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    AUTOR
José María Aznar

    GÉNERO
"Notas de urgencia"

    TÍTULO
Ocho años de gobierno

    OTROS DATOS
Barcelona, 2004. 277 páginas. 21 €

    EDITORIAL
Planeta



Blair, Bush y Aznar en la base de Lajes (islas Azores)

Blair, Bush y Aznar en la base de Lajes (islas Azores)


Reseñas de libros/No ficción
Liderazgo y amargura
Por Justo Serna, martes, 18 de mayo de 2004
“En estos casos, siempre he visto tan claras ciertas cosas, que creía que todo el mundo, o por lo menos mucha gente, las veía igual que yo". Así se expresa José María Aznar en un volumen, Ocho años de Gobierno, que no es memoria, ni autobiografía, ni ensayo político, sino unas "notas de urgencia". Hay en ellas una insistencia enfática en el liderazgo mayúsculo. La reseña que sigue no es un estudio del político, sino un análisis de la semiótica del texto, de la imagen icónica y verbal que el autor quiere dar de sí mismo.
Cualquier de ustedes que bordee o rebase los cuarenta años lo recordará a poco que haga un esfuerzo. ¿Por qué razón? Porque ustedes y yo mismo fuimos retratados así, con ese teatro del aprendizaje mediante el cual nos inmortalizaban cuando sólo éramos unos niños, incluso unos párvulos. En la parte trasera siempre había una falsa ventana que daba a un espacio exterior inexistente, una presunta ventana revestida algún tipo de cortinaje, con algún visillo delicado; en la parte delantera, como principal componente escenográfico, había un escritorio desahogado, de madera bruñida por el uso, por el roce, un escritorio con ínfulas que aparentaba ser una escribanía, no un pupitre, sino una escribanía. En su superficie se colocaba algún libro abierto, algunos lapiceros, algún plumier e incluso algún teléfono incoherente, sin línea. Que el aparato estuviera allí era una concesión al avance de los tiempos, a los adelantos y a las audacias del progreso. Ahora bien, esa modernidad de la técnica se compensaba con alguna imagen religiosa. En efecto, detrás solía estar la Virgen María con el corazón atravesado, sangrante, confirmando el catolicismo barroco y español del Régimen; delante, descansando los antebrazos sobre la mesa, aparecía un jovencito repeinado, impecable, incluso peripuesto, vestido con una camisa blanca, menesterosa pero limpia, almidonada, claro, una camisa que la madre obsequiosa había dispuesto para un muchacho que miraba directamente al objetivo ensayando algún gesto de concentración y estudio, según le habían indicado que debía hacer. Eran retratos en blanco y negro de colegiales mansos, dóciles, de escolares humildes de una posguerra inacabable.
Miro una y otra vez el retrato de cubierta de Ocho años de gobierno, el volumen que acaba de firmar Aznar a partir de la trascripción de unas cintas magnetofónicas, y no tengo la sugestión de espontaneidad, sino de puesta en escena deliberada, una circunstancia que refuerza enfáticamente los atributos del poder

En un primer momento, cuando vi la cubierta de ese libro, me pareció regresar a otro tiempo. Fue, por supuesto, una ensoñación y el aturdimiento duró poco. Quien se ha dejado retratar así es José María Aznar adulto, severo, y no un colegial: en blanco y negro, como antes, como siempre, como un párvulo, con una pose esforzada de serena energía, de abnegación. Lo vemos en mangas de camisa, blanca y bien planchada, por supuesto, apoyando los antebrazos en el escritorio, cumplimentando lo que parece alguna tarea urgente, inexcusable, con un fondo de visillos y cortinas estampadas, como si fuera la salita de estar de un hogar acomodado. Ha sido fotografiado por Mark G. Peters, cuyos trabajos podemos seguir en Abc. ¿Es un retrato de estudio o el ex Presidente fue sorprendido trabajando? Contrariamente a lo que ocurre con un óleo, el momento que capta el objetivo fotográfico se adhiere al soporte. Roland Barthes insistió en ello en La cámara lúcida: la pintura, aunque represente un instante que fue real, que en verdad existió, ese instante que quedó plasmado en la retina del pintor y que su pericia le permite reproducir sobre el lienzo, es resultado de una larga y minuciosa elaboración. En cambio, en la fotografía se inmortaliza lo que sólo fue un soplo. Ahora bien, eso no significa que dicho retrato sea instantáneo, sin preparación: podemos disponer el decorado, la pose con que queremos fotografiarnos, los atavíos con que nos presentaremos para dar precisamente una impresión, una determinada impresión.

Miro una y otra vez el retrato de cubierta de Ocho años de gobierno, el volumen que acaba de firmar Aznar a partir de la trascripción de unas cintas magnetofónicas, y no tengo la sugestión de espontaneidad, sino de puesta en escena deliberada, una circunstancia que refuerza enfáticamente los atributos del poder. Le vemos en la mano una pluma estilográfica y vemos en un cubilete sólo atisbado otras plumas y no bolígrafos o rotuladores, esa concesión ordinaria de esta época en que todo se allana. Es un instante de pausa: se ha quitado momentáneamente los anteojos y parece reflexionar sobre lo escrito, sobre un informe que él subraya o sobre un texto que completa. Está concentrado, en efecto, con serena atención. Es una pose, por supuesto: no hay nada en la imagen que desentone, que atraiga la atención por ser incongruente. Insistía Roland Barthes en La cámara lúcida que en toda instantánea suele haber algo, un punctum, que nos hiere, que desvía nuestra atención del conjunto. Es, en efecto, un punto que raspa nuestra retina, que nos duele, al menos en el sentido de que daña la visión del entero retratado. Suele ser un detalle menor, un componente de la foto, de la escenografía, que cobra un protagonismo imprevisto. No tiene por qué estar en el centro ni ser algo grande: frecuentemente son un objeto o pose o mohín que desmienten en parte o en todo las intenciones del retratista o del retratado.
En la cubierta de Ocho años de gobierno no hay detalle inopinado, inesperado. ¿Por qué razón? Porque toda la fotografía está ideada y concebida para reforzar la imagen del liderazgo, para mostrar a Aznar como ese líder serio y fiable que quiere ser

Ya que hablamos de Aznar, precisamente, pensemos en la célebre fotografía de las Azores, esa instantánea de Sergio Pérez Sanz en la que vemos al ex Presidente español con George W. Bush y Tony Blair. La fotografía fue publicada en distintos medios el 17 de marzo de 2003. En dicha representación hay un punctum, algo que le da un valor significativo y un añadido simbólico, algo que no estaba previsto: esa mano acogedora, amistosa o paternal de George W. Bush que se deposita sobre el hombro de José María Aznar. Estamos ante un retrato de grupo en el que destaca lo que a todos ellos mancomuna: los miembros de una peña de amigos se fotografían campechanamente mostrando lo que son, haciendo ostentación de sí mismos, de su camaradería, pero esa mano imprevista revela orden jerárquico, un desmentido parcial de quienes quisieron retratarse para mostrar su igualdad. En la cubierta de Ocho años de gobierno no hay detalle inopinado, inesperado. ¿Por qué razón? Porque toda la fotografía está ideada y concebida para reforzar la imagen del liderazgo, para mostrar a Aznar como ese líder serio y fiable que quiere ser.

Leemos el libro y una y otra vez y el ex Presidente se describe como tal, como un líder solvente que ha impresionado al mundo y a sus convecinos. Pero, atención, esa jefatura que ha sido subrayada por el retrato de cubierta no sería resultado de operaciones de imagen: según insiste Aznar, él desprecia el estilismo político y no tiene en gran aprecio a los publicitarios y creativos que cuidan la imagen del estadista. Se supone que el líder que se preocupa por su aspecto o que hace depender la persuasión de su apariencia es un dirigente vacío, inconsistente, alguien capaz de sacrificar sus ideas, en el caso de que las tenga. Por eso, admite a lo largo de estas páginas que él desatiende los consejos para cuidar su aspecto. Y, sin embargo, este libro, que es un artefacto material que se pone en el mercado, tiene unos componentes, entre ellos la fotografía del frontispicio, unos componentes que crean o recrean o refuerzan la imagen que Aznar quiere dar de sí mismo. Y no vale decir que esos elementos icónicos son decisión editorial: no concibo que esa fotografía haya sido puesta en la cubierta sin la autorización expresa del autor. Por tanto, sabía muy bien el ex Presidente qué imagen aspiraba a componer, y ésa es la del líder serio y fiable, la del estadista a quien se le sorprende siempre trabajando, la de quien quiere convencer sin retórica. Ésa es su retórica precisamente: la de quien no parece preocuparse más que del trabajo, admitiendo que "nunca he intentado provocar el entusiasmo ni la admiración de la gente con mis discursos".
La función de una reseña como ésta no es la de juzgar la ejecutoria del autor, aquello que hizo antes de firmar estas páginas, ni la de revelar uno a uno los contenidos del volumen, cosa que deberá hacer cada lector. Ahora bien, lo que sí puedo adelantarles es que las ideas expuestas coinciden punto por punto con el pensamiento público del ex Presidente, con lo que ya sabíamos. No esperen grandes revelaciones ni le exijan, porque no lo hace, una introspección, un autoanálisis

Pero, claro, si los pares con quienes se compara, Juan Pablo II, Azaña y Churchill, son gigantes de la palabra y del parlamento, gigantes que han provocado el entusiasmo y la admiración con sus discursos, entonces la incongruencia de la declaración es obvia: todo un lapsus freudiano. De Juan Pablo II le asombra su capacidad de movilización, cosa que él secreta o abiertamente envidia. De Azaña, en el que aprecia rasgos comunes, el ser un sequerón, le reprocha haber sido un mal gobernante, pero le aprueba su dominio del verbo, el cultivo de una literatura difícil. De Churchill le sorprenden su tenacidad y clarividencia, su exaltación parlamentaria, aunque lo condene por no haber sabido retirarse a tiempo, vale decir: como el británico que ganó una guerra, también Aznar se empleó a fondo, pero a diferencia de aquél el Presidente español siempre supo que electorado es olvidadizo y poco generoso. Etcétera.

La función de una reseña como ésta no es la de juzgar la ejecutoria del autor, aquello que hizo antes de firmar estas páginas, ni la de revelar uno a uno los contenidos del volumen, cosa que deberá hacer cada lector. Ahora bien, lo que sí puedo adelantarles es que las ideas expuestas coinciden punto por punto con el pensamiento público del ex Presidente, con lo que ya sabíamos. No esperen grandes revelaciones ni le exijan, porque no lo hace, una introspección, un autoanálisis. Cualquiera de ustedes que haya estado por aquí en los últimos ocho años no descubrirá nada sustancialmente nuevo en esas páginas: volverá a oír la voz quejosa de un estadista no siempre comprendido, según lamenta, un estadista, insiste, que reclama su talla, un dirigente que quiere realmente presentarse con una imagen muy favorecedora, con retoques (pensándose como liberal desde siempre). Pero, al final, lo que consigue es un retrato verbal infatuado y, por eso, dicha operación se frustra, pues el político que ahora escribe estuvo y sigue estando aquejado por la suspicacia. Habla de sí mismo como líder, de manera machacona, haciendo broma sobre las jefaturas efímeras del partido rival o mostrándose cicatero con Mariano Rajoy.
Pero esa cicatería de Aznar para celebrar a su sucesor es ceguera cuando se refiere a quienes se le oponen. Habla, en efecto, con la ceguera de quien no comprende: “la verdad, no lo entiendo”, dice una y otra vez a lo largo de estas páginas. Mala cosa, muy mala cosa es esa de que un estadista no entienda los argumentos de la oposición. No pido, por supuesto, que los acepte ni que tengan razón los adversarios y que, por eso, el ex Presidente debiera haberlos hecho suyos; digo que es revelador de incomprensión, de no saber o de no poder mirar con la perspectiva del otro

Detengámonos en este asunto porque revela deliberación o acto fallido, y en cualquier caso pregona el estilo verbal del autor y el miedo a empequeñecer frente a sus pares o rivales. De su sucesor parece hacer un ditirambo o panegírico, pero, bien mirado, es un elogio tacaño: “Mariano Rajoy es un hombre honrado, sensato, con sentido común, una excelente formación y una experiencia política sobresaliente. Es un hombre valiente, que se ha enfrentado sin temor a momentos de crisis muy delicados. Tiene clara la idea de España y los fundamentos históricos y constitucionales en los que se basa la continuidad de la nación, la prosperidad del país y la salvaguarda de nuestra libertad. Y como ya se demostró en aquellos días de septiembre [cuando fue postulado para la presidencia de su organización política], garantiza el liderazgo”. Punto final. Desde siempre hemos admitido que el mejor elogio que se puede hacer de un posible estadista es aquel que subraya su responsabilidad y su inteligencia, su mano izquierda, su distancia irónica, su capacidad de vislumbre, de clarividencia, su resolución perspicaz, su penetración avispada. Pues bien, si no me equivoco, Mariano Rajoy tiene algunas de esas virtudes, ninguna de ellas destacada por el ex Presidente. Fíjense: decir de alguien que es honesto, que es juicioso, que obra con sentido común no es decir gran cosa, es sólo el mínimo que hay que exigirle a un político. Fíjense: añadir que tiene una excelente formación, tampoco es hacer gran encomio, pues la buena preparación en quien quiere dedicarse profesionalmente a la política es condición sine qua non como cualquier lector de Max Weber sabe. Fíjense: destacar de alguien su valentía es admitir sólo lo que a cualquier dirigente templado debe adornarle. Etcétera. ¿Y la inteligencia, la distancia irónica, el vislumbre, la penetración?

Pero esa cicatería de Aznar para celebrar a su sucesor es ceguera cuando se refiere a quienes se le oponen. Habla, en efecto, con la ceguera de quien no comprende: “la verdad, no lo entiendo”, dice una y otra vez a lo largo de estas páginas. Mala cosa, muy mala cosa es esa de que un estadista no entienda los argumentos de la oposición. No pido, por supuesto, que los acepte ni que tengan razón los adversarios y que, por eso, el ex Presidente debiera haberlos hecho suyos; digo que es revelador de incomprensión, de no saber o de no poder mirar con la perspectiva del otro. ¿Se imaginan a un antropólogo que, padeciendo penalidades y estrecheces, estuviera entre primitivos y anotara en su libro resultante “la verdad, no los entiendo”? Es fama que el diario privado de Bronislaw Malinowski estaba lleno de acotaciones de este tenor, como podría estarlo por ejemplo el dietario de José María Aznar, pero en la obra posterior del etnólogo hay el esfuerzo intelectivo, hermenéutico, de completar la observación participante. Eso no lo aprecio en Ocho años de gobierno. Habla el ex Presidente con la ofuscación de quien no concibe la razón de por qué no le siguen sus adversarios, con la amargura de quien no sabe por qué no aceptan lo que él sostiene, sus convicciones, unos valores que se oponen al nihilismo, al hedonismo ateo y que son un híbrido entre el credo católico tradicional y un liberalismo predicado pero no siempre obrado, un liberalismo en el que confunde la tolerancia con la paciencia, la santa paciencia que hay que tener con los que se obstinan en el error y en el traspié. Literal. “En estos casos”, añade, “siempre he visto tan claras ciertas cosas, que creía que todo el mundo, o por lo menos mucha gente, las veía igual que yo”.
Esa prosa monocorde acaba siendo una logomaquia redicha, altisonante, una forma de expresarse que se la debe a sí mismo, pero que se la debe también a su principal prosista: José María Marco, el historiador de guardia, un intelectual orgánico del ex Presidente que ha revisado las transcripciones magnetofónicas en las que se basa este libro hasta hacer desaparecer del texto casi todo vestigio de oralidad

En fin, la prueba que Aznar nos da una y otra vez de su empecinamiento es la prosa campanuda con que habla del porvenir. El grueso del volumen, salvo el epílogo dedicado al 11 de marzo, está escrito antes de las elecciones: pontifica sobre el negro futuro que los comicios depararán a sus oponentes, vaticina con riesgo y desmesura avizorando lo que va a ocurrir, creyendo disponer de un sitial omnisciente. A pesar de contar con Servicios de Inteligencia, no vio o no adivinó el cataclismo, no predijo el derrumbe ni lo diagnosticó. En fin, esa prosa monocorde acaba siendo una logomaquia redicha, altisonante, una forma de expresarse que se la debe a sí mismo, pero que se la debe también a su principal prosista: José María Marco, el historiador de guardia, un intelectual orgánico del ex Presidente que ha revisado las transcripciones magnetofónicas en las que se basa este libro hasta hacer desaparecer del texto casi todo vestigio de oralidad, hasta amputar lo que Roland Barthes llamaba el grano de la voz. Salvo alguna excepción, claro, como cuando, por ejemplo, se refiere a las transformaciones de los últimos años y dice, por ejemplo, que “el cambio de mentalidad ha sido muy fuerte” (‘sic’). José María Marco, tan servicial, tan cortesano, hace verdaderamente un papel. ¿Recuerdan aquella novela de Eduardo Mendoza en la que a un personaje cordial, chistoso y algo tronado, que se llamaba el Alcalde de Barcelona, se le invitaba a publicar sus memorias? Un enérgico editor le pedía un libro al egregio munícipe y éste, sincerándose, admitía no saber escribir. No se preocupe, venía decirle su interlocutor: usted escriba, que nosotros ya le pondremos las comas. Pues bien, José María Marco le pone las comas a Aznar y el resultado es un volumen impostado en el que España es como un bosque frondoso, según una imagen tópica que reitera, con árboles de distintas especies. El bosque, añade después, no se trocea ni se divide ni se quema. El problema de Aznar, seguramente, no es que los árboles le impidieran ver el bosque, sino que la fronda no le dejó adentrarse en la geografía variada de la floresta, y de ahí la amargura con que su autor se expresa. En fin...