viniera al mundo me llenaba de asco”, admite edípicamente en aquella autobiografía. “Y me hacía sentir que, saberlo, me había ensuciado y ensuciado mi relación con mi madre y ensuciado de algún modo la vida”, concluye en El pez en el agua.

No extrañará, pues, que desde su primera novela, desde La ciudad y los perros, la figura del padre sea literalmente maltratada por Vargas Llosa. En la novela que ahora nos ocupa, en las Travesuras..., Ricardo Somocurcio (huérfano también desde los diez años) ha sido un joven acaudalado del barrio de Miraflores en los años cincuenta, alguien con ínfulas europeas, con ansia de llegar a París, de permanecer en la ciudad-luz. Así, con esa huachafería o cursilada, la llama alguna vez. Dicha meta, modesta, la logrará bien pronto y, desde los años sesenta, lo veremos instalado en la capital francesa ejerciendo una profesión intelectual, aunque poco creativa: la de intérprete de la Unesco, alguien que pone la voz, que traduce, que traslada sin aportar nada realmente nuevo a lo que el conferenciante sostiene. O, como le dice Salomón Toledano, un colega suyo: “¿Qué huella dejaremos de nuestro paso por esta perrera?, la respuesta honrada sería: Ninguna, no hemos hecho nada, salvo hablar por otros. ¿Qué significa, si no, haber traducido millones de palabras de las que no recordamos una sola, porque ninguna merecía ser recordada?”.

Es curioso: esa figura --ese expediente del intérprete o traductor-- es muy común en la literatura hispánica de nuestros días. Antonio Muñoz Molina y Javier Marías, entre otros, se han servido de algunos personajes que desempeñan dicha profesión. ¿Pura coincidencia? La figura del intérprete es, en el fondo, muy literaria y, en el extremo, podríamos tomarla como el epítome del personaje novelesco: es un carácter vacío que se rellena de voces ajenas, de transferencias vicarias, incluso de aquellas que le prestan los autores. Es una profesión intelectual basada en la palabra, en la lengua, una tarea en la que se da la tensión entre la traducción figurada (la libertad creativa) y la versión literal. Por eso, la persona que la ejerce puede tener vivencias semejantes a las que atesora un escritor, razón por la que este o aquel novelista se valen de ese personaje para recrear su propia existencia. Ahora bien, que se dé esta coincidencia no significa que en todos los casos el intérprete sea equiparable. En Vargas Llosa, Ricardo (Ricardito) se siente frecuentemente un depósito vacío o, al menos, un tipo sin ambiciones. O, sí, es una persona de una sola ambición: la de permanecer en la ciudad-luz.

En efecto, Somocurcio hace incursiones que le llevarán a Londres o a Tokio y, al final, a Madrid, pero el eco de París estará siempre presente, el arraigo que para él es haber cumplido su fantasía de residir allí. Junto a ese modestísimo logro, Somocurcio también sueña con vivir entregado a la pasión que siente por quien fue su amor juvenil: una niña mala, picarona e inconstante, ambiciosa, que se da y no se da, que se entrega y no se entrega, que se burla de las quimeras afectivas de Ricardo. Durante décadas, con una contextualización quizá demasiado puntillosa e informativa, con datos quizá abundosos, veremos al protagonista reencontrándose con ella..., y lo que pudo ser un temprano amor apasionado y conyugal se demorará por culpa de los afanes y de las ansias de quien sólo era una chica menesterosa, Otilita: una muchacha que siempre codició el bienestar de los ricos. Para lograrlo creyó posible reemplazar su identidad de pobretona limeña, de peruanita desheredada, por una efigie más burguesa, recreando una novela familiar presentable con un perfil más enigmático y cautivador, un perfil que irá adaptando a los gustos de cada década: revolucionaria, hippie, etcétera. “¿Cómo se llamaba ahora? ¿Qué personalidad, qué nombre, qué historia había adoptado en esta nueva etapa de su vida?”, se pregunta Somocurcio.

Ambiciones compensatorias, encuentros fortuitos, disfraces de camaleón, mentiras..., todo es posible en la vida de la Niña Mala para satisfacer su avaricia social. Vive una ficción que lacera a Ricardo Somocurcio, tan sencillo, tan bondadoso, una ficción cuyos ropajes renueva y que le llevan a habitar mundos sucesivos con la inconsciencia de la mujer que se sabe o se cree inmortal, por estar justamente instalada en la eternidad de la invención. Y, sin embargo, la vida irrumpe o, mejor, la enfermedad, la decrepitud y la amenaza de una muerte segura que a todos nos llega, unas plagas de las que no podemos zafarnos y para las que sólo hay una salvación: que nuestra vida sea objeto de relato, que nuestra existencia se perpetúe como “tema para una novela. ¿No, niño bueno?” Podemos creer en nuestros embustes personales, adoptar perfiles que nos mejoren o que suplanten lo que somos para hacernos creer lo que no somos (“por eso me inventó esa biografía de niña aristócrata que nunca fue”), pero lo que no podemos es confundir gravemente lo novelesco con lo existencial. Eso es lo que ha hecho culpablemente esta Emma Bovary de nuestros días, una Emma Bovary que quizá se asemeja más a Julien Sorel, a aquel trepa ambicioso de Stendhal que quiso elevarse en la sociedad valiéndose de sus amantes, tan enamoradas ellas. Somocurcio se encaprichó “de una loca, de un aventurera, de una mujercita sin escrúpulos con la que ningún hombre, y yo menos que cualquier otro, podría mantener una relación estable, sin terminar pisoteado”, dice Ricardito. La Niña Mala no quiere a nadie (“Yo nunca estaré contenta con lo que tenga. Siempre querré más”), al menos hasta que la vida le dé una lección y la amenace, ahora sí, con pulverizar su identidad.

Como decía anteriormente, la novela proporciona demasiados datos informativos sobre el contexto europeo y limeño, como si el autor necesitara darle verosimilitud y profundidad a una historia simplemente folletinesca. Los personajes son de cada tiempo y, salvo Ricardito y Otilita, los caracteres redondos o planos que acompañan son evidentes según contexto y circunstancia. Es como si el novelista hubiera querido darnos una lección histórica sobre los cambios que sirven de marco a lo que les sucede a los amantes. O, tal vez, esa información sociológica se la debamos a Ricardito, poco fino en la radiografía, muy dado a la simplificación o, incluso, al anacronismo. Sin embargo, bien pensado, ese pero habría que hacérselo a Vargas Llosa: es él, el autor, quien ha trazado a algunos personajes secundarios evidentes y en ocasiones romos. Creo que es la parte menos valiosa de la obra: ese contexto de un sociologismo y de un historicismo enfáticos. En cambio, cuando la novela abandona la radiografía urgente haciendo explícitos los recursos del folletín, entonces gana: las identidades cambiantes, las máscaras de la pasión, el peso de los orígenes sociales, la gravedad del amor. Y los hace expresos no sólo porque el autor los emplee, sino porque el narrador, Ricardo Somocurcio, lo dice literalmente: lo peor que les ocurre a los personajes no son las cursilerías en que pueden llegar a vivir anhelándose, con unas palabras tan afectadas (“Ese puñal en el corazón que me va a acompañar hasta la tumba”). “Lo peor es que las siento”, dice Ricardito. “Tú me conviertes en un personaje de telenovela”, amante de la Niña Mala a la que siempre ha tratado como a una princesa (lo que no es), “con todas sus mentiras, sus enredos, su egoísmo y sus desapariciones. Una huachafería, sin duda”, aquejado por un “enfermizo y estúpido amor-pasión que me consumió tantos años”. Lo peor, en fin, es “llamar historia de amor a esa payasada de treinta y pico de años”. A la postre, sólo la amenaza de la muerte les redime: un desenlace ya anticipado por Dios o por su suplantador, ese folletinista, ese escribidor que, en el mejor de los casos, acabará narrando nuestras vidas, tan previsibles o tan hueras o tan pedestres.