AUTOR
Hugh Thomas

    GÉNERO
Historia

    TÍTULO
Cuba. La lucha por la libertad

    OTROS DATOS
Traducción de Neri Daurella. Barcelona, 2004. 1.296 páginas. 35 €

    EDITORIAL
Debate



Hugh Thomas

Hugh Thomas

Plaza de la Revolución

Plaza de la Revolución

Camilo Cienfuegos

Camilo Cienfuegos

Valla conmemorativa en La Habana

Valla conmemorativa en La Habana

Húber Matos

Húber Matos

Salón de la Finca Vigía de Hemingway

Salón de la Finca Vigía de Hemingway

Raúl Castro, Norberto Fuentes y Fidel

Raúl Castro, Norberto Fuentes y Fidel

Norberto Fuentes y Raúl Rivero

Norberto Fuentes y Raúl Rivero

Norberto Fuentes y Arnaldo Ochoa

Norberto Fuentes y Arnaldo Ochoa

Alberto Korda y su foto del Che

Alberto Korda y su foto del Che

Guillermo Cabrera Infante

Guillermo Cabrera Infante

Heberto Padilla

Heberto Padilla

El muro de Baracoa

El muro de Baracoa

El Malecón de la Habana

El Malecón de la Habana


Reseñas de libros/No ficción
Mitos y traiciones en la isla de Cuba
Por Pablo Mediavilla Costa, lunes, 3 de octubre de 2005
Confiesa Hugh Thomas en el prólogo que la idea de escribir tamaña obra se le fue ocurriendo una tarde de julio de 1961, pasadas las cuatro horas de discurso de Fidel Castro en una abarrotada Plaza de la Revolución. Allí, rodeado de una multitud ilusionada y desconocedora de las más penurias que alegrías que habrían de llegar, el autor concibió un libro sobre Cuba, atravesado por un leitmotiv: el motor de la historia cubana ha sido siempre el ansia de su pueblo por alcanzar la libertad. Y el de sus líderes por traicionarla, se podría añadir.
El mito cubano

Siglos antes de la toma de La Habana por los ingleses en 1762, pretexto poco consistente de Thomas para fijar el punto de partida de su Cuba, la lucha por la libertad (Debate, 2004), ya se manifestaba en los nativos de la isla una marcada querencia por la rebeldía ante la autoridad y la insurgencia. La muerte de Hatuey, el jefe de los indios taínos, en la hoguera de los primeros conquistadores, tras comandar un alzamiento, es por todos conocida en Cuba y no sólo porque haya pervivido en los libros de historia y dé nombre a una de las cervezas más preciadas. “El cura se acercó más al indio y le propuso ir al cielo. El jefe indio entendía poco español pero comprendió lo suficiente y sabía lo bastante como para preguntar: “Y los españoles, ¿también ir al cielo?”. “Sí hijo”, dijo el buen padre por entre el humo acre y el calor, “los buenos españoles también van al cielo”, con tono paternal y bondadoso. Entonces el indio elevó altiva cabeza de cacique, el largo pelo grasiento atado detrás de las orejas […] y dijo con calma, hablando por entre las llamas: “Mejor yo no ir al cielo, mejor yo ir al infierno”. Más que la muerte misma se recuerda su insolencia, tan del gusto y del estilo del autor de la cita, Guillermo Cabrera Infante, “una mina de información en tantos aspectos de la historia cubana”, recuerda Thomas en el prefacio de abril de 1970.

Conviene preguntarse, antes de entrar en materia, si la idea recurrente, la tesis sobre la que se sustenta la obra, es acertada o no. Presuponer que el cubano posee una suerte de gen revolucionario e indomable y querer con ello explicar la agitada historia de la isla no parece un argumento ni muy científico ni siquiera muy serio. ¿Son los cubanos más afectos a la libertad que otros pueblos? ¿Las revoluciones y alzamientos contra la tiranía de turno en la isla han surgido del acervo más íntimo de la sociedad cubana o no dejan de ser actos, encomiables y heroicos, como los sucedidos en muchos otros países? Hugh Thomas apuesta por un atrayente pero vacío subtítulo, una cortinilla endeble, un mito. Cierto que Cuba se ha sacudido una y otra vez a sus gobernantes internos y externos –no últimamente-, cierto que ha sido punto de reunión de tensiones entre imperios desde el siglo XIX hasta ahora, cierto que durante muchos años la Revolución del 59 iluminó a muchos –y relegó a otros tantos-, pero no es exacto que la lucha por la libertad sea el pilar de la identidad cubana ni el eje de su historia.

Aún así y dejando a un lado lo arbitrario o justificado de la elección del autor de comenzar el relato en la corta estadía inglesa en La Habana y rematarlo en tierra de nadie, tras la crisis de los misiles, se puede decir que Cuba, la lucha por la libertad es el intento de Lord Thomas of Swynnerton por armar un manual de consulta, con la agilidad y superficialidad que eso conlleva, a partir de las miles de piezas que conforman el intrincado puzle cubano.

Traiciones y leyendas

Pero, ¿qué sería de una historia sin sus intrigas y sus traiciones? ¿Qué es Cuba sino sus hatueys y sus leyendas tan incómodamente arrastrados de punta a punta por los fuertes vientos del Golfo de México? Bien es así que, en octubre de 1959, la Revolución gestaba su primer gran misterio, la desaparición física de Camilo Cienfuegos, comandante de la columna Antonio Maceo y uno de los héroes más bregados junto con el Che en toda la guerra contra Batista. Cualquier aproximación a su incierto final es un inevitable topar con los temas más sensibles de los primeros momentos de Castro al frente del país, a saber, la orientación ideológica del régimen, la reforma institucional que habría de acometerse o el reparto de poder.

Thomas refiere los hechos de forma escueta y sin darle ningún tipo de trascendencia, pero cualquier cubano conocedor de su historia sabe que detrás del asunto había mucho en juego. Tras la designación de Raúl Castro –afiliado desde 1953 a la Juventud Comunista- como ministro de las Fuerzas Armadas, Húber Matos, otro de los comandantes de la Sierra Maestra, dimitió como gobernador militar de la provincia de Camagüey “sobre la base de que los comunistas se estaban infiltrando en la Revolución”. Fidel encajó la noticia como una gravísima insubordinación y pronto ordenó la ocupación de Camagüey. Matos atinó a tiempo -se estaba dilucidando la esencia teórica del nuevo gobierno- pero en mal momento para él –Castro temía una invasión norteamericana y ya entonces veía enemigos por todas partes-. El encargado por orden del “jefe máximo” de arrestar a Matos no era, ni más ni menos, que Camilo Cienfuegos, íntimo amigo del rebelde.

Cienfuegos, sastre de profesión, con su enorme sombrero de guano y su sonrisa de oreja a oreja, era un tipo popular, directo y simpático, llano como el pueblo por el que había peleado y, a todas luces, un líder natural de él. Su implicación en la lucha no surgió de la doctrina hacia ésta sino más bien del instinto, de la injusticia cotidiana que había sufrido en sus propias carnes. No era un pensador de la Revolución pero sí uno de sus pilares. Estuvo en el Granma, luchó en la batalla de Santa Clara y desde la Sierra Maestra cruzó toda la isla hasta llevar a sus hombres a la región de Pinar del Río para, más tarde, entrar victorioso en La Habana. Era uno de los muy pocos que podía igualarse a Fidel en méritos, carisma y autoridad. El Che era muy querido también, pero sus motivaciones y ambiciones iban por otros derroteros.

Apaciguada la situación en Camagüey, Camilo tomó el transporte aéreo militar que debía devolverle a La Habana, pero por el camino él, sus acompañantes y el aparato desaparecieron para siempre. El asunto se zanjó de forma oficial al poco tiempo con la explicación de que el aparato había caído al mar aunque la gente se resistía a creerlo y muchos cubanos dedicaron días y días a una búsqueda estéril. Fatalidad o complot, lo cierto es que con la condena de Matos a veinte años de cárcel –que cumplió religiosamente para luego exiliarse en Miami- y la desaparición de Cienfuegos, Raúl Castro se quitaba del medio a un opositor con galones y Fidel a un sólido e insobornable adversario político.

Este acontecimiento, anecdótico dentro del libro, habría de marcar la pauta en el futuro. El oscurantismo en las intrigas del poder en Cuba se repitió con el Che, el fantasma por excelencia de la isla y de toda América Latina. Su rostro y sus palabras aparecen reproducidas en carteles, fachadas, postes, libros, sobre cualquier superfície susceptible de ser vista. Es el Dios pagano de la Revolución, el mártir joven y para siempre íntegro, pero su salida del ejecutivo en el 64 y las tensiones que provocaron entre Cuba y la Unión Soviética sus luchas internacionalistas del Congo y Bolivia y su declarada apuesta por el modelo chino no han sido todavía solucionadas por los historiadores. Thomas tampoco se entretiene en ello y se echa en falta. La URSS presionó mucho para sacar del tablero al incómodo guerrillero y parece ser que la ayuda ecónomica a la isla peligró en ciertos momentos.

Dicen que la famosa carta de despedida del Che a los cubanos fue leída por Fidel antes de tiempo. En ella –una especie de sentido testamento- Guevara se autodesposeía de sus bienes y su nacionalidad cubanos para lanzarse a nuevos desafíos. La lectura se produce mientras el argentino está en el Congo –algunos de sus hombres allí refieren una reacción furibunda del Che a la noticia- y, de forma intencionada o no, Fidel sabe que le está cerrando el paso a una marcha atrás, a una rectificación, condenándole a errar de país en país. Castro se defendió tiempo después declarando que no tenía otra salida para frenar los incesantes rumores sobre el paradero y la suerte del guerrillero. Aún así, nadie duda de la lealtad de Guevara a la Revolución y a su líder y, aunque sea más difícil convencerse del viceversa, no es cierto que Fidel mandara matar al Che en Bolivia.

Uno no sabe ya si el retrato de Korda ha servido para algo o simplemente para banalizar -deformar- la imagen de un personaje complejo, oscuro muchas veces y refulgente otras, con no pocos hechos polémicos y también heroicos, ejemplares, a sus espaldas. Mucha gente ha puesto sus sucias manos sobre esa imagen. Sea como sea, en Cuba, tras el Che de mirada desafiante se encuentra Fidel. La efigie del Che es el reverso de Castro. El retrato oficioso, oficial no lo hay, del régimen es el de una persona que murió asesinada hace casi cuarenta años. Los teóricos de la imagen podrían sacar un puñado de conclusiones de este hecho.

Fidel no sólo ha blindado cuidadosamente su imagen sino que gracias a esa visibilidad siempre imprevista para el cubano de a pie, pero en el fondo calculada al milímetro, ha conseguido crear una ilusión orwelliana: él está en todas partes y en ninguna a la vez –no existe tampoco residencia oficial-. Detrás de la destitución de un presentador de la televisión está él, tras un ascenso inesperado en el abigarrado sistema de poder también está él, él explica de forma técnica y convincente el paso del próximo huracán, la olla a presión, el embargo o la operación tras su caída en el mítin de Santa Clara, censurada en Cuba y vista por muy pocos cubanos gracias a internet.

Adivinen quién ofició la lectura del testamento cubano de Hemingway, una noche de agosto de 1961, acompañando a la viuda del escritor en la Finca Vigía. Cuenta Norberto Fuentes, autor de Hemingway en Cuba (Letras Cubanas, 1984), quizás la mejor biografía del Nobel norteamericano, que Castro se quedó embelesado con los trofeos de caza y la colección de armas de Papa. Ahora Fuentes también está exiliado y más de la mitad de los citados en los agradecimientos de su obra también. Raúl Rivero, por fin libre, es uno de ellos. La verdad ya no es revolucionaria en Cuba. Si acaso la verdad es fidelista y muy pocos se atreven a rebatirla.

No dejemos el caso ahí, tiremos un poco del hilo. En los agradecimientos de la biografía del autor de El viejo y el mar, Fuentes cita a “Antonio de la Guardia, por su ayuda en todos los sentidos”. De la Guardia, coronel del Ejército cubano, formaba parte de una unidad especial creada por Castro para llevar a cabo las misiones más arriesgadas en el exterior, ya fuera para romper el embargo y conseguir en el extranjero la tecnología pedida desde arriba, o para, como sucedió el 11 de septiembre de 1973, permanecer acuertalado junto con un grupo selecto de hombres en la embajada cubana de Santiago de Chile a la espera de que el presidente Salvador Allende decidiera escapar con vida del país y del golpe de estado pinochetista. De la Guardia no era un cualquiera. El general Arnaldo Ochoa, al frente de los 25.000 cubanos que lucharon en Angola, tampoco lo era. Pero ambos fueron fusilados en 1989, tras un juicio por narcotráfico –una purga- que involucró a otros muchos capitostes del ejército y que, de paso, salpicó a Fuentes. “¿Quién nos traicionó? ¿Los hombres o la utopía?”, se lamenta en una entrevista.

A Guillermo Cabrera Infante le traicionaron los hombres, los de allí y los de aquí. Castro le cerró el Lunes de Revolución, después de que ayudara a su hermano Saba Cabrera a realizar el documental PM, subversivo e inaceptable por mostrar la realidad de la noche habanera. Franco le negó el exilio en España y decidió instalarse en Londres, muy lejos de su ciudad querida y acechado por no pocos pastores de la izquierda europea que le enterraron en vida. Su crimen: ser de los primeros en apreciar y denunciar el despotismo en que Castro había convertido la ilusión.

Dariel Alarcón, güajiro analfabeto y guerrillero feroz. El Che le enseñó a leer y escribir antes de ir al Congo y él le devolvió una lealtad infinita. Benigno –su alias en la guerrilla de Bolivia- permaneció fiel a Guevara hasta su muerte y de regreso a Cuba se encontró con la nada, el ninguneo. Vive exiliado y olvidado en París.

La antología de atropellos de la Revolución sufrió un salto evolutivo en en marzo de 1971 con la detención del poeta Heberto Padilla. El caso Padilla supuso el principio del fin del idilio entre muchos intelectuales y la Revolución. En 1969, Padilla había ganado el Premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) por la obra Fuera del juego. Los ataques que sufrió el libro y su persona desde la publicación Verde Olivo, el órgano del Ejército cubano –recordemos que bajo mando de Raúl Castro-, desembocaron en detención, encarcelamiento y tortura del poeta. Otros escritores, como recoge Thomas, fueron calificados por el panfleto como “tan flojos como pornográficos y contrarrevolucionarios”. La sombra negra del hermanísimo de Fidel sobrevolaba a sus anchas la isla, sólo incomodada por una carta de denuncia firmada por Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Alberto Moravia, Susan Sontag, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Hans Magnus Enzensberger, Juan Goytisolo y Julio Cortázar, entre otras luminarias de la cultura. Fidel se aprestó a acuñar la lúgubre máxima “con la Revolución todo, sin la Revolución nada”, remachada por Armando Hart, ministro de cultura, con su no menos alarmante “el arte es un arma de la Revolución”. Padilla salió de la cárcel y después de las gestiones del senador norteamericano Edward Kennedy se exilió en Miami donde murió hace cinco años.

El triste compendio siguió, no obstante, con muchos otros personajes peligrosos como el escritor y periodista Carlos Franqui –director de Radio Rebelde en la Sierra Maestra-, el historiador Manuel Moreno Fraginals o el poeta Reynaldo Arenas –su poesía era subversión en estado puro, peor fue su amor por los hombres-. Enero de 1959 es la fecha del Big Bang cubano. Todo lo ocurrido antes es presentado como una abstracta amalgama de fuerzas, hechos y personajes que terminan por confluir en el crisol purificador de la Revolución. La Revolución es la ecuación alquímica que da sentido al pasado, al presente y al futuro. Los que se negaron a ese trámite no existen. Requiere de mucha superstición y fe tejer la historia de un país con esos mimbres –y no nos engañemos, muchos países han construido así sus historias-. Del pasado se rescatan los personajes más convenientes y las hazañas más aleccionadoras para el cánon revolucionario, y se ocultan, se eliminan de hecho, aquellos otros elementos diferentes, antitéticos y, en definitiva, incómodos para su verdad. Escríbase un relato con todos los logros de la Revolución, con sus sistemas de educación y sanidad universal, con sus méritos ciertos pero nunca nos olvidemos del reverso, de los arrinconados y enterrados. Hágase y así se tendrá una historia más justa.